León Bendesky / La Jornada
La Unión Europea consta de 27 países miembros. Hoy se advierten serios cuestionamientos a los arreglos sobre la integración que se han ido forjando largamente en ese continente desde fines de la Segunda Guerra Mundial y especialmente en la década de 1990. Desde entonces se sucedieron: el Tratado de Maastricht (moneda única, política exterior y de seguridad comunes); el mercado único (libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas) y el acuerdo de Schengen (eliminación de fronteras).
En enero de 2002 el euro se convirtió en moneda común y hoy 17 países de la zona lo usan (más un puñado de otros que lo han adoptado). Esto le dio también un carácter común a la política monetaria, en torno del Banco Central Europeo que se estableció en 1998.
Con la integración se ha creado un espacio económico muy grande, pero en el que las fronteras no se han eliminado por completo en términos prácticos. La política fiscal sigue siendo en buena medida un asunto nacional.
La estructura y los arreglos institucionales de la zona euro entran en tensión, precisamente, cuando hay una crisis fiscal y los gobiernos no pueden pagar la deuda pública. Entonces, para salvaguardar el esquema general del euro, mantener la estabilidad financiera y las bases de la integración económica y política, los países miembros tienen que acudir al salvamento de los deudores y fijar las pautas del ajuste, una vez más, a escala nacional. Las contradicciones que entraña esta dicotomía funcional que se desprende de la falta de disposición de ceder por completo el control nacional están al descubierto.
Desde el año pasado se ha debido intervenir en Grecia e Irlanda con severos esquemas de ajuste fiscal y apoyo a los bancos comerciales. Los costos, por supuesto, caen sobre el presupuesto público, es decir, cae el gasto y se trata de aumentar los ingresos con el consiguiente efecto social. No se ha superado el conflicto y en Grecia, por ejemplo, hay presiones para restructurar la deuda. Irlanda para efectos prácticos está quebrada.
Ahora es el turno de Portugal, en lo que ha sido un largo proceso de desgaste financiero y económico que ha llevado a una crisis como si fuese una profecía autocumplida. Las agencias calificadoras presionan sobre la confianza en la deuda pública, los inversionistas castigan los bonos y exigen mayores rendimientos y no queda más que la opción del salvamento por parte de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional o, igualmente, la quiebra.
Este es un proceso llamativo y, por qué no, morboso, de cómo es que funcionan los mercados como si no existiese capacidad política para frenar el deterioro y aminorar los costos. Un proceso en verdad salvaje para garantizar los rendimientos financieros al precio que sea. Las justificaciones técnicas no faltan, por supuesto, siempre hay expertos que las propongan basados en una sesuda teoría y políticos que finjan para salvar su pellejo. Es una real esquizofrenia del poder.
Pero resulta que Finlandia, uno de los miembros de la zona euro, puede ahora poner en entredicho el salvamento de Portugal. En las elecciones de hace apenas unos días, el partido de extrema derecha de los Verdaderos Finlandeses alcanzó una posición prominente en el Parlamento. Se oponen a usar recursos para financiar con los impuestos de la gente a los que llaman los despilfarradores de otros países.
Esta postura se sostiene en los instintos más primitivos de defensa contra los extranjeros y, al parecer, hoy en Europa tiene bastante resonancia. Ese partido promueve la causa "euroescéptica" y es contrario a la inmigración. Si procede el bloqueo puede ponerse en entredicho el convenio en torno del euro y resquebrajarse el edificio de la integración.
Aun si eso no sucediese, se minan poco a poco los pilares de la integración. En el caso del acuerdo Schengen, la semana anterior el gobierno francés impidió el paso de trenes provenientes de Génova en los que viajaban refugiados libios que habían recibido permiso de residencia de Italia.
En general, la política de inmigración está cada vez más cuestionada en diversos países de la Unión Europea. En la misma Francia, el Frente Nacional, de Marine Le Pen, encuentra lugar para ser cada vez más vociferante. El presidente Sarkozy admite algunos de sus argumentos ante la creciente debilidad de su gobierno y de su propia posición. La xenofobia deja de ser solo un sentimiento y una manifestación política latentes.
Nunca como ahora el esquema de la integración europea ha estado cuestionado. El campo de la integración que favorece de manera natural al capital financiero puede encontrar algunos límites en el proceso mismo que lleva a exacerbar la fragilidad fiscal que está provocando la presión sobre el déficit público.
Los ajustes, como bien sabemos por la larga experiencia de crisis en México, inevitablemente irradian su efecto sobre los segmentos más débiles de los trabajadores y de las empresas. Ni en Europa ni en Estados Unidos se puede ahora dar vuelta a esta situación. Así se abre un espacio de antagonismo político que, por ahora, ha podido capitalizar la derecha más furibunda ante el apocado acomodo de los liberales y las fragmentadas izquierdas.
La Unión Europea consta de 27 países miembros. Hoy se advierten serios cuestionamientos a los arreglos sobre la integración que se han ido forjando largamente en ese continente desde fines de la Segunda Guerra Mundial y especialmente en la década de 1990. Desde entonces se sucedieron: el Tratado de Maastricht (moneda única, política exterior y de seguridad comunes); el mercado único (libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas) y el acuerdo de Schengen (eliminación de fronteras).
En enero de 2002 el euro se convirtió en moneda común y hoy 17 países de la zona lo usan (más un puñado de otros que lo han adoptado). Esto le dio también un carácter común a la política monetaria, en torno del Banco Central Europeo que se estableció en 1998.
Con la integración se ha creado un espacio económico muy grande, pero en el que las fronteras no se han eliminado por completo en términos prácticos. La política fiscal sigue siendo en buena medida un asunto nacional.
La estructura y los arreglos institucionales de la zona euro entran en tensión, precisamente, cuando hay una crisis fiscal y los gobiernos no pueden pagar la deuda pública. Entonces, para salvaguardar el esquema general del euro, mantener la estabilidad financiera y las bases de la integración económica y política, los países miembros tienen que acudir al salvamento de los deudores y fijar las pautas del ajuste, una vez más, a escala nacional. Las contradicciones que entraña esta dicotomía funcional que se desprende de la falta de disposición de ceder por completo el control nacional están al descubierto.
Desde el año pasado se ha debido intervenir en Grecia e Irlanda con severos esquemas de ajuste fiscal y apoyo a los bancos comerciales. Los costos, por supuesto, caen sobre el presupuesto público, es decir, cae el gasto y se trata de aumentar los ingresos con el consiguiente efecto social. No se ha superado el conflicto y en Grecia, por ejemplo, hay presiones para restructurar la deuda. Irlanda para efectos prácticos está quebrada.
Ahora es el turno de Portugal, en lo que ha sido un largo proceso de desgaste financiero y económico que ha llevado a una crisis como si fuese una profecía autocumplida. Las agencias calificadoras presionan sobre la confianza en la deuda pública, los inversionistas castigan los bonos y exigen mayores rendimientos y no queda más que la opción del salvamento por parte de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional o, igualmente, la quiebra.
Este es un proceso llamativo y, por qué no, morboso, de cómo es que funcionan los mercados como si no existiese capacidad política para frenar el deterioro y aminorar los costos. Un proceso en verdad salvaje para garantizar los rendimientos financieros al precio que sea. Las justificaciones técnicas no faltan, por supuesto, siempre hay expertos que las propongan basados en una sesuda teoría y políticos que finjan para salvar su pellejo. Es una real esquizofrenia del poder.
Pero resulta que Finlandia, uno de los miembros de la zona euro, puede ahora poner en entredicho el salvamento de Portugal. En las elecciones de hace apenas unos días, el partido de extrema derecha de los Verdaderos Finlandeses alcanzó una posición prominente en el Parlamento. Se oponen a usar recursos para financiar con los impuestos de la gente a los que llaman los despilfarradores de otros países.
Esta postura se sostiene en los instintos más primitivos de defensa contra los extranjeros y, al parecer, hoy en Europa tiene bastante resonancia. Ese partido promueve la causa "euroescéptica" y es contrario a la inmigración. Si procede el bloqueo puede ponerse en entredicho el convenio en torno del euro y resquebrajarse el edificio de la integración.
Aun si eso no sucediese, se minan poco a poco los pilares de la integración. En el caso del acuerdo Schengen, la semana anterior el gobierno francés impidió el paso de trenes provenientes de Génova en los que viajaban refugiados libios que habían recibido permiso de residencia de Italia.
En general, la política de inmigración está cada vez más cuestionada en diversos países de la Unión Europea. En la misma Francia, el Frente Nacional, de Marine Le Pen, encuentra lugar para ser cada vez más vociferante. El presidente Sarkozy admite algunos de sus argumentos ante la creciente debilidad de su gobierno y de su propia posición. La xenofobia deja de ser solo un sentimiento y una manifestación política latentes.
Nunca como ahora el esquema de la integración europea ha estado cuestionado. El campo de la integración que favorece de manera natural al capital financiero puede encontrar algunos límites en el proceso mismo que lleva a exacerbar la fragilidad fiscal que está provocando la presión sobre el déficit público.
Los ajustes, como bien sabemos por la larga experiencia de crisis en México, inevitablemente irradian su efecto sobre los segmentos más débiles de los trabajadores y de las empresas. Ni en Europa ni en Estados Unidos se puede ahora dar vuelta a esta situación. Así se abre un espacio de antagonismo político que, por ahora, ha podido capitalizar la derecha más furibunda ante el apocado acomodo de los liberales y las fragmentadas izquierdas.
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