sábado, 16 de julio de 2011

EL AHOGO DE LA INSEGURIDAD

David Ibarra / El Universal
En un artículo anterior, me referí a la dispersión del poder en México, antes concentrado en un gobierno cuasi-hegemónico y una élite económica unificada.
El Estado ha perdido centralidad decisoria con los procesos simultáneos de fortalecimiento, multiplicación de partidos políticos y de la desregulación económica. La transferencia de funciones del Estado a los mercados ha sido enorme con ventajas e inconvenientes significativas.
Los trabajadores y organizaciones obreras pierden relevancia política. En principio la ceden al empresariado nacional o extranjero, pero éste disgrega su poder con el fraccionamiento de los intereses de los distintos grupos que lo integran. Todo ello dispersa y enfrenta en muchos terrenos el poder económico al político, dificulta la instrumentación de estrategias legitimadoras y de desarrollo al prohijar un clima de incertidumbre que permea a todos los estratos sociales, sin que la mediación correctora de las instituciones democráticas resulte suficiente.
La inseguridad económica no sólo domina la vida de los trabajadores, sino que se convierte en mal crónico de las clases medias con la expansión irrefrenable del desempleo, de la volatilidad en las ocupaciones, de la falta de oportunidades a la población joven, del recorte de derechos sociales, de la intensificación inmisericorde del trabajo. En México, alrededor de 50% de la población padece algún tipo de pobreza; más de la mitad de la fuerza de trabajo se ubica en la informalidad y los salarios reales del sector económico moderno se han reducido al menos una cuarta parte entre 1980 y 2010. Circunstancias que inevitablemente generan descontento, desigualdad y violencia.
Al angostarse los derechos colectivos, se altera brutalmente la distribución de los riesgos sociales. El abandono de las políticas de empleo y las reformas a los sistemas de pensiones, son claros casos de traslación deliberada de riesgos del Estado y las empresas hacia los individuos o los núcleos familiares. La estabilidad de las familias, último reducto de la seguridad social, queda comprometida, además, por fenómenos asociados por el cambio demográfico, la emigración y los divorcios en ascenso.
La seguridad y capacidad inversora del empresariado experimenta erosión, aunque lo económico predomine sobre lo político y lo social. Se encara la competencia de productores en el exterior, las fluctuaciones repetitivas, a veces desastrosas, de los ciclos internacionales, los desórdenes del crimen organizado y la falta de acierto en las políticas públicas. Las oscilaciones de los tipos de cambio, la volatilidad de las cotizaciones de bolsa o los movimientos de las tasas de interés, dificultan e inhiben a la inversión en muchas latitudes. A su vez, el cambio climático, la escasez de recursos hidráulicos, la contaminación, añaden riesgos a los productores.
Las sociedades humanas siempre han debido asumir riesgos, incertidumbre, pero esos fenómenos constituyen, hoy, el meollo de la vida moderna al darse con intensidad sin paralelo, incluida la época de la Revolución Industrial del siglo XVIII. En parte, la inseguridad deriva de las transformaciones instrumentadas en el orden internacional a fin de formar mercados globales que teóricamente favorecerían el crecimiento y la igualdad entre las poblaciones. En sí mismos, esos propósitos son inatacables, no así los modos de alcanzarlos y la magnitud de las consecuencias imprevistas, dañinas, de los cambios reales o ideológicos que les acompañaron y que no supieron anticiparse.
La erradicación del proteccionismo, la extrema movilidad del capital frente a la fijeza de otros factores productivos, altera los equilibrios políticos, en demérito de los trabajadores y a favor de la concentración universal del poder económico. La integración de los mercados financieros en la avanzada de la globalización, acrecienta la eficiencia en el uso de los ahorros. Sin embargo, somete a las economías a contagios desestabilizadores, especulación y a la rápida difusión geográfica de las crisis —recuérdese 2008—, frente a los cuales los instrumentos macroeconómicos universales están poco desarrollados y los nacionales son claramente impotentes.
Surge por igual una nueva división internacional del trabajo integrada por los eslabones multinacionales de las cadenas productivas con intenso outsourcing de la mano de obra que, si bien promueven la competitividad, crean inseguridad en el trabajo y en los abastos de partes y componentes, como lo puso de manifiesto el reciente terremoto del Japón.
En un mundo de poder desequilibrado, de pactos sociales rotos, las paradojas se multiplican: el intento de las empresas por elevar la competitividad mediante la reducción de salarios reales, del empleo y de los derechos laborales, no se limita a reducir costos; daña la equidad en el mercado de trabajo y precipita caídas de la demanda agregada. La importación suele favorecer a los consumidores, pero también causa desindustrialización y desempleo, sobre todo en ausencia de políticas industriales de largo plazo. Alentar la inversión extranjera como medio de allegarse de recursos y tecnologías ha llevado a la extranjerización irrefrenable de las mejores o más estratégicas empresas públicas y privadas, mientras el impulso a actividades productivas nuevas, transformadoras, ha quedado en alto grado como tarea pendiente en nuestro país.
Quiérase o no, el binomio seguridad-inseguridad es una construcción social inevitablemente relacionada con la naturaleza y distribución del poder en toda sociedad. La precariedad de las protecciones sociales casi siempre se concentran en los estratos más débiles, mientras los parapetos protectores suele beneficiar a grupos colocados en el otro extremo de la pirámide económica o política. En nuestro caso, el cambio de modelo económico mermó de raíz el proteccionismo industrial, el de los trabajadores y los derechos colectivos, mientras fortaleció los derechos de la propiedad, de la inversión extranjera y de las libertades del mercado.
Por eso México, Europa o América Latina desgravaron los impuestos a la renta y acentuaron los que recaen sobre el consumo, el trabajo o el petróleo. Asimismo, el Primer Mundo situó los costos de la Gran Recesión de 2008 sobre los hombros de los pensionistas, los contribuyentes, la población endeudada, mientras resguardaron a empresarios, bancos e instituciones financieras, responsables principales de la debacle económica.
Razones análogas explican que derechos colectivos consagrados en la Constitución mexicana —salud, empleo, salarios, vivienda— avancen poco, a empujones legitimadores, mientras la libertad de comercio, la desincorporación de empresas públicas, la estabilidad presupuestaria y de precios haya procedido a ritmos insospechados en la protección de derechos elitistas.
La experiencia nacional caracterizada por lento crecimiento económico, inversión disminuida, informalidad ascendente y derechos colectivos abandonados, tiene secuelas múltiples que van desde los estancamientos legislativos, el desamparo de la pobreza, hasta la impunidad y la vulneración del Estado de derecho, fenómenos todos que restan legitimidad al gobierno y alientan la descomposición social.
Los migrantes, las miles de víctimas de la violencia, los mismos sicarios, lo son porque buscaron esperanzados, desesperados o cínicos algún tipo de seguridad de que carecían. Entonces, la decisión de combatir manu militari la inestabilidad creada por el narcotráfico y el crimen organizado, sin duda, tiene justificación moral y política. Al propio tiempo, no deja de constituir un enfoque simplista llamado al fracaso, ante la diversidad interrelacionada de las causas de la inseguridad política, económica, laboral, civil que atenazan al ciudadano mexicano y al país entero. La crisis de la inseguridad es crisis de nuestra democracia.

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