miércoles, 20 de abril de 2011

NOMBRES Y APELLIDOS, ALMAS Y BIOGRAFÍAS

Mauricio Merino / El Universal

No sé si alguien conoce la historia completa y puede identificar plenamente las causas, pero estoy seguro de que hubo un momento en que algo se salió de control y la violencia se convirtió en el signo ya inexcusable de nuestros tiempos. Nos dicen que ya sucedía y que antes era todavía peor. Nos aseguran que los cambios han ocurrido más bien en la valentía con la que el Gobierno de la República ha enfrentado el problema y en la publicidad mundial que ha tenido. Pero el hecho es que la violencia sigue creciendo, que las elecciones del 2012 se acercan como signo ominoso y que no hay ningún atisbo de paz a la vista.
Comprendo que es un problema de muchas aristas, cuya solución exige mucho más de lo que cualquier otra política pública necesitaría para verse colmada. En ésta se juega la viabilidad del Estado y la vida de quienes se atreven a formar parte de la cadena de operaciones para enfrentar a los criminales. Y es, de lejos, mucho más que una intervención habitual del gobierno en cualquier otro tema -incluyendo los más espinosos y delicados- pues en éste se entrelaza la justicia con la templanza y la eficacia con los derechos humanos. Es una política pública, pero es también una guerra y una condición de sobrevivencia política. Todo a la vez.
Sin embargo, ninguna política pública tiene éxito sin una teoría de entrada capaz de explicar las causas del problema que quiere atender, y ninguna prospera más allá de la retórica de la acción si no logra distinguir entre esas causas y los efectos de la situación que quiere cambiar. He aquí uno de los mayores desafíos del Estado contemporáneo: Seleccionar problemas fundamentales para la sociedad y actuar sobre las razones que los generan, mientras intenta paliar sus efectos más inmediatos con los recursos escasos que tiene a su alcance. Y a sabiendas de que la simpatía que puede ganar temporalmente si sólo actúa sobre los efectos se revertirá tan pronto como las causas desatendidas vuelvan a aflorar sobre los problemas planteados.
Por eso pienso que la violencia que estamos sufriendo es producto de causas que no están siendo atendidas y, probablemente, ni siquiera están siendo entendidas. No creo que sea el costo inexorable de esta guerra sin enemigos precisos que se reproducen a sí mismos todos los días y sin victorias dignas de celebrarse. Es algo más grave que eso: Es una ruptura brutal de las relaciones sociales, del respeto más elemental por la vida, del sentido de convivencia, de la identidad compartida. La violencia se desató por la guerra incivil en la que estamos metidos, pero también responde a sus propias causas. Y es algo más que un puñado de estadísticas sobre muertos, levantados, desaparecidos, bandas de criminales y acciones heroicas de las Fuerzas Armadas.
La violencia es una espiral que se reproduce y se justifica a sí misma, especialmente cuando los seres humanos desaparecen tras la frialdad de los números, la mecánica de las fuerzas del orden, las estructuras y los sistemas de los criminales y del Estado. Y mientras más crece, más invisibles son los nombres, el alma y las biografías de las víctimas y los victimarios.
Un muerto en la dinámica impuesta por la violencia es un dato y no una vida truncada, un listado de amores vacíos, una promesa incumplida, una esperanza, una historia. Del mismo modo que alguien dispuesto a matar y a seguir matando es, a la vez, un ser humano fallido: El producto de una biografía y de una situación que han cancelado todas las opciones de convivencia pacífica. Algo que, de conservar alguna conciencia común, debería llamarnos a la vergüenza y la indignación colectivas, pues no sólo pierde la vida quien muere, sino quien mata para seguir viviendo.
Nos haríamos un gran favor si comenzáramos a documentar quiénes son todos los muertos y a conocer sus nombres y biografías, de todos los bandos y en todas las circunstancias, pues todos fueron seres humanos, todos soñaron alguna vez el futuro, todos imaginaron que su país podía darles algo más que una muerte violenta. Víctimas y victimarios tuvieron nombres, almas y biografías. No fueron ni quisieron ser números, ni prejuicios, ni argumentos para seguirnos matando. Todos ellos representan los peores efectos de la violencia -¿qué puede ser peor que la muerte?- y la mejor explicación de las causas que la han generado. Entender esas vidas truncadas ayudaría a entender también el origen de las razones que las truncaron. Seguirle la pista a la vida y no a la muerte, para darnos la oportunidad de volver a vivir.

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