DAVID IBARRA / EL UNIVERSAL
Las tres finalidades de la política tributaria son las de financiar el gasto público, alterar igualitariamente la distribución del ingreso y promover el desarrollo con menos fluctuaciones cíclicas.
De su lado, las políticas sociales persiguen varios objetivos medulares: acompañar a los procesos de la democratización, creando derechos sociales y políticos como medio de fortalecer la voz y participación ciudadana; servir de instrumento de legitimación de los gobiernos ante los sesgos distributivos y la inseguridad propios de las economías; por último, controlar al mercado de trabajo al hacer depender buena parte de los beneficios de la política social, a la incorporación de la mano de obra a dicho mercado.
Desde la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de la década de los 70 del siglo pasado, la política fiscal se usó como principal herramienta en el sostenimiento de la prosperidad de las naciones y de ampliación de las garantías sociales. Después, con la adopción de los nuevos paradigmas económicos, los fiscos quedaron subordinados al monetarismo con sus objetivos obsesivos de la estabilidad de precios, el gobierno pequeño y la libertad mercantil irrestricta.
A tal efecto, se desgravan los impuestos progresivos a la renta, a las personas y las empresas, mientras se alientan los gravámenes indirectos y las contribuciones a la seguridad social. Directa o indirectamente ello pone trabas al Estado benefactor de los países y curiosamente abre campo a las críticas al mismo, aduciendo razones presupuestarias o desincentivos a la inversión.
Durante las décadas de la prosperidad posbélica, la política tributaria y las erogaciones sociales evolucionaron paralelamente reforzándose entre sí. Gasto público e impuestos elevaron su participación en el producto de los países y aún más intensamente crecieron los presupuestos legitimadores asociados al ensanchamiento de los derechos ciudadanos. Así, entre 1960 y 1975 los principales miembros de la OECD (Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Inglaterra y Estados Unidos) acrecentaron de 12% a 22% la participación del gasto social en el producto.
Con mucho rezago, el mismo fenómeno surge en América Latina, no tanto por influencia a demandas de los trabajadores y de los estratos ciudadanos empobrecidos, sino por la peligrosa reducción de la legitimidad de los gobiernos, atribuible a la reducción del ritmo de desarrollo y del empleo. Así, el gasto social, después de la década perdida de los años 80, se expande de 12% a 18% del producto entre 1990 y 2009.
En esos años, aún con la normalización incompleta de las cifras del gasto social de México, se tensionan severamente a las finanzas públicas. La contradicción nace de que los ingresos tributarios se estancan al nivel bajísimo de 10% del producto, mientras el gasto social sube de 41% a 64% de las recaudaciones del gobierno federal, dejando poco margen a la atención de otras prelaciones. Y eso ocurre cuando todavía se carece de seguro de desempleo, cuando la informalidad se desborda, cuando las coberturas de las pensiones y de los servicios de salud son limitadísimas, cuando faltan ayudas familiares que acompañen a los cambios demográficos y de la incorporación femenina al mercado de trabajo.
La reforma a la embrionaria política social mexicana sigue debatiéndose entre seguir con extrema ortodoxia la ruta neoliberal de transferir al mercado responsabilidades medulares para los cuales está mal preparado, o la de optar, así sea tímidamente, por el camino de la democracia social en busca de la universalización de los derechos, el combate a desigualdad y pobreza, siguiendo criterios solidaristas e igualitarios.
Pese a resultados notoriamente adversos, mucho se ha avanzado en la primera estrategia al privatizar el sistema de pensiones, despreocuparse del empleo, segmentar la educación y los servicios de salud entre instituciones privadas caras y las de carácter público gratuitas o baratas que atienden al grueso de la población. No obstante, han debido hacerse concesiones en respuesta al descontento ciudadano, aunque casi siempre, sin atender la integridad de los problemas. En efecto, ante el avance de la pobreza, se creó el programa Progresa-Oportunidades que, junto a méritos innegables, no se acompaña con políticas de empleo que generen ingresos permanentes a las familias pobres. De la misma manera, se estableció el seguro popular para dar servicios a la población excluida de las principales instituciones de seguridad social. Pero ese avance hacia la universalización de los derechos, no se le dotó con la infraestructura indispensable y sus erogaciones debilitan los presupuestos del IMSS.
Aun así, hoy se intenta profundizar el cambio neoliberal con nueva legislación sobre el trabajo y la organización de asociaciones público-privadas. En cuanto a lo primero, sin compensaciones modernizadoras se quiere flexibilizar las relaciones laborales con la consagración del outsourcing, del trabajo temporal precario, de la reducción del costo del despido o de la limitación al derecho de huelga. Y todo ello sin fortalecer la negociación colectiva, prohibir los contratos de protección, democratizar la vida sindical, contener el deterioro crónico de los salarios, abatir el desempleo o universalizar verdaderamente los accesos a los servicios de salud. Ganar competitividad no reside simplemente en abatir salarios.
En el caso de las asociaciones público-privadas, aduciendo restricciones presupuestarias, se quiere auspiciar la participación empresarial en más programas del sector gubernamental. En rigor, se trata de semiprivatizar entre otros, los servicios sociales con prácticas seguidas en las obras públicas, las pensiones, los abastos de energía eléctrica y de agua potable. Aparte de evadir las soluciones de fondo —reforma fiscal y política social autónoma—, la iniciativa tendería a entregar proyectos de rentabilidad probada, sin riesgo, a las asociaciones privatizadoras.
Dadas las limitaciones gerenciales, financieras y técnicas del sector privado nacional —sus recursos, como los del sector público, no son infinitos—, ello lo induciría a despreocuparse, a no invertir, en el desarrollo de actividades nuevas, indispensables, para completar el entramado desarrollista de la producción y de los servicios del país y salir del cuasi estancamiento crónico de la economía. ¿No sería ya hora de aprender de nuestros fracasos?
Las tres finalidades de la política tributaria son las de financiar el gasto público, alterar igualitariamente la distribución del ingreso y promover el desarrollo con menos fluctuaciones cíclicas.
De su lado, las políticas sociales persiguen varios objetivos medulares: acompañar a los procesos de la democratización, creando derechos sociales y políticos como medio de fortalecer la voz y participación ciudadana; servir de instrumento de legitimación de los gobiernos ante los sesgos distributivos y la inseguridad propios de las economías; por último, controlar al mercado de trabajo al hacer depender buena parte de los beneficios de la política social, a la incorporación de la mano de obra a dicho mercado.
Desde la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de la década de los 70 del siglo pasado, la política fiscal se usó como principal herramienta en el sostenimiento de la prosperidad de las naciones y de ampliación de las garantías sociales. Después, con la adopción de los nuevos paradigmas económicos, los fiscos quedaron subordinados al monetarismo con sus objetivos obsesivos de la estabilidad de precios, el gobierno pequeño y la libertad mercantil irrestricta.
A tal efecto, se desgravan los impuestos progresivos a la renta, a las personas y las empresas, mientras se alientan los gravámenes indirectos y las contribuciones a la seguridad social. Directa o indirectamente ello pone trabas al Estado benefactor de los países y curiosamente abre campo a las críticas al mismo, aduciendo razones presupuestarias o desincentivos a la inversión.
Durante las décadas de la prosperidad posbélica, la política tributaria y las erogaciones sociales evolucionaron paralelamente reforzándose entre sí. Gasto público e impuestos elevaron su participación en el producto de los países y aún más intensamente crecieron los presupuestos legitimadores asociados al ensanchamiento de los derechos ciudadanos. Así, entre 1960 y 1975 los principales miembros de la OECD (Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Inglaterra y Estados Unidos) acrecentaron de 12% a 22% la participación del gasto social en el producto.
Con mucho rezago, el mismo fenómeno surge en América Latina, no tanto por influencia a demandas de los trabajadores y de los estratos ciudadanos empobrecidos, sino por la peligrosa reducción de la legitimidad de los gobiernos, atribuible a la reducción del ritmo de desarrollo y del empleo. Así, el gasto social, después de la década perdida de los años 80, se expande de 12% a 18% del producto entre 1990 y 2009.
En esos años, aún con la normalización incompleta de las cifras del gasto social de México, se tensionan severamente a las finanzas públicas. La contradicción nace de que los ingresos tributarios se estancan al nivel bajísimo de 10% del producto, mientras el gasto social sube de 41% a 64% de las recaudaciones del gobierno federal, dejando poco margen a la atención de otras prelaciones. Y eso ocurre cuando todavía se carece de seguro de desempleo, cuando la informalidad se desborda, cuando las coberturas de las pensiones y de los servicios de salud son limitadísimas, cuando faltan ayudas familiares que acompañen a los cambios demográficos y de la incorporación femenina al mercado de trabajo.
La reforma a la embrionaria política social mexicana sigue debatiéndose entre seguir con extrema ortodoxia la ruta neoliberal de transferir al mercado responsabilidades medulares para los cuales está mal preparado, o la de optar, así sea tímidamente, por el camino de la democracia social en busca de la universalización de los derechos, el combate a desigualdad y pobreza, siguiendo criterios solidaristas e igualitarios.
Pese a resultados notoriamente adversos, mucho se ha avanzado en la primera estrategia al privatizar el sistema de pensiones, despreocuparse del empleo, segmentar la educación y los servicios de salud entre instituciones privadas caras y las de carácter público gratuitas o baratas que atienden al grueso de la población. No obstante, han debido hacerse concesiones en respuesta al descontento ciudadano, aunque casi siempre, sin atender la integridad de los problemas. En efecto, ante el avance de la pobreza, se creó el programa Progresa-Oportunidades que, junto a méritos innegables, no se acompaña con políticas de empleo que generen ingresos permanentes a las familias pobres. De la misma manera, se estableció el seguro popular para dar servicios a la población excluida de las principales instituciones de seguridad social. Pero ese avance hacia la universalización de los derechos, no se le dotó con la infraestructura indispensable y sus erogaciones debilitan los presupuestos del IMSS.
Aun así, hoy se intenta profundizar el cambio neoliberal con nueva legislación sobre el trabajo y la organización de asociaciones público-privadas. En cuanto a lo primero, sin compensaciones modernizadoras se quiere flexibilizar las relaciones laborales con la consagración del outsourcing, del trabajo temporal precario, de la reducción del costo del despido o de la limitación al derecho de huelga. Y todo ello sin fortalecer la negociación colectiva, prohibir los contratos de protección, democratizar la vida sindical, contener el deterioro crónico de los salarios, abatir el desempleo o universalizar verdaderamente los accesos a los servicios de salud. Ganar competitividad no reside simplemente en abatir salarios.
En el caso de las asociaciones público-privadas, aduciendo restricciones presupuestarias, se quiere auspiciar la participación empresarial en más programas del sector gubernamental. En rigor, se trata de semiprivatizar entre otros, los servicios sociales con prácticas seguidas en las obras públicas, las pensiones, los abastos de energía eléctrica y de agua potable. Aparte de evadir las soluciones de fondo —reforma fiscal y política social autónoma—, la iniciativa tendería a entregar proyectos de rentabilidad probada, sin riesgo, a las asociaciones privatizadoras.
Dadas las limitaciones gerenciales, financieras y técnicas del sector privado nacional —sus recursos, como los del sector público, no son infinitos—, ello lo induciría a despreocuparse, a no invertir, en el desarrollo de actividades nuevas, indispensables, para completar el entramado desarrollista de la producción y de los servicios del país y salir del cuasi estancamiento crónico de la economía. ¿No sería ya hora de aprender de nuestros fracasos?
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