Marcos Roitman Rosenmann / La Jornada
Vivimos inmersos en una paradoja. Para que el capitalismo funcione, los precios deben mantenerse al alza. No se trata de una broma. Para los gurús del neoliberalismo es fácil de explicar. En un periodo de recesión, la mano invisible del mercado no funciona. Se encuentra maniatada. Para revertir el proceso y sanear la economía hay que adoptar políticas de inflación contenida e incrementar los impuestos indirectos como el IVA. Cualquier traspié desataría nefastas consecuencias, retrasando una salida airosa a la crisis.
Para no caer en los mismos errores de antaño y evitar las “perniciosas” políticas intervencionistas, es mejor no desviarse del itinerario neoliberal y continuar con el proceso de desregulación, punto de apoyo para las privatizaciones y una sostenida apertura financiera y comercial. Todo dentro de un orden caracterizado por la austeridad salarial. Factor clave para impulsar las reformas dependientes de la flexibilidad laboral. En esta dinámica, los sindicatos, si quieren seguir existiendo y tener un papel protagónico en las negociaciones con la patronal y el gobierno, deben ser concientes y asumir responsabilidades, corren malos tiempos para maximalismos principistas. La lucha de clases ya no existe. Tampoco los explotadores y los explotados. El mundo tiene otros ejes y hay que aceptar el triunfo del capitalismo. Mejor sería para todos. El camino a recorrer tendría menos espinas y con el andar acompañado se haría más corto y menos pesado. Hoy no a lugar para la defensa numantina de una jornada laboral de 35 horas semanales. Ni que decir que está fuera de toda lógica solicitar una cobertura de desempleo y pensiones dignas. Menos aún reivindicar la estabilidad en el puesto de trabajo. Un buen dirigente sindical debe ser capaz de trasmitir estas verdades a sus afiliados y quitarles de la cabeza cualquier propuesta de lucha anticapitalista. Huera invención para desmerecer los grandes avances de la sociedad industrial, cuya revolución científico técnica nos ha transportado a un mundo lleno de posibilidades. Entre ellas gozar de los centros comerciales, las realidades virtuales, los ordenadores, las redes del ciberespacio, la televisión por cable o el trabajo basura.
Así, en tiempos de crisis, la responsabilidad de los trabajadores, bien educados, consiste en bajarse el sueldo, acordar cierres temporales y solicitar jubilaciones anticipadas. El ejemplo más claro de este comportamiento ideal proviene de la industria automotriz. Toyota, Nissan, General Motor-Opel, Peugeot o Seat se guían por estos parámetros. Mientras los altos cargos blindan sus contratos y los comités directivos no garantizan nada, salvo su buena voluntad y los deseos de una pronta mejoría en sus ventas; los trabajadores ofrecen sus cabezas para salvar la de los empresarios y no perder su puesto de empleo. Renuncian a sus pagas extras y concluyen aceptando recortes temporales y rotatorios de plantilla bajo el paraguas de la desregulación. En caso de oponer resistencia y entender dichos actos como una pérdida de derechos democráticos, la respuesta debe ser contundente. Los gobiernos no pueden vacilar. El enemigo debe ser acorralado y destruido. Si no es por las buenas, será por las malas. El gobierno puede apoyar a la patronal es sus demandas o dar ejemplo de austeridad, fijando un recorte en los sueldos de los empleados pertenecientes a la administración pública. En esta dirección parecen ir los tiros de la Unión Europea. Las intenciones de aplicar estos criterios podrían ponerse en práctica en Grecia. Sería un pistoletazo de salida. Si las protestas populares, las huelgas y los movimientos sociales no logran articular un espacio y frenar el proceso, el proyecto continuaría su rumbo, siendo España y Portugal los siguientes en la lista.
Visto de esta forma, la imagen proyectada a la sociedad por las dirigencias políticas institucionales transforma a los empresarios en mecenas sociales, auténticos filántropos que arriesgan su capital en pro del bien común. Motivo suficiente para concederles todos sus caprichos. No vaya a ser que molesten y decidan cerrar sus fábricas bajo el pretexto de acoso a la propiedad privada. Ellos tienen necesidades, seguir aumentando sus beneficios y llevar una vida de placeres y ostentación, sea de la forma que sea.
Si en estos momentos una de las características de la crisis del capitalismo es la caída del consumo, hay que poner toda la carne en el asador y realizar políticas tendientes a restablecer unos parámetros normales que den equilibro entre la oferta y la demanda. Si antes nos llamaban al ahorro, ahora predican el gasto. No es bueno sacar los dineros del proceso de valorización del valor. Esconderlos en el colchón es una pésima decisión. Es mejor comprar, comprar y comprar, aunque ello suponga una acción compulsiva. En este contexto, los bancos juegan un papel básico. Sus tipos de interés bajan, sus ofertas de ahorro se estancan y se dan a la noble tarea de fomentar el gasto familiar. Para cerrar el círculo es obligado que exista una inflación razonable. Si antes se la atacaba como un factor de riesgo, ahora se le considera un maná caído del cielo. Demos, pues, la bienvenida a la inflación.
Vivimos inmersos en una paradoja. Para que el capitalismo funcione, los precios deben mantenerse al alza. No se trata de una broma. Para los gurús del neoliberalismo es fácil de explicar. En un periodo de recesión, la mano invisible del mercado no funciona. Se encuentra maniatada. Para revertir el proceso y sanear la economía hay que adoptar políticas de inflación contenida e incrementar los impuestos indirectos como el IVA. Cualquier traspié desataría nefastas consecuencias, retrasando una salida airosa a la crisis.
Para no caer en los mismos errores de antaño y evitar las “perniciosas” políticas intervencionistas, es mejor no desviarse del itinerario neoliberal y continuar con el proceso de desregulación, punto de apoyo para las privatizaciones y una sostenida apertura financiera y comercial. Todo dentro de un orden caracterizado por la austeridad salarial. Factor clave para impulsar las reformas dependientes de la flexibilidad laboral. En esta dinámica, los sindicatos, si quieren seguir existiendo y tener un papel protagónico en las negociaciones con la patronal y el gobierno, deben ser concientes y asumir responsabilidades, corren malos tiempos para maximalismos principistas. La lucha de clases ya no existe. Tampoco los explotadores y los explotados. El mundo tiene otros ejes y hay que aceptar el triunfo del capitalismo. Mejor sería para todos. El camino a recorrer tendría menos espinas y con el andar acompañado se haría más corto y menos pesado. Hoy no a lugar para la defensa numantina de una jornada laboral de 35 horas semanales. Ni que decir que está fuera de toda lógica solicitar una cobertura de desempleo y pensiones dignas. Menos aún reivindicar la estabilidad en el puesto de trabajo. Un buen dirigente sindical debe ser capaz de trasmitir estas verdades a sus afiliados y quitarles de la cabeza cualquier propuesta de lucha anticapitalista. Huera invención para desmerecer los grandes avances de la sociedad industrial, cuya revolución científico técnica nos ha transportado a un mundo lleno de posibilidades. Entre ellas gozar de los centros comerciales, las realidades virtuales, los ordenadores, las redes del ciberespacio, la televisión por cable o el trabajo basura.
Así, en tiempos de crisis, la responsabilidad de los trabajadores, bien educados, consiste en bajarse el sueldo, acordar cierres temporales y solicitar jubilaciones anticipadas. El ejemplo más claro de este comportamiento ideal proviene de la industria automotriz. Toyota, Nissan, General Motor-Opel, Peugeot o Seat se guían por estos parámetros. Mientras los altos cargos blindan sus contratos y los comités directivos no garantizan nada, salvo su buena voluntad y los deseos de una pronta mejoría en sus ventas; los trabajadores ofrecen sus cabezas para salvar la de los empresarios y no perder su puesto de empleo. Renuncian a sus pagas extras y concluyen aceptando recortes temporales y rotatorios de plantilla bajo el paraguas de la desregulación. En caso de oponer resistencia y entender dichos actos como una pérdida de derechos democráticos, la respuesta debe ser contundente. Los gobiernos no pueden vacilar. El enemigo debe ser acorralado y destruido. Si no es por las buenas, será por las malas. El gobierno puede apoyar a la patronal es sus demandas o dar ejemplo de austeridad, fijando un recorte en los sueldos de los empleados pertenecientes a la administración pública. En esta dirección parecen ir los tiros de la Unión Europea. Las intenciones de aplicar estos criterios podrían ponerse en práctica en Grecia. Sería un pistoletazo de salida. Si las protestas populares, las huelgas y los movimientos sociales no logran articular un espacio y frenar el proceso, el proyecto continuaría su rumbo, siendo España y Portugal los siguientes en la lista.
Visto de esta forma, la imagen proyectada a la sociedad por las dirigencias políticas institucionales transforma a los empresarios en mecenas sociales, auténticos filántropos que arriesgan su capital en pro del bien común. Motivo suficiente para concederles todos sus caprichos. No vaya a ser que molesten y decidan cerrar sus fábricas bajo el pretexto de acoso a la propiedad privada. Ellos tienen necesidades, seguir aumentando sus beneficios y llevar una vida de placeres y ostentación, sea de la forma que sea.
Si en estos momentos una de las características de la crisis del capitalismo es la caída del consumo, hay que poner toda la carne en el asador y realizar políticas tendientes a restablecer unos parámetros normales que den equilibro entre la oferta y la demanda. Si antes nos llamaban al ahorro, ahora predican el gasto. No es bueno sacar los dineros del proceso de valorización del valor. Esconderlos en el colchón es una pésima decisión. Es mejor comprar, comprar y comprar, aunque ello suponga una acción compulsiva. En este contexto, los bancos juegan un papel básico. Sus tipos de interés bajan, sus ofertas de ahorro se estancan y se dan a la noble tarea de fomentar el gasto familiar. Para cerrar el círculo es obligado que exista una inflación razonable. Si antes se la atacaba como un factor de riesgo, ahora se le considera un maná caído del cielo. Demos, pues, la bienvenida a la inflación.
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