León Bendesky / La Jornada
No sirven ya de nada los argumentos, explicaciones y discursos que se hacen para tratar el resquebrajamiento social de este país provocado por la violencia.
No es admisible estar sometidos como personas y como ciudadanos al cruento espectáculo de la muerte sin ton sin son, a la exhibición cotidiana de la barbarie en muy distintas formas, a la sofisticación del mal.
No hay contrapeso para la indefensión a la que está sometida la gente debido a la impunidad reinante. La violencia y el crimen están cerrando el círculo cada vez más en torno a cada uno de nosotros.
No hay lugar para la ilusión, tampoco para quienes pretenden tamizar la intensidad y el significado profundo de lo que está pasando. Cualquier expresión en este sentido contribuye aún más al peligro en el que vivimos. Es una irresponsabilidad.
No significa nada que en otros lugares la situación sea peor. Nunca mejor que a ese planteamiento puede aplicarse el dicho de que "mal de muchos consuelo de tontos" (o como quieran ustedes llamarlos).
Es que creen que puede crearse un "violentómetro" y medir hasta dónde nos llega el nivel como país y como individuos, y cuando nos llegue al cuello qué nos quedará por hacer. En este sentido los términos relativos son irrelevantes. Ésta, la de aquí, la que nos sofoca, es específica y verdadera; crece sin contención al tiempo que se reducen los espacios para resguardarse.
La demanda de ¡ya basta!, lanzada de nuevo indica el grado de la frustración y el miedo que existen. También muestra la desprotección de la integridad física –sin la cual queda poco– y el derrumbe de los derechos esenciales que norman la vida colectiva.
Este no puede ser un llamado en abstracto. A alguien tiene que estar dirigido y de preferencia alguien que asuma su responsabilidad.
Decírselo a los criminales parece un acto de desesperación que puede ser comprensible. Pero no se puede, a todas luces, esperar que haya algún oído receptivo. No es posible encararse con un ¡ya basta! a quienes se les ha cedido el terreno de la impunidad y de la corrupción, a quienes hoy por hoy tienen el control de la dinámica del conflicto y lucran con él.
Las demandas de los ciudadanos en un caso extremo como el de la inseguridad sólo puede hacerse al gobierno. Éste es el responsable último. Y si hoy resulta que en los niveles municipal, estatal y federal no se puede más que reconocer la incapacidad y con ella la exacerbación de la violencia, entonces reconozcamos abiertamente que la crisis se ahonda a medida que el poder del Estado se reduce frente al de los criminales. Ese Estado nos puede enfrentar a los ciudadanos con los criminales en situación de desventaja, no puede tampoco desoír lo que la gente quiere.
No hay muestras fehacientes de que las medidas que se están aplicando desde hace más de cuatro años tengan resultados efectivos. Hay una lógica de la producción y la reproducción del crimen, la violencia y la inseguridad y no hay, en cambio, indicios claros de que ella se esté transformando, por más que así se sostenga.
Sigamos preguntando y de modo cada vez más abierto qué significa vivir en medio de un constante y creciente miedo, sigamos pensando con más tino crítico cuáles son los límites de la decadencia, cómo es que se revierte la degradación y si esto finalmente puede hacerse, en qué condiciones habrá quedado esta sociedad.
No es admisible salir a la calle con miedo de ser robado, secuestrado o asesinado. No es aceptable pagar una renta a la delincuencia para poder trabajar. No es tolerable recibir llamadas de amenazas en nuestras propias casas (muchas de ellas salen incluso de las cárceles) y ver cercenado el entorno de la vida privada, un refugio que debe ser inquebrantable.
La sociedad carga un peso enorme como receptora de los efectos de las actividades criminales y de la violencia. También lo tiene como impulsora última de un cambio en esta condición. En esto puede haber acuerdo; mucho más difícil es hacerlo efectivo, propiciar una transformación. Esto pone en evidencia aspectos esenciales de la organización política existente, del sentido de la democracia trunca que hay y de la relación entre los ciudadanos y quienes gobiernan, legislan, imparten justicia y deben proveer seguridad. El esquema existente está roto.
No cabe decir que la violencia repercute adversamente en la actividad económica sólo en algunos lugares del país. ¿Habrá que esperar a que lo haga en todas partes? Parece que importa que no suceda donde la producción crece y se puede mostrar en los registros oficiales como una consecuencia de las políticas públicas. Así se exhiben los espejismos que hay en la forma convencional de pensar.
No hay lugar para la nostalgia que es a veces una forma de escapismo. Este país se ha ido desfondado en términos de la cohesión social. La violencia económica como la insuficiencia del crecimiento, el desempleo, la falta de oportunidades y la desigualdad también es real y no está disociada del entorno general de una violencia desatada y una inseguridad rampante.
Reconozco que este No que aquí expongo expresa frustración e impotencia.
No sirven ya de nada los argumentos, explicaciones y discursos que se hacen para tratar el resquebrajamiento social de este país provocado por la violencia.
No es admisible estar sometidos como personas y como ciudadanos al cruento espectáculo de la muerte sin ton sin son, a la exhibición cotidiana de la barbarie en muy distintas formas, a la sofisticación del mal.
No hay contrapeso para la indefensión a la que está sometida la gente debido a la impunidad reinante. La violencia y el crimen están cerrando el círculo cada vez más en torno a cada uno de nosotros.
No hay lugar para la ilusión, tampoco para quienes pretenden tamizar la intensidad y el significado profundo de lo que está pasando. Cualquier expresión en este sentido contribuye aún más al peligro en el que vivimos. Es una irresponsabilidad.
No significa nada que en otros lugares la situación sea peor. Nunca mejor que a ese planteamiento puede aplicarse el dicho de que "mal de muchos consuelo de tontos" (o como quieran ustedes llamarlos).
Es que creen que puede crearse un "violentómetro" y medir hasta dónde nos llega el nivel como país y como individuos, y cuando nos llegue al cuello qué nos quedará por hacer. En este sentido los términos relativos son irrelevantes. Ésta, la de aquí, la que nos sofoca, es específica y verdadera; crece sin contención al tiempo que se reducen los espacios para resguardarse.
La demanda de ¡ya basta!, lanzada de nuevo indica el grado de la frustración y el miedo que existen. También muestra la desprotección de la integridad física –sin la cual queda poco– y el derrumbe de los derechos esenciales que norman la vida colectiva.
Este no puede ser un llamado en abstracto. A alguien tiene que estar dirigido y de preferencia alguien que asuma su responsabilidad.
Decírselo a los criminales parece un acto de desesperación que puede ser comprensible. Pero no se puede, a todas luces, esperar que haya algún oído receptivo. No es posible encararse con un ¡ya basta! a quienes se les ha cedido el terreno de la impunidad y de la corrupción, a quienes hoy por hoy tienen el control de la dinámica del conflicto y lucran con él.
Las demandas de los ciudadanos en un caso extremo como el de la inseguridad sólo puede hacerse al gobierno. Éste es el responsable último. Y si hoy resulta que en los niveles municipal, estatal y federal no se puede más que reconocer la incapacidad y con ella la exacerbación de la violencia, entonces reconozcamos abiertamente que la crisis se ahonda a medida que el poder del Estado se reduce frente al de los criminales. Ese Estado nos puede enfrentar a los ciudadanos con los criminales en situación de desventaja, no puede tampoco desoír lo que la gente quiere.
No hay muestras fehacientes de que las medidas que se están aplicando desde hace más de cuatro años tengan resultados efectivos. Hay una lógica de la producción y la reproducción del crimen, la violencia y la inseguridad y no hay, en cambio, indicios claros de que ella se esté transformando, por más que así se sostenga.
Sigamos preguntando y de modo cada vez más abierto qué significa vivir en medio de un constante y creciente miedo, sigamos pensando con más tino crítico cuáles son los límites de la decadencia, cómo es que se revierte la degradación y si esto finalmente puede hacerse, en qué condiciones habrá quedado esta sociedad.
No es admisible salir a la calle con miedo de ser robado, secuestrado o asesinado. No es aceptable pagar una renta a la delincuencia para poder trabajar. No es tolerable recibir llamadas de amenazas en nuestras propias casas (muchas de ellas salen incluso de las cárceles) y ver cercenado el entorno de la vida privada, un refugio que debe ser inquebrantable.
La sociedad carga un peso enorme como receptora de los efectos de las actividades criminales y de la violencia. También lo tiene como impulsora última de un cambio en esta condición. En esto puede haber acuerdo; mucho más difícil es hacerlo efectivo, propiciar una transformación. Esto pone en evidencia aspectos esenciales de la organización política existente, del sentido de la democracia trunca que hay y de la relación entre los ciudadanos y quienes gobiernan, legislan, imparten justicia y deben proveer seguridad. El esquema existente está roto.
No cabe decir que la violencia repercute adversamente en la actividad económica sólo en algunos lugares del país. ¿Habrá que esperar a que lo haga en todas partes? Parece que importa que no suceda donde la producción crece y se puede mostrar en los registros oficiales como una consecuencia de las políticas públicas. Así se exhiben los espejismos que hay en la forma convencional de pensar.
No hay lugar para la nostalgia que es a veces una forma de escapismo. Este país se ha ido desfondado en términos de la cohesión social. La violencia económica como la insuficiencia del crecimiento, el desempleo, la falta de oportunidades y la desigualdad también es real y no está disociada del entorno general de una violencia desatada y una inseguridad rampante.
Reconozco que este No que aquí expongo expresa frustración e impotencia.
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