David Ibarra / El Universal
Hablar hoy de reforma política hace necesario diferenciar el liberalismo político del librecambismo económico. Históricamente el primero significó la liberación ciudadana de la opresión del gobernante, el monarca o el caudillo, mediante un pacto garantizado por un Estado constitucional respetuoso de las libertades individuales. Una vez ganada la batalla contra la opresión, en estrecha alianza con el Estado, el liberalismo comienza a evolucionar en sentido democrático para incorporar principios como el de la igualdad de oportunidades, complemento de la igualdad ganada con la consagración de los derechos de las personas.
En contraste, al neoliberalismo librecambista el Estado le estorba, auspicia el predominio del mercado, quiere la abolición de fronteras e instituciones gubernamentales, así como la consagración de los valores de la eficiencia competitiva sobre cualquier otro criterio social. El escape hacia la globalidad, esto es, hacia afuera de las jurisdicciones nacionales, torna bastante irrelevantes a los gobiernos. Así se sustituye el poder de los gobernantes absolutos por el absolutismo de la competencia globalizada, sin sujeto opresor aparente contra quien luchar, aunque en los hechos restrinja libertades y acentúe desigualdades fuera del alcance corrector de los estados.
La mezcla del liberalismo político y de la lógica económica durante el siglo XIX, combatió el proteccionismo propio o ajeno, pero resguardó la rectoría estatal protectora de derechos individuales y de la soberanía de las políticas nacionales. En contraste, el neoliberalismo de hoy se endereza a demoler las instituciones del Estado-nación para hacer que la libertad globalizada de los mercados reine suprema, en ausencia notoria de normas regulatorias de alcance universal en campos tan importantes como los del empleo, la protección social y la regulación de los sistemas financieros.
México no escapó a la reconfiguración del orden económico internacional, emprendió a fondo, ortodoxamente, la reforma del Estado y de sus instituciones. Aquí el reformismo ya no es cuestión nueva, sino un proceso viejo, de amplísimos alcances, inacabado y deficiente, desde que el país comenzó a incorporarse al orden económico de la globalización e intentó sustituir el autoritarismo político por un régimen algo más democrático.
Al efecto, se reemplazó el presidencialismo hegemónico por un sistema presidencial con multiplicidad de partidos, elecciones más transparentes, alternancia en el poder y separación menos ficticia de poderes. En lo económico, se transitó del proteccionismo al cosmopolitismo y se robusteció enormemente el mercado frente al Estado, mediante procesos de desregulación, privatización y extranjerización. Así se formaron nuevos linderos, lo mismo entre lo privado y lo público, lo económico y lo social, que entre la soberanía nacional y las reglas de los poderes externos. Por último, se buscó alejar a las organizaciones e incluso a los ciudadanos de la participación política directa en parte debido a su posible oposición al librecambismo. Se usaron y usan más y más medios masivos de comunicación, en vez de la movilización ciudadana en los procesos electorales, con clara exclusión y hasta manipulación de las cuestiones más álgidas entre las demandas populares. Los movimientos campesinos y obreros fueron deliberadamente desprestigiados, combatidos, muchos más allá de sus equívocos y errores, hasta suprimir voces molestas en el mundo conservador de la política y de la economía. Y algo parecido se logra entre los productores al abrirse las fronteras, negarse la instrumentación de programas de reconversión productiva y suprimirse otros mecanismos necesarios de protección o apoyo.
El intenso reformismo emprendido desde los años 80 —con enmiendas al 50% del articulado de la Constitución— se manejó casi siempre autoritariamente. Se le condujo como si la política, la economía y la sociedad formasen compartimentos estancos, sin mayor relación entre sí. Cuando más, se atribuyó a la política política y a la política social la tarea no de resolver, sino de atemperar los efectos de las desigualdades y tropiezos atribuibles a las estrategias económicas.
Con esa reforma del Estado, la composición de los grupos sociales ganadores y perdedores se alteró sustancialmente, así como la integración de las élites nacionales y la distribución del poder político o económico. A la par, tuvo lugar un intenso proceso de destrucción y reconstrucción de instituciones que afectó y puso en jaque a toda la sociedad. Los organismos, las normas y las costumbres de antes dejaron de funcionar o no funcionan apropiadamente, mientras las instituciones de reemplazo sólo cubren algunos ámbitos de la vida social. Como consecuencia de lo anterior, se da una intensa proliferación de intereses contrapuestos que no se compadece de la capacidad empobrecida de conciliación de las políticas públicas.
Los trastornos inherentes a la destrucción y edificación incompleta de nuevas instituciones, condujo a la cesación parcial del crecimiento. El ritmo de desarrollo entre 1950 y 1982 (más del 6% anual) excede con mucho al alcanzado en el periodo reformista de 1982 a 2008 (menos del 3%). A su vez, la democratización del sistema político ha resultado notoriamente insuficiente en tanto niega voz y poder a los grupos sociales mayoritarios. La irrelevancia política de esos grupos se evidencia al observar que la distribución del ingreso se concentra, los salarios reales se abaten, las familias de trabajadores informales ya suman alrededor de 50% de la fuerza de trabajo, mientras la pobreza aqueja a otro 50% de la población.
Como consecuencia, desde 1997, el multipartidismo emergente no ha permitido formar mayorías legislativas que primero acierten y, luego, sostengan puntos de vista afines a las del Poder Ejecutivo, sobre todo cuando el impulso político central de éste, sigue obsesivamente adherido a los propósitos del librecambismo. Muchos proyectos no prosperan, surgen iniciativas contrapuestas, imposibles de jerarquizar con mediano rigor. Por supuesto, las dificultades parten de la ineptitud de las estrategias gubernamentales, de deficiencias institucionales, de disonancias ideológicas de los partidos políticos y sobre todo de incongruencias entre éstos y las demandas ciudadanas.
Tomado en conjunto el incesante reformismo de Estado ha quebrantado el pacto social, creado semiparálisis económica y semiparálisis política, entreverados con la crisis financiera global para no mencionar a la inseguridad del narcotráfico y del crimen organizado. Así las cosas, desde la presidencia de la República, se lanza una iniciativa de reforma política, una especie de respuesta exculpadora del fracaso que quizás pretende reanudar el cambio por los mismos cauces fallidos, incluso recuperando ingredientes del viejo autoritarismo presidencial.
Hablar hoy de reforma política hace necesario diferenciar el liberalismo político del librecambismo económico. Históricamente el primero significó la liberación ciudadana de la opresión del gobernante, el monarca o el caudillo, mediante un pacto garantizado por un Estado constitucional respetuoso de las libertades individuales. Una vez ganada la batalla contra la opresión, en estrecha alianza con el Estado, el liberalismo comienza a evolucionar en sentido democrático para incorporar principios como el de la igualdad de oportunidades, complemento de la igualdad ganada con la consagración de los derechos de las personas.
En contraste, al neoliberalismo librecambista el Estado le estorba, auspicia el predominio del mercado, quiere la abolición de fronteras e instituciones gubernamentales, así como la consagración de los valores de la eficiencia competitiva sobre cualquier otro criterio social. El escape hacia la globalidad, esto es, hacia afuera de las jurisdicciones nacionales, torna bastante irrelevantes a los gobiernos. Así se sustituye el poder de los gobernantes absolutos por el absolutismo de la competencia globalizada, sin sujeto opresor aparente contra quien luchar, aunque en los hechos restrinja libertades y acentúe desigualdades fuera del alcance corrector de los estados.
La mezcla del liberalismo político y de la lógica económica durante el siglo XIX, combatió el proteccionismo propio o ajeno, pero resguardó la rectoría estatal protectora de derechos individuales y de la soberanía de las políticas nacionales. En contraste, el neoliberalismo de hoy se endereza a demoler las instituciones del Estado-nación para hacer que la libertad globalizada de los mercados reine suprema, en ausencia notoria de normas regulatorias de alcance universal en campos tan importantes como los del empleo, la protección social y la regulación de los sistemas financieros.
México no escapó a la reconfiguración del orden económico internacional, emprendió a fondo, ortodoxamente, la reforma del Estado y de sus instituciones. Aquí el reformismo ya no es cuestión nueva, sino un proceso viejo, de amplísimos alcances, inacabado y deficiente, desde que el país comenzó a incorporarse al orden económico de la globalización e intentó sustituir el autoritarismo político por un régimen algo más democrático.
Al efecto, se reemplazó el presidencialismo hegemónico por un sistema presidencial con multiplicidad de partidos, elecciones más transparentes, alternancia en el poder y separación menos ficticia de poderes. En lo económico, se transitó del proteccionismo al cosmopolitismo y se robusteció enormemente el mercado frente al Estado, mediante procesos de desregulación, privatización y extranjerización. Así se formaron nuevos linderos, lo mismo entre lo privado y lo público, lo económico y lo social, que entre la soberanía nacional y las reglas de los poderes externos. Por último, se buscó alejar a las organizaciones e incluso a los ciudadanos de la participación política directa en parte debido a su posible oposición al librecambismo. Se usaron y usan más y más medios masivos de comunicación, en vez de la movilización ciudadana en los procesos electorales, con clara exclusión y hasta manipulación de las cuestiones más álgidas entre las demandas populares. Los movimientos campesinos y obreros fueron deliberadamente desprestigiados, combatidos, muchos más allá de sus equívocos y errores, hasta suprimir voces molestas en el mundo conservador de la política y de la economía. Y algo parecido se logra entre los productores al abrirse las fronteras, negarse la instrumentación de programas de reconversión productiva y suprimirse otros mecanismos necesarios de protección o apoyo.
El intenso reformismo emprendido desde los años 80 —con enmiendas al 50% del articulado de la Constitución— se manejó casi siempre autoritariamente. Se le condujo como si la política, la economía y la sociedad formasen compartimentos estancos, sin mayor relación entre sí. Cuando más, se atribuyó a la política política y a la política social la tarea no de resolver, sino de atemperar los efectos de las desigualdades y tropiezos atribuibles a las estrategias económicas.
Con esa reforma del Estado, la composición de los grupos sociales ganadores y perdedores se alteró sustancialmente, así como la integración de las élites nacionales y la distribución del poder político o económico. A la par, tuvo lugar un intenso proceso de destrucción y reconstrucción de instituciones que afectó y puso en jaque a toda la sociedad. Los organismos, las normas y las costumbres de antes dejaron de funcionar o no funcionan apropiadamente, mientras las instituciones de reemplazo sólo cubren algunos ámbitos de la vida social. Como consecuencia de lo anterior, se da una intensa proliferación de intereses contrapuestos que no se compadece de la capacidad empobrecida de conciliación de las políticas públicas.
Los trastornos inherentes a la destrucción y edificación incompleta de nuevas instituciones, condujo a la cesación parcial del crecimiento. El ritmo de desarrollo entre 1950 y 1982 (más del 6% anual) excede con mucho al alcanzado en el periodo reformista de 1982 a 2008 (menos del 3%). A su vez, la democratización del sistema político ha resultado notoriamente insuficiente en tanto niega voz y poder a los grupos sociales mayoritarios. La irrelevancia política de esos grupos se evidencia al observar que la distribución del ingreso se concentra, los salarios reales se abaten, las familias de trabajadores informales ya suman alrededor de 50% de la fuerza de trabajo, mientras la pobreza aqueja a otro 50% de la población.
Como consecuencia, desde 1997, el multipartidismo emergente no ha permitido formar mayorías legislativas que primero acierten y, luego, sostengan puntos de vista afines a las del Poder Ejecutivo, sobre todo cuando el impulso político central de éste, sigue obsesivamente adherido a los propósitos del librecambismo. Muchos proyectos no prosperan, surgen iniciativas contrapuestas, imposibles de jerarquizar con mediano rigor. Por supuesto, las dificultades parten de la ineptitud de las estrategias gubernamentales, de deficiencias institucionales, de disonancias ideológicas de los partidos políticos y sobre todo de incongruencias entre éstos y las demandas ciudadanas.
Tomado en conjunto el incesante reformismo de Estado ha quebrantado el pacto social, creado semiparálisis económica y semiparálisis política, entreverados con la crisis financiera global para no mencionar a la inseguridad del narcotráfico y del crimen organizado. Así las cosas, desde la presidencia de la República, se lanza una iniciativa de reforma política, una especie de respuesta exculpadora del fracaso que quizás pretende reanudar el cambio por los mismos cauces fallidos, incluso recuperando ingredientes del viejo autoritarismo presidencial.
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