¿Llevará el crecimiento de la clase media en los países pobres a una catástrofe para el planeta?
MOISÉS NAÍM / EL PAÍS
Acabo de regresar de China. La velocidad de los cambios que allí ocurren no deja de sorprenderme. A pesar de que mi última visita no fue hace mucho, he percibido enormes transformaciones. Eso sucede cuando un país gigante crece al 10% al año. Visité China por primera vez en 1978, cuando apenas comenzaban sus reformas económicas. Recuerdo de ese viaje las grandes avenidas casi sin coches y llenas de una multitud en bicicleta, todos vestidos más o menos igual, verde olivo o azul. Hoy esas mismas avenidas están bordeadas de rascacielos con la arquitectura más audaz del mundo, están llenas de automóviles y de gente vestida de todos los colores y estilos. En mi primer viaje, la economía china era solo el 40% del tamaño de la Unión Soviética. Hoy es cuatro veces más grande.
El cambio fundamental es que millones de chinos han salido de la pobreza, formando una clase media que, si bien es mucho más pobre que la de Europa o EE UU, dispone por primera vez de medios para consumir más comida, medicinas o electricidad. Y esto no solo pasa en China: Turquía, Vietnam, Indonesia, Brasil, Colombia y en muchos otros países pobres la clase media viene creciendo.
¿Se transformará este gran éxito de la humanidad en una catástrofe para el planeta?
Hay tres maneras de responder a esta pregunta. La primera es la de Thomas Malthus, quien en 1798 explicó que, visto que la población crece a mayor velocidad que la producción de alimentos, inevitablemente las hambrunas, las enfermedades y las guerras "reequilibrarían" la situación. El Club de Roma patrocinó en 1972 la publicación del libro Los Límites al Crecimiento. Vaticinaba una catástrofe malthusiana alrededor de 2000 y pronosticaba que el petróleo se agotaría en 1992. Obviamente, Malthus y sus seguidores subestiman el impacto de las nuevas tecnologías. La revolución verde en la agricultura, por ejemplo, llevó a que en 20 años se duplicara la producción de cereales en los países pobres. En general, el mundo hoy produce más alimentos per cápita que nunca, y cada vez hay más tecnologías que permiten la explotación de recursos naturales antes inaccesibles.
Y esta es la segunda respuesta: el problema no es de producción, sino de distribución. Muy pocos consumen demasiado y demasiados consumen muy poco. Estados Unidos, por ejemplo, consume el 25% de la energía que se produce en el mundo anualmente, a pesar de que su población es solo el 4,6% del total mundial. Cada alemán gasta casi nueve veces más energía que cada indio, y 30 veces más que un bangladeshí. Desde esta perspectiva, Carlos Marx tiene razón: hay que obligar a que haya una distribución más igualitaria del consumo. Y eso lo tiene que hacer el Estado, casi seguramente por la fuerza.
La tercera manera de ver esto es a través de la óptica del mercado: los precios y los incentivos resolverán el problema. Si hay escasez subirán los precios, disminuirá el consumo y aumentarán los incentivos para ser más eficientes e inventar tecnologías para producir más a menor costo. Si el precio del petróleo sigue subiendo, el viento, el sol y el mar pueden competir con los hidrocarburos. Si el algodón sigue caro, más productores sembrarán algodón. Esto ha venido pasando, y los aumentos en producción y las maravillosas nuevas tecnologías lo confirman. El problema, sin embargo, es que los ajustes del mercado son brutales y no resuelven el problema de los consumidores, para quienes cualquier disminución en el consumo (obligada por el alza de precios) significa pasar hambre. Tampoco resuelve el problema de las fallas de mercado a nivel global: los océanos se deterioran a gran velocidad por su explotación indiscriminada. Y ya sabemos lo que está sucediendo con las emisiones de CO2 que calientan el planeta.
Ni Malthus, ni Marx ni los mercados nos dan respuestas adecuadas para las difíciles preguntas que plantea el explosivo crecimiento de China o la expansión de la clase media y el consumo a nivel mundial. Las respuestas tecnológicas estimuladas por el mercado pueden llegar tarde para evitar graves daños sociales y medioambientales. La exagerada intervención del Estado para corregir desigualdades asfixia la aparición de soluciones que solo los mercados pueden generar. Y si son desatendidas, las fallas de los mercados pueden hacer el planeta invivible.
Las ideologías rígidas no ayudarán a encontrar salidas. Hay que echar mano de todas las ideas, inventar otras nuevas y darle rienda suelta al pragmatismo y la experimentación. En el pasado, la humanidad halló soluciones para problemas sin precedentes. No hay por qué suponer que no las volverá a encontrar.
MOISÉS NAÍM / EL PAÍS
Acabo de regresar de China. La velocidad de los cambios que allí ocurren no deja de sorprenderme. A pesar de que mi última visita no fue hace mucho, he percibido enormes transformaciones. Eso sucede cuando un país gigante crece al 10% al año. Visité China por primera vez en 1978, cuando apenas comenzaban sus reformas económicas. Recuerdo de ese viaje las grandes avenidas casi sin coches y llenas de una multitud en bicicleta, todos vestidos más o menos igual, verde olivo o azul. Hoy esas mismas avenidas están bordeadas de rascacielos con la arquitectura más audaz del mundo, están llenas de automóviles y de gente vestida de todos los colores y estilos. En mi primer viaje, la economía china era solo el 40% del tamaño de la Unión Soviética. Hoy es cuatro veces más grande.
El cambio fundamental es que millones de chinos han salido de la pobreza, formando una clase media que, si bien es mucho más pobre que la de Europa o EE UU, dispone por primera vez de medios para consumir más comida, medicinas o electricidad. Y esto no solo pasa en China: Turquía, Vietnam, Indonesia, Brasil, Colombia y en muchos otros países pobres la clase media viene creciendo.
¿Se transformará este gran éxito de la humanidad en una catástrofe para el planeta?
Hay tres maneras de responder a esta pregunta. La primera es la de Thomas Malthus, quien en 1798 explicó que, visto que la población crece a mayor velocidad que la producción de alimentos, inevitablemente las hambrunas, las enfermedades y las guerras "reequilibrarían" la situación. El Club de Roma patrocinó en 1972 la publicación del libro Los Límites al Crecimiento. Vaticinaba una catástrofe malthusiana alrededor de 2000 y pronosticaba que el petróleo se agotaría en 1992. Obviamente, Malthus y sus seguidores subestiman el impacto de las nuevas tecnologías. La revolución verde en la agricultura, por ejemplo, llevó a que en 20 años se duplicara la producción de cereales en los países pobres. En general, el mundo hoy produce más alimentos per cápita que nunca, y cada vez hay más tecnologías que permiten la explotación de recursos naturales antes inaccesibles.
Y esta es la segunda respuesta: el problema no es de producción, sino de distribución. Muy pocos consumen demasiado y demasiados consumen muy poco. Estados Unidos, por ejemplo, consume el 25% de la energía que se produce en el mundo anualmente, a pesar de que su población es solo el 4,6% del total mundial. Cada alemán gasta casi nueve veces más energía que cada indio, y 30 veces más que un bangladeshí. Desde esta perspectiva, Carlos Marx tiene razón: hay que obligar a que haya una distribución más igualitaria del consumo. Y eso lo tiene que hacer el Estado, casi seguramente por la fuerza.
La tercera manera de ver esto es a través de la óptica del mercado: los precios y los incentivos resolverán el problema. Si hay escasez subirán los precios, disminuirá el consumo y aumentarán los incentivos para ser más eficientes e inventar tecnologías para producir más a menor costo. Si el precio del petróleo sigue subiendo, el viento, el sol y el mar pueden competir con los hidrocarburos. Si el algodón sigue caro, más productores sembrarán algodón. Esto ha venido pasando, y los aumentos en producción y las maravillosas nuevas tecnologías lo confirman. El problema, sin embargo, es que los ajustes del mercado son brutales y no resuelven el problema de los consumidores, para quienes cualquier disminución en el consumo (obligada por el alza de precios) significa pasar hambre. Tampoco resuelve el problema de las fallas de mercado a nivel global: los océanos se deterioran a gran velocidad por su explotación indiscriminada. Y ya sabemos lo que está sucediendo con las emisiones de CO2 que calientan el planeta.
Ni Malthus, ni Marx ni los mercados nos dan respuestas adecuadas para las difíciles preguntas que plantea el explosivo crecimiento de China o la expansión de la clase media y el consumo a nivel mundial. Las respuestas tecnológicas estimuladas por el mercado pueden llegar tarde para evitar graves daños sociales y medioambientales. La exagerada intervención del Estado para corregir desigualdades asfixia la aparición de soluciones que solo los mercados pueden generar. Y si son desatendidas, las fallas de los mercados pueden hacer el planeta invivible.
Las ideologías rígidas no ayudarán a encontrar salidas. Hay que echar mano de todas las ideas, inventar otras nuevas y darle rienda suelta al pragmatismo y la experimentación. En el pasado, la humanidad halló soluciones para problemas sin precedentes. No hay por qué suponer que no las volverá a encontrar.
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