Orlando Delgado Selley / Proceso
Con apenas unos días de diferencia, el Banco Central Europeo (BCE) y la Reserva Federal estadunidense (Fed) han instrumentado medidas monetarias distintas. Frente al incremento de los precios de los energéticos y de otras materias primas, el banco europeo decidió aumentar la tasa de interés de referencia en medio punto porcentual, a más de 2.1% anual, en tanto que la Fed de Bernanke mantuvo sin cambio sus tasas, entre 0 y 0.25% anual, y advirtió que permanecerán en esos niveles durante “un período prolongado”.
Los banqueros centrales europeos piensan que esos incrementos de precios en bienes comerciables constituyen presiones inflacionarias que es preciso detener, mientras que los banqueros centrales estadunidenses sostienen que son eminentemente transitorios de modo que no hay razón para modificar su postura monetaria.
Unos dicen que tiene que actuarse y otros dicen exactamente lo contrario. Entienden distinto los fenómenos y, en consecuencia, deciden actuar en sentidos diferentes.
Pero, además, hay una manera de razonar que atiende a consideraciones de otro orden. La Fed tiene un mandato doble: mantener bajos los niveles de inflación, pero siempre que sean compatibles con bajas tasas de desempleo.
El BCE, acorde con la ortodoxia imperante en el momento de su creación --que impuso el banco central alemán--, tiene un objetivo único: controlar la inflación. Esta importante diferencia de propósitos lleva a actuaciones que toman en consideración factores distintos.
Europa enfrenta desde hace un año intensas presiones de los “mercados”, que se han expresado en el incremento del pago exigido para comprar los bonos gubernamentales que emiten los países de la periferia europea (Grecia, Irlanda, Portugal y España).
Este encarecimiento del costo de su deuda provocó que se complicaran sus presupuestos, creando un riesgo de impago que, de nueva cuenta, elevó los intereses. En pocas semanas se creó la posibilidad de insolvencia, provocando que la Unión Europea (UE) constituyera un fondo que permitiera rescatarlos dotándolos de los recursos necesarios para pagar sus obligaciones de corto plazo.
La contraparte de esos rescates fue que esos gobiernos instrumentasen medidas para frenar el gasto público con fines sociales, liberando presupuesto para pagar los intereses. El planteo formal sostenido por las autoridades de la Unión era que necesitaban reducir el déficit de sus finanzas públicas, lo que a mediano plazo disminuiría las necesidades de endeudamiento y, en consecuencia, permitiría recuperar la sostenibilidad financiera, sin importar que se cancelaran programas sociales, que las ayudas a desempleados se redujesen y obligando a mayores años de cotización para lograr una pensión completa.
Naturalmente esta política ha impactado los niveles de actividad económica. Por eso se espera que en la zona del euro, en este 2011, el PIB apenas crezca 1.6%. Este magro resultado es alarmante si se compara con la fuerte caída de 4.1% de 2009.
Aunque lo más alarmante, en realidad, no es este resultado que habla de economías cuasi estancadas, sino que la crisis provocó despidos generalizados y afectaciones significativas a los niveles de vida.
A eso hay que sumar los problemas de las economías europeas que crecían generando muy pocos empleos adicionales. Incluso en los años de auge, 2003-2007, en Europa los jóvenes en edad y condiciones de incorporarse al mercado de trabajo no lograban ocuparse.
La crisis elevó drásticamente los niveles de desempleo alcanzando tasas mayores a 10% y, en algunos casos, como el de España, de 20%, en donde dramáticamente entre los jóvenes las tasas de desempleo duplicaban las generales.
En Estados Unidos, por su parte, principal economía golpeada por la crisis con una caída de su PIB de -2.6% en 2009, la recesión se detuvo a mediados de 2010, logrando un resultado positivo de 2.8%.
Sin embargo, este repunte de su economía no logró detener la destrucción del empleo, de modo que llegaron a una tasa de desempleo de 10%. A fines de 2010, en los pronósticos se esperaba que para 2011 la economía lograse un crecimiento de 2.8%, pero se preveía que se mantendrían altos niveles de desempleo.
Frente a este escenario, la Fed se propuso actuar para tratar de estimular la creación de nuevos empleos. En consecuencia, tomó la decisión de inyectarle 600 mil millones de dólares a su economía para estimular la actividad productiva. Esta política fue denominada como “relajación cuantitativa” --quantitative easing--, ya que la política monetaria hacía que los mercados estuviesen menos restringidos. La decisión de la Fed contrastaba con lo que se proponía el banco central europeo, que planteaba que lo principal era reducir el déficit fiscal y la deuda pública.
Esta diferencia de opiniones se ha extendido al ámbito de la decisión de las políticas públicas. En Europa se ha impuesto la visión de que frente al dilema de mantener estímulos al crecimiento o dedicarse enteramente a las finanzas públicas, los gobiernos, independientemente de su signo ideológico, han optado por la austeridad fiscal. En Estados Unidos, la victoria de los republicanos en las pasadas elecciones ha impuesto en la agenda pública el control presupuestal por el lado del gasto.
La gran diferencia ha sido contar con un banco central que tiene que ocuparse de la inflación y el desempleo y que lo ha estado haciendo. Los europeos, en cambio, con un banco central de propósito único siguen ocupados en “detener las presiones inflacionarias”, aunque ello signifique complicar la recuperación, dificultar que los deudores hipotecarios cumplan sus compromisos y mantener altos niveles de desempleo con un altísimo costo social. Las lecciones de esta última experiencia para México, que la ha padecido por largo tiempo, son claras.
Con apenas unos días de diferencia, el Banco Central Europeo (BCE) y la Reserva Federal estadunidense (Fed) han instrumentado medidas monetarias distintas. Frente al incremento de los precios de los energéticos y de otras materias primas, el banco europeo decidió aumentar la tasa de interés de referencia en medio punto porcentual, a más de 2.1% anual, en tanto que la Fed de Bernanke mantuvo sin cambio sus tasas, entre 0 y 0.25% anual, y advirtió que permanecerán en esos niveles durante “un período prolongado”.
Los banqueros centrales europeos piensan que esos incrementos de precios en bienes comerciables constituyen presiones inflacionarias que es preciso detener, mientras que los banqueros centrales estadunidenses sostienen que son eminentemente transitorios de modo que no hay razón para modificar su postura monetaria.
Unos dicen que tiene que actuarse y otros dicen exactamente lo contrario. Entienden distinto los fenómenos y, en consecuencia, deciden actuar en sentidos diferentes.
Pero, además, hay una manera de razonar que atiende a consideraciones de otro orden. La Fed tiene un mandato doble: mantener bajos los niveles de inflación, pero siempre que sean compatibles con bajas tasas de desempleo.
El BCE, acorde con la ortodoxia imperante en el momento de su creación --que impuso el banco central alemán--, tiene un objetivo único: controlar la inflación. Esta importante diferencia de propósitos lleva a actuaciones que toman en consideración factores distintos.
Europa enfrenta desde hace un año intensas presiones de los “mercados”, que se han expresado en el incremento del pago exigido para comprar los bonos gubernamentales que emiten los países de la periferia europea (Grecia, Irlanda, Portugal y España).
Este encarecimiento del costo de su deuda provocó que se complicaran sus presupuestos, creando un riesgo de impago que, de nueva cuenta, elevó los intereses. En pocas semanas se creó la posibilidad de insolvencia, provocando que la Unión Europea (UE) constituyera un fondo que permitiera rescatarlos dotándolos de los recursos necesarios para pagar sus obligaciones de corto plazo.
La contraparte de esos rescates fue que esos gobiernos instrumentasen medidas para frenar el gasto público con fines sociales, liberando presupuesto para pagar los intereses. El planteo formal sostenido por las autoridades de la Unión era que necesitaban reducir el déficit de sus finanzas públicas, lo que a mediano plazo disminuiría las necesidades de endeudamiento y, en consecuencia, permitiría recuperar la sostenibilidad financiera, sin importar que se cancelaran programas sociales, que las ayudas a desempleados se redujesen y obligando a mayores años de cotización para lograr una pensión completa.
Naturalmente esta política ha impactado los niveles de actividad económica. Por eso se espera que en la zona del euro, en este 2011, el PIB apenas crezca 1.6%. Este magro resultado es alarmante si se compara con la fuerte caída de 4.1% de 2009.
Aunque lo más alarmante, en realidad, no es este resultado que habla de economías cuasi estancadas, sino que la crisis provocó despidos generalizados y afectaciones significativas a los niveles de vida.
A eso hay que sumar los problemas de las economías europeas que crecían generando muy pocos empleos adicionales. Incluso en los años de auge, 2003-2007, en Europa los jóvenes en edad y condiciones de incorporarse al mercado de trabajo no lograban ocuparse.
La crisis elevó drásticamente los niveles de desempleo alcanzando tasas mayores a 10% y, en algunos casos, como el de España, de 20%, en donde dramáticamente entre los jóvenes las tasas de desempleo duplicaban las generales.
En Estados Unidos, por su parte, principal economía golpeada por la crisis con una caída de su PIB de -2.6% en 2009, la recesión se detuvo a mediados de 2010, logrando un resultado positivo de 2.8%.
Sin embargo, este repunte de su economía no logró detener la destrucción del empleo, de modo que llegaron a una tasa de desempleo de 10%. A fines de 2010, en los pronósticos se esperaba que para 2011 la economía lograse un crecimiento de 2.8%, pero se preveía que se mantendrían altos niveles de desempleo.
Frente a este escenario, la Fed se propuso actuar para tratar de estimular la creación de nuevos empleos. En consecuencia, tomó la decisión de inyectarle 600 mil millones de dólares a su economía para estimular la actividad productiva. Esta política fue denominada como “relajación cuantitativa” --quantitative easing--, ya que la política monetaria hacía que los mercados estuviesen menos restringidos. La decisión de la Fed contrastaba con lo que se proponía el banco central europeo, que planteaba que lo principal era reducir el déficit fiscal y la deuda pública.
Esta diferencia de opiniones se ha extendido al ámbito de la decisión de las políticas públicas. En Europa se ha impuesto la visión de que frente al dilema de mantener estímulos al crecimiento o dedicarse enteramente a las finanzas públicas, los gobiernos, independientemente de su signo ideológico, han optado por la austeridad fiscal. En Estados Unidos, la victoria de los republicanos en las pasadas elecciones ha impuesto en la agenda pública el control presupuestal por el lado del gasto.
La gran diferencia ha sido contar con un banco central que tiene que ocuparse de la inflación y el desempleo y que lo ha estado haciendo. Los europeos, en cambio, con un banco central de propósito único siguen ocupados en “detener las presiones inflacionarias”, aunque ello signifique complicar la recuperación, dificultar que los deudores hipotecarios cumplan sus compromisos y mantener altos niveles de desempleo con un altísimo costo social. Las lecciones de esta última experiencia para México, que la ha padecido por largo tiempo, son claras.
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