miércoles, 27 de abril de 2011

DESALMADO CAPITAL

Santos Julia / El País
Parece como si sonara a nuevo: que los gobiernos no son ya depositarios de la soberanía nacional, sino meros ejecutores de órdenes que emanan de los centros del poder financiero; que los políticos han sucumbido ante las exigencias del capital, llamado ahora los mercados; que es preciso despertar y mostrar la rabia y el enojo a plena luz del día, en la calle; que hay que recuperar la autonomía de la acción política frente a los mandatos de poderes económicos.
Parece nuevo, pero a quien se haya dado una vuelta por el siglo XIX toda esta literatura le tiene que sonar más que familiar, pura rutina. Nadie expresó con más fuerza la confusa relación simbiótica entre poder del Estado y poder del capital que Karl Marx cuando atribuyó a una “superstición política” la ilusión de que “el Estado debe mantener ligada la vida burguesa, cuando en realidad es la vida burguesa la que mantiene ligada la cohesión del Estado”. Una superstición política, a eso se reduce creer que, ahora como en tiempos pasados, Estado y capital fueron o sean entes autónomos, cada uno con una esfera propia de actuación.
Lo nuevo hoy, como hemos comprobado en nuestras propias carnes, no es que el Estado venga en ayuda del capital; lo nuevo es que el capital ya no se personifica en la burguesía que inspiró al Viejo Topo su memorable canto. Aquella burguesía, que tuvo su origen en el frío cálculo racional de raíz calvinista, acabó por descubrir que era de su interés elevar el nivel de consumo del proletariado, favorecer la extensión de las clases medias y sostener la capacidad fiscal del Estado para producir bienes públicos. Mal que bien, después de la catástrofe de las dos guerras mundiales, esa burguesía, con su cohorte de aliados, se entendió con la clase obrera devenida socialdemócrata para mantener el llamado Estado de bienestar.
Pero esa burguesía ha desaparecido: en el desolador documento que es Inside Job no aparece ningún burgués, ningún propietario de medios de producción. Todos, desde el profesor de Harvard hasta el secretario de Economía de Obama, son profesionales de las finanzas; aparte del yate y de la mansión, ninguno es propietario más que del arte de fabricar unos papeles que no son ya dinero, ni crean dinero, pero de los que ellos se valen para nadar en montañas de dinero. Tipos más bien miserables, sin más pasión que la de colocar en el mercado sus productos-basura y… lamentar ante un comité de congresistas haber dejado el rastro de sus fechorías en un e-mail.
¿La diferencia con la burguesía? Entre otras, que cuando Ford fabricaba un coche, allí estaba el coche, nuevecito, reluciente, listo para ser adquirido por el obrero que lo había fabricado y circular por grandes autopistas. Pero cuando estos fabricantes de humo lanzan alguno de sus imaginativos productos al mercado, no hay nada detrás excepto codicia y rapiña; cuanto más basura sea el producto, más dinero apañan, como demuestra el analista financiero de Inside Job cuando presume de la bonita suma de dólares que se ha llevado al talego por plagiar un deleznable informe elaborado por un banco islandés.
Aquella en otro tiempo clase dominante tenía, a pesar de la racionalidad de sus cálculos, un alma, una pasión, la de crear riqueza, abandonando a la mano invisible del mercado el cuidado de repartirla; cuando el mercado reventó, se avino a que el Estado asumiera la función de gran redistribuidor. Por supuesto, seguía siendo una superstición política creer que el Estado se había vuelto autónomo en su relación con el capital; pero resultó una superstición provechosa, tanto para la burguesía como para el Estado y para quienes se beneficiaron de su papel redistributivo.
La nueva clase financiera, sin embargo, es desalmada: no bien el Estado ha acudido a su rescate y ya vuelve a repartirse, sobre las ruinas provocadas por ella misma, los millones de dólares como si aquí no hubiera pasado nada. Y si la vieja burguesía hubo de avenirse a un compromiso, es claro que a esta nueva clase el Estado no sabe o no puede protegerla de su propia codicia; no le queda más opción que destruirla. Pero cómo y quién pondrá el cascabel a un gato capaz de arrastrar en su caída a todo el sistema financiero es cosa que necesitaría de otro Viejo Topo para poner en claro. Y no es el menor de los éxitos de quienes circulan por las gélidas entrañas del desalmado mundo del capital financiero haber cegado todas las galerías que daban cobijo a las pobres crías de los viejos topos

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