Una de las peores cosas que han pasado en México en los últimos años es que nos hemos ido acostumbrando poco a poco a ver tragedias de una magnitud humana imposible de describir.
Cuando aparecieron los primeros descabezados o los primeros colgados en los puentes sentimos una profunda angustia y se hizo un pequeño escándalo en los medios de comunicación. Actualmente casi nada nos impresiona. Escuchamos la cifra de ejecutados del día anterior como si fuera parte de nuestra dieta.
Ha sido tanto el dolor que hemos visto por todos los medios de información y que han pasado tantos millones de familias mexicanas, que buscamos protegernos un poco a través del conformismo o la resignación.
Pero con todo y esa dosis de anestesia social, es imposible no conmoverse con el descubrimiento de las fosas comunes en el municipio de San Fernando, Tamaulipas. Los datos que fluyeron en los días pasados con cuentagotas permiten trazar un mapa del horror más absoluto y de la violencia más abyecta.
Varios de los cadáveres encontrados en las distintas fosas comunes de Tamaulipas presentaban hundimiento de cráneo, lo que —según los forenses que los analizaron— significa que los habían matado a mazazos. Es difícil contener la rabia y la desesperación cuando uno imagina la escena del verdugo, despojado por completo de cualquier rastro de humanidad, dejando caer el mazo encima de una cabeza y luego de otra, hasta completar su macabra serie de homicidios.
Duele también ver la angustia en los rostros de las personas que acuden a preguntar si los cadáveres encontrados son de sus hijos o hermanos. Ya no guardan mayores esperanzas, pero buscan al menos el consuelo de poder darles sepultura, de tener un lugar al que acudir a rezarles o a depositarles unas flores. No quieren más que acompañar sus huesos hacia su última morada, para que no queden por siempre enterrados junto a sus compañeros de desgracia, en una fosa común que lo mismo podría haber alojado restos de animales o cualquier otro despojo.
¿Qué hemos hecho mal como sociedad para permitir que ese horror se haya producido? ¿Qué tipo de educación le estamos dando a nuestros jóvenes para que, en el límite del terror y la desesperanza, hayan decidido tener destinos como el del Pozolero o como los asesinos de Tamaulipas?
Podríamos caer en el simplismo de pensar que la culpa la tiene el gobierno (así en general, para no entrar en detalles sobre si la principal responsabilidad es de la Federación o de los estados y municipios), pero estaríamos obviando la evidente responsabilidad que recae en todos nosotros. Cuando una sociedad es capaz de permitir que en su interior se reproduzcan conductas que encarnan el mal absoluto, la culpa no puede quedar restringida al gobierno.
Es como si los alemanes dijeran que toda la responsabilidad por el Holocausto la tuvo personalmente Hitler, cuando lo cierto es que muchos de ellos participaron —por acción o por omisión— en el suceso más estremecedor y lamentable del siglo XX, sólo equiparable a las dos bombas atómicas que Estados Unidos tiró sobre territorio japonés en Hiroshima y Nagasaki.
No me pasa por alto que no estamos ni siquiera cerca del número de muertos que se produjeron durante la locura nazista, pero lo que me preocupa es el salvajismo, la maldad con la que nos estamos viendo obligados a convivir.
Quienes tengan hijos menores de edad compartirán seguramente conmigo la vergüenza de tener que explicarles lo que significan esas horribles noticias de las que se enteran a través de los medios de comunicación. ¿Qué pensarán ellos al enterarse de que sus mayores han permitido un estado de degradación tan grande e incomprensible de su país? ¿Qué esperanzas pueden albergar en el futuro de una nación que permite el asesinato masivo a golpes de mazo o que no sabe impedir que a centenares de personas se les disuelva en ácido para desaparecer sus restos?
Estamos viendo lo que espero que sean los años más duros de un proceso de degradación social e institucional muy grave y profundo. Ojalá tengamos la entereza de rescatar a nuestro gran país, que no merece que sus niños crezcan viendo tantas tragedias, que no merece que tantas madres y padres hayan visto morir a sus hijos, que no merece tanta sangre regada en nuestras calles. Debemos rescatar a México del horror absoluto que nos envuelve y que amenaza la viabilidad de toda la nación. No hay espacio para ningún tipo de claudicación ni duda. México será en el futuro lo que nosotros comencemos a construir desde hoy mismo. Por eso no debemos demorarnos más.
Cuando aparecieron los primeros descabezados o los primeros colgados en los puentes sentimos una profunda angustia y se hizo un pequeño escándalo en los medios de comunicación. Actualmente casi nada nos impresiona. Escuchamos la cifra de ejecutados del día anterior como si fuera parte de nuestra dieta.
Ha sido tanto el dolor que hemos visto por todos los medios de información y que han pasado tantos millones de familias mexicanas, que buscamos protegernos un poco a través del conformismo o la resignación.
Pero con todo y esa dosis de anestesia social, es imposible no conmoverse con el descubrimiento de las fosas comunes en el municipio de San Fernando, Tamaulipas. Los datos que fluyeron en los días pasados con cuentagotas permiten trazar un mapa del horror más absoluto y de la violencia más abyecta.
Varios de los cadáveres encontrados en las distintas fosas comunes de Tamaulipas presentaban hundimiento de cráneo, lo que —según los forenses que los analizaron— significa que los habían matado a mazazos. Es difícil contener la rabia y la desesperación cuando uno imagina la escena del verdugo, despojado por completo de cualquier rastro de humanidad, dejando caer el mazo encima de una cabeza y luego de otra, hasta completar su macabra serie de homicidios.
Duele también ver la angustia en los rostros de las personas que acuden a preguntar si los cadáveres encontrados son de sus hijos o hermanos. Ya no guardan mayores esperanzas, pero buscan al menos el consuelo de poder darles sepultura, de tener un lugar al que acudir a rezarles o a depositarles unas flores. No quieren más que acompañar sus huesos hacia su última morada, para que no queden por siempre enterrados junto a sus compañeros de desgracia, en una fosa común que lo mismo podría haber alojado restos de animales o cualquier otro despojo.
¿Qué hemos hecho mal como sociedad para permitir que ese horror se haya producido? ¿Qué tipo de educación le estamos dando a nuestros jóvenes para que, en el límite del terror y la desesperanza, hayan decidido tener destinos como el del Pozolero o como los asesinos de Tamaulipas?
Podríamos caer en el simplismo de pensar que la culpa la tiene el gobierno (así en general, para no entrar en detalles sobre si la principal responsabilidad es de la Federación o de los estados y municipios), pero estaríamos obviando la evidente responsabilidad que recae en todos nosotros. Cuando una sociedad es capaz de permitir que en su interior se reproduzcan conductas que encarnan el mal absoluto, la culpa no puede quedar restringida al gobierno.
Es como si los alemanes dijeran que toda la responsabilidad por el Holocausto la tuvo personalmente Hitler, cuando lo cierto es que muchos de ellos participaron —por acción o por omisión— en el suceso más estremecedor y lamentable del siglo XX, sólo equiparable a las dos bombas atómicas que Estados Unidos tiró sobre territorio japonés en Hiroshima y Nagasaki.
No me pasa por alto que no estamos ni siquiera cerca del número de muertos que se produjeron durante la locura nazista, pero lo que me preocupa es el salvajismo, la maldad con la que nos estamos viendo obligados a convivir.
Quienes tengan hijos menores de edad compartirán seguramente conmigo la vergüenza de tener que explicarles lo que significan esas horribles noticias de las que se enteran a través de los medios de comunicación. ¿Qué pensarán ellos al enterarse de que sus mayores han permitido un estado de degradación tan grande e incomprensible de su país? ¿Qué esperanzas pueden albergar en el futuro de una nación que permite el asesinato masivo a golpes de mazo o que no sabe impedir que a centenares de personas se les disuelva en ácido para desaparecer sus restos?
Estamos viendo lo que espero que sean los años más duros de un proceso de degradación social e institucional muy grave y profundo. Ojalá tengamos la entereza de rescatar a nuestro gran país, que no merece que sus niños crezcan viendo tantas tragedias, que no merece que tantas madres y padres hayan visto morir a sus hijos, que no merece tanta sangre regada en nuestras calles. Debemos rescatar a México del horror absoluto que nos envuelve y que amenaza la viabilidad de toda la nación. No hay espacio para ningún tipo de claudicación ni duda. México será en el futuro lo que nosotros comencemos a construir desde hoy mismo. Por eso no debemos demorarnos más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario