Guillermo Knochenhauer / EL Financiero
Es inquietante que la subsecretaria de Industria y Comercio de la Secretaría de Economía, Lorenza Martínez, diga que no sabe lo que ocurre en la intermediación comercial de los alimentos. Dijo en entrevista periodística que “estamos en proceso de elaborar un estudio más detallado para saber a qué se puede atribuir el diferencial entre el precio al productor y el del consumidor (diferencia que) puede deberse a costos de comercialización, de logística, de transporte.” (Reforma 10 de mayo 2010). O puede deberse –se le olvidó mencionarlo- a los oligopolios que dominan los mercados de alimentos en México. La funcionaria no se acordó de mencionarlos, a pesar de que hay una iniciativa de reformas del Presidente Calderón para combatirlos en los ámbitos en los que operan. Uno de ellos, sin duda, el de la alimentación.
Días antes de la declaración de Lorenza Martínez, los industriales del azúcar le habían pedido que en vez de autorizar nuevos cupos de importación del dulce como estrategia para abaratar su precio, se diera cuenta de que lo que paga el consumidor es el doble del precio que reciben los ingenios.
(Hay que reconocer que cañeros e ingenios llegan a manipular las cifras esperadas de producción si ven oportunidad de mover así los precios que reciben al alza, pero el problema que le plantearon a la subsecretaria es que hace una década que va en aumento la diferencia entre el pago que reciben por su producto y el precio que paga el consumidor).
En marzo pasado, el precio promedio al que se pagó el kilo de azúcar a los ingenios fue de 9.90 pesos, pero el ama de casa tuvo que comprarlo en tiendas de autoservicio casi al doble, en 18.89 pesos. Esa diferencia va en aumento, porque en 2009 los ingenios recibieron en promedio 7.78 pesos por kilo y el precio al público fue de 12.98.
Según la funcionaria, el estudio ayudará a detectar por qué la brecha es tan grande; ahorraría tiempo y dinero que no son suyos, si revisa los múltiples diagnósticos y propuestas existentes que hacen del problema uno bien conocido y no sólo en el caso del azúcar, sino de frutas, hortalizas y cereales, toda clase de carnes y pescados.
Por supuesto que en todas las cadenas de intermediación comercial de alimentos hay ineficiencias que causan mermas por almacenamiento y transportes escasos, deficientes y caros; hay costos financieros que cuando los productores no tienen crédito, se aprovechan los coyotes. Pero lo que más eleva la diferencia entre el precio que recibe el productor y el que paga el consumidor, es el margen de ganancia con que se queda el último eslabón de la intermediación comercial. Eso se puede ver en las “perspectivas del mercado de frijol”, del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas que dirige Juan Carlos Anaya, y en otros estudios semejantes sobre otros productos.
Por ejemplo, dice el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, por el frijol azufrado higuera se le pagan al campesino 9.50 pesos kilo; el acopiador en campo le aumenta 5.3 por ciento; otro lo lleva hasta la central de abastos del Distrito Federal y le aumenta un 10 por ciento y quien lo vende al mayoreo en esa central lo hace en 13 pesos por kilo, que incluye su ganancia de 18.2 por ciento.
Los márgenes de utilidad de cada intermediario van siendo cada vez mayores y parecen razonables hasta que el producto sale de la central de abastos, a 13 pesos el kilo. Lo que sucede después con el frijol es lo mismo que con otros alimentos: entre el industrial que lo envasa y el supermercado le aumentan 125.9 por ciento y el precio pagado al mayorista de la central de abasto sube de 13 a 29.37 pesos el kilo.
Esos márgenes de ganancia del 100 por ciento se explican porque pocas empresas -20 para ser precisos, según la organización internacional Oxfam y la Red Nacional de Promotoras y Asesoras Rurales- dominan los mercados agroalimentarios del país. No hay tanto qué averiguar para someter a regulación a esas empresas; lo que se requiere es tener una perspectiva de Estado y el valor político para enfrentar sus intereses particulares.
Es inquietante que la subsecretaria de Industria y Comercio de la Secretaría de Economía, Lorenza Martínez, diga que no sabe lo que ocurre en la intermediación comercial de los alimentos. Dijo en entrevista periodística que “estamos en proceso de elaborar un estudio más detallado para saber a qué se puede atribuir el diferencial entre el precio al productor y el del consumidor (diferencia que) puede deberse a costos de comercialización, de logística, de transporte.” (Reforma 10 de mayo 2010). O puede deberse –se le olvidó mencionarlo- a los oligopolios que dominan los mercados de alimentos en México. La funcionaria no se acordó de mencionarlos, a pesar de que hay una iniciativa de reformas del Presidente Calderón para combatirlos en los ámbitos en los que operan. Uno de ellos, sin duda, el de la alimentación.
Días antes de la declaración de Lorenza Martínez, los industriales del azúcar le habían pedido que en vez de autorizar nuevos cupos de importación del dulce como estrategia para abaratar su precio, se diera cuenta de que lo que paga el consumidor es el doble del precio que reciben los ingenios.
(Hay que reconocer que cañeros e ingenios llegan a manipular las cifras esperadas de producción si ven oportunidad de mover así los precios que reciben al alza, pero el problema que le plantearon a la subsecretaria es que hace una década que va en aumento la diferencia entre el pago que reciben por su producto y el precio que paga el consumidor).
En marzo pasado, el precio promedio al que se pagó el kilo de azúcar a los ingenios fue de 9.90 pesos, pero el ama de casa tuvo que comprarlo en tiendas de autoservicio casi al doble, en 18.89 pesos. Esa diferencia va en aumento, porque en 2009 los ingenios recibieron en promedio 7.78 pesos por kilo y el precio al público fue de 12.98.
Según la funcionaria, el estudio ayudará a detectar por qué la brecha es tan grande; ahorraría tiempo y dinero que no son suyos, si revisa los múltiples diagnósticos y propuestas existentes que hacen del problema uno bien conocido y no sólo en el caso del azúcar, sino de frutas, hortalizas y cereales, toda clase de carnes y pescados.
Por supuesto que en todas las cadenas de intermediación comercial de alimentos hay ineficiencias que causan mermas por almacenamiento y transportes escasos, deficientes y caros; hay costos financieros que cuando los productores no tienen crédito, se aprovechan los coyotes. Pero lo que más eleva la diferencia entre el precio que recibe el productor y el que paga el consumidor, es el margen de ganancia con que se queda el último eslabón de la intermediación comercial. Eso se puede ver en las “perspectivas del mercado de frijol”, del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas que dirige Juan Carlos Anaya, y en otros estudios semejantes sobre otros productos.
Por ejemplo, dice el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, por el frijol azufrado higuera se le pagan al campesino 9.50 pesos kilo; el acopiador en campo le aumenta 5.3 por ciento; otro lo lleva hasta la central de abastos del Distrito Federal y le aumenta un 10 por ciento y quien lo vende al mayoreo en esa central lo hace en 13 pesos por kilo, que incluye su ganancia de 18.2 por ciento.
Los márgenes de utilidad de cada intermediario van siendo cada vez mayores y parecen razonables hasta que el producto sale de la central de abastos, a 13 pesos el kilo. Lo que sucede después con el frijol es lo mismo que con otros alimentos: entre el industrial que lo envasa y el supermercado le aumentan 125.9 por ciento y el precio pagado al mayorista de la central de abasto sube de 13 a 29.37 pesos el kilo.
Esos márgenes de ganancia del 100 por ciento se explican porque pocas empresas -20 para ser precisos, según la organización internacional Oxfam y la Red Nacional de Promotoras y Asesoras Rurales- dominan los mercados agroalimentarios del país. No hay tanto qué averiguar para someter a regulación a esas empresas; lo que se requiere es tener una perspectiva de Estado y el valor político para enfrentar sus intereses particulares.
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