Luis Linares Zapata / La Jornada
La crisis general ha traído dos consecuencias devastadoras para los países: el desempleo y una paliza brutal al bienestar de los trabajadores. Si acaso se salvan de ello algunos del Oriente; China o India son los apuntados. Los demás han caído victimados por la voracidad de los llamados mercados que imponen, a rajatabla y sin titubeos, sus falaces criterios. Estos ensambles de intereses, que dan rienda suelta a la especulación, son los reductos de la elite financiera global y, desde ellos, dominan gobiernos y conciencias por igual. Así, es común observar elevados índices en desempleo sin importar diferencias nacionales. Trátese de estadunidenses, españoles, mexicanos, griegos, tunecinos, japoneses, egipcios o australianos el resultado es similar. Las distintas sociedades están solventando la crisis, originada por banqueros irresponsables, con sufrimiento generalizado y caída en sus oportunidades de una vida digna.
El desempleo se ha erigido en el prototipo de la insensibilidad del modelo neoliberal de reparto desequilibrado y acumulación desmedida. Se trata de continuar castigando a las masas para acrecentar los niveles de retorno al capital. La vía es bien conocida, este factor se apropia de todo avance en productividad. La proporción del ingreso nacional que retiene para sí el trabajo ha ido disminuyendo en los últimos 30 años y aumentando, claro está, lo que toca al capital. Los números son expresivos: van desde 70 por ciento asignado al trabajo en los países más igualitarios (nórdicos) hasta el caso mexicano, por ejemplo, donde el reparto se invierte (70 por ciento al capital) pasando por un 50-50 por ciento español, la nación de mayor desigualdad social en la Europa común de los 15. La lectura es tan inevitable como irrebatible. Las políticas públicas de reciente cuño neoliberal han incrementado la desigualdad en el reparto de la riqueza producida. Y la tendencia se agudiza con cada reforma que se legisla bajo la supervisión de los centros de poder a través de sus amanuenses (FMI, mercados, Banco Mundial.)
El panorama de protestas que actualmente presentan ciertas regiones del mundo ha explotado. Los reclamos empezaron en Túnez y se han extendido a Argelia, Jordania, Yemen y apuntan hacia Marruecos. Sobresale Egipto, el más poblado de los países árabes, que se encamina a finiquitar la tiranía de Mubarak. En todos ellos hay varias constantes similares, los tipos de gobiernos despóticos en primerísimo lugar. Pero, también, padecen de un desempleo enorme que enajena a más de 50 por ciento de sus juventudes. El deterioro en los índices de bienestar es asunto común. La vida democrática ha sido un descarado señuelo que no puede ser prolongado por más tiempo. Las potencias mundiales (Unión Europea, Estados Unidos) que han tutelado las instituciones y los gobiernos de dichas naciones las han manipulado en su provecho sin recato alguno. Han impuesto, como esquema, la visión colonizadora e imperial que distingue una dicotomía falsa y que los árabes han empezado a rechazar hasta de manera violenta. Alegan, los pensadores y agentes derechosos de Occidente, que los árabes basculan entre dos realidades a cual más inconvenientes. Una los lleva a instaurar, con el firme apoyo estadunidense y hasta israelí, gobiernos represores, tiránicos y cleptómanos. La justificación: impiden el terrorismo musulmán y se alían con sus protectores a cambio de apoyos y elogios mutuos. El otro extremo factible es la amenaza, siempre usada, de la anarquía inherente al fundamentalismo. El pueblo egipcio, tunecino o marroquí no tiene capacidad alguna de gobernarse a sí mismo. Son menores de edad, fantasiosos, escandalosos y pulverizados en sus posturas, irreconciliables en sus fanáticas creencias religiosas. Un mundo que requiere, que exige, el patronazgo occidental, porque lo que está en juego es mucho: los mayores depósitos de energía mundial.
La situación del Medio Oriente no es distinta de la latinoamericana. Aquí también se padecen males similares. El disfraz democrático es un tanto más exquisito pero, en el fondo, con enormes deformaciones, trampas y vicios que la hacen perder vigencia y confianza popular. El desempleo en cambio es igualable y también sus corrosivos efectos concomitantes. La rampante inequidad (México y Brasil, casos señeros) llega a extremos insoportables. La cleptocracia es continental y dominante entre las elites. En ocasiones esta característica ilegal se combina con las mafias organizadas que los llevan a constituirse en verdaderos estados criminales. La dominancia de los centros de poder mundial es asunto corriente y cotidiano. Los embajadores estadunidenses adquieren ribetes y desplantes de procónsules para mantener la hegemonía de sus propios miedos y pulsiones. La pobreza y marginación de una y otra regiones comparadas, conllevan la pérdida de horizontes para las mayorías nacionales, la emigración forzada y, como corolario, la violencia más abierta y disolvente de la paz y la tranquilidad pública.
Pero, a pesar de lo ríspido y peligroso del panorama descrito, las elites no ceden en sus exigencias de mayores privilegios. Sus aportaciones a las haciendas públicas son irrisorias. Pero, eso sí, se ceban, con creciente empeño, sobre el estado de bienestar de los pueblos. La salud ha sido uno de los sectores sitiados con insensibilidad manifiesta. Su privatización es creciente, a pesar de no ser una ruta económicamente viable, tal y como se ha probado en la misma meca ideológica privatizante: Estados Unidos. La seguridad social es, todavía, área bajo disputa, pero los mercados no quitan el pesado dedo del renglón. Los recursos disponibles son enormes. Quieren expropiar las riendas de mando para trasladarlos a las avarientas extremidades de los banqueros. La gestión privada de los fondos de pensiones proporciona a sus administradores márgenes de discrecionalidad envidiables. Misma situación aplica para los márgenes de utilidad, siempre recargados en favor del administrador y de los capitales simiente. En estos tiempos de definiciones y alternativas a seguir, los modelos que sostienen visiones encontradas sobre estos y otros tópicos, formarán el núcleo de las ofertas políticas de derecha e izquierda. El electorado tendrá la última palabra que puede salvar a México de explosiones parecidas, o peores, que las actuales de Medio Oriente.
La crisis general ha traído dos consecuencias devastadoras para los países: el desempleo y una paliza brutal al bienestar de los trabajadores. Si acaso se salvan de ello algunos del Oriente; China o India son los apuntados. Los demás han caído victimados por la voracidad de los llamados mercados que imponen, a rajatabla y sin titubeos, sus falaces criterios. Estos ensambles de intereses, que dan rienda suelta a la especulación, son los reductos de la elite financiera global y, desde ellos, dominan gobiernos y conciencias por igual. Así, es común observar elevados índices en desempleo sin importar diferencias nacionales. Trátese de estadunidenses, españoles, mexicanos, griegos, tunecinos, japoneses, egipcios o australianos el resultado es similar. Las distintas sociedades están solventando la crisis, originada por banqueros irresponsables, con sufrimiento generalizado y caída en sus oportunidades de una vida digna.
El desempleo se ha erigido en el prototipo de la insensibilidad del modelo neoliberal de reparto desequilibrado y acumulación desmedida. Se trata de continuar castigando a las masas para acrecentar los niveles de retorno al capital. La vía es bien conocida, este factor se apropia de todo avance en productividad. La proporción del ingreso nacional que retiene para sí el trabajo ha ido disminuyendo en los últimos 30 años y aumentando, claro está, lo que toca al capital. Los números son expresivos: van desde 70 por ciento asignado al trabajo en los países más igualitarios (nórdicos) hasta el caso mexicano, por ejemplo, donde el reparto se invierte (70 por ciento al capital) pasando por un 50-50 por ciento español, la nación de mayor desigualdad social en la Europa común de los 15. La lectura es tan inevitable como irrebatible. Las políticas públicas de reciente cuño neoliberal han incrementado la desigualdad en el reparto de la riqueza producida. Y la tendencia se agudiza con cada reforma que se legisla bajo la supervisión de los centros de poder a través de sus amanuenses (FMI, mercados, Banco Mundial.)
El panorama de protestas que actualmente presentan ciertas regiones del mundo ha explotado. Los reclamos empezaron en Túnez y se han extendido a Argelia, Jordania, Yemen y apuntan hacia Marruecos. Sobresale Egipto, el más poblado de los países árabes, que se encamina a finiquitar la tiranía de Mubarak. En todos ellos hay varias constantes similares, los tipos de gobiernos despóticos en primerísimo lugar. Pero, también, padecen de un desempleo enorme que enajena a más de 50 por ciento de sus juventudes. El deterioro en los índices de bienestar es asunto común. La vida democrática ha sido un descarado señuelo que no puede ser prolongado por más tiempo. Las potencias mundiales (Unión Europea, Estados Unidos) que han tutelado las instituciones y los gobiernos de dichas naciones las han manipulado en su provecho sin recato alguno. Han impuesto, como esquema, la visión colonizadora e imperial que distingue una dicotomía falsa y que los árabes han empezado a rechazar hasta de manera violenta. Alegan, los pensadores y agentes derechosos de Occidente, que los árabes basculan entre dos realidades a cual más inconvenientes. Una los lleva a instaurar, con el firme apoyo estadunidense y hasta israelí, gobiernos represores, tiránicos y cleptómanos. La justificación: impiden el terrorismo musulmán y se alían con sus protectores a cambio de apoyos y elogios mutuos. El otro extremo factible es la amenaza, siempre usada, de la anarquía inherente al fundamentalismo. El pueblo egipcio, tunecino o marroquí no tiene capacidad alguna de gobernarse a sí mismo. Son menores de edad, fantasiosos, escandalosos y pulverizados en sus posturas, irreconciliables en sus fanáticas creencias religiosas. Un mundo que requiere, que exige, el patronazgo occidental, porque lo que está en juego es mucho: los mayores depósitos de energía mundial.
La situación del Medio Oriente no es distinta de la latinoamericana. Aquí también se padecen males similares. El disfraz democrático es un tanto más exquisito pero, en el fondo, con enormes deformaciones, trampas y vicios que la hacen perder vigencia y confianza popular. El desempleo en cambio es igualable y también sus corrosivos efectos concomitantes. La rampante inequidad (México y Brasil, casos señeros) llega a extremos insoportables. La cleptocracia es continental y dominante entre las elites. En ocasiones esta característica ilegal se combina con las mafias organizadas que los llevan a constituirse en verdaderos estados criminales. La dominancia de los centros de poder mundial es asunto corriente y cotidiano. Los embajadores estadunidenses adquieren ribetes y desplantes de procónsules para mantener la hegemonía de sus propios miedos y pulsiones. La pobreza y marginación de una y otra regiones comparadas, conllevan la pérdida de horizontes para las mayorías nacionales, la emigración forzada y, como corolario, la violencia más abierta y disolvente de la paz y la tranquilidad pública.
Pero, a pesar de lo ríspido y peligroso del panorama descrito, las elites no ceden en sus exigencias de mayores privilegios. Sus aportaciones a las haciendas públicas son irrisorias. Pero, eso sí, se ceban, con creciente empeño, sobre el estado de bienestar de los pueblos. La salud ha sido uno de los sectores sitiados con insensibilidad manifiesta. Su privatización es creciente, a pesar de no ser una ruta económicamente viable, tal y como se ha probado en la misma meca ideológica privatizante: Estados Unidos. La seguridad social es, todavía, área bajo disputa, pero los mercados no quitan el pesado dedo del renglón. Los recursos disponibles son enormes. Quieren expropiar las riendas de mando para trasladarlos a las avarientas extremidades de los banqueros. La gestión privada de los fondos de pensiones proporciona a sus administradores márgenes de discrecionalidad envidiables. Misma situación aplica para los márgenes de utilidad, siempre recargados en favor del administrador y de los capitales simiente. En estos tiempos de definiciones y alternativas a seguir, los modelos que sostienen visiones encontradas sobre estos y otros tópicos, formarán el núcleo de las ofertas políticas de derecha e izquierda. El electorado tendrá la última palabra que puede salvar a México de explosiones parecidas, o peores, que las actuales de Medio Oriente.
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