Porfirio Muñoz Ledo / El Universal
En mi libro La vía radical para refundar la República compendio reflexiones puntuales sobre el comportamiento errático, mediocre y opuesto al interés nacional de la acción internacional conducida por el Ejecutivo. Esta se corresponde con un proceso de desarrollo invertido, la ausencia de una visión de Estado y el vaciamiento de la soberanía del país en aras de un proceso de acumulación global.
Tal fue el marco conceptual de la comparecencia de la secretaria de Relaciones Exteriores en la Cámara de Diputados. Recibimos a una canciller satisfecha de sus faenas burocráticas y elusiva ante los planteamientos del Legislativo en un ejercicio republicano de rendición de cuentas. La protesta de decir verdad fue evadida mediante generalidades auspiciadas por un formato acartonado que coarta el intercambio ineludible de los debates parlamentarios.
México carece de una política exterior coherente e identificable. Imposible glosar la nada, pero sí precisar los yerros acumulativos de esa aberración histórica. Cité las líneas maestras de los constructores de nuestra diplomacia: la voluntad de mantener una política exterior propia, global y ejercida con independencia, a fin de contrarrestar la inmensa gravitación de las potencias coloniales y en particular de Estados Unidos en el destino del país. Exactamente lo contrario a lo que hoy padecemos.
Las intervenciones parlamentarias —salvo las del partido en el gobierno— fueron devastadoras. No colocaron todas a la funcionaria en el banquillo de los acusados, como a sus otros colegas, pero le atribuyeron la responsabilidad de encabezar el servicio exterior en dócil cobertura de una política gubernamental que ha instaurado el entreguismo como tabla de salvación de su origen ilegítimo, sus aberrantes prejuicios y su incompetencia manifiesta. La coartada de la abdicación.
No escuchamos de la Secretaría un sólo argumento convincente. Llegó al extremo de defender el veto presidencial a la Ley de Cooperación para el Desarrollo —primera aprobada por esta Legislatura— que había sido consultada con la Cancillería y votada unánimemente en ambas cámaras. El Congreso fue reprobado por un tinterillo de Calderón y la abnegada Cancillería sucumbió víctima de violencia intrafamiliar. Un desfiguro más de la ingobernabilidad asentada en la ignorancia y el desprecio a las instituciones.
Me hice eco de la desazón que campea en el servicio exterior mexicano y del infame desperdicio de su experiencia acumulada. A los de antes y a los de ahora les duele el empleo impropio de un instrumento privilegiado: la carencia de una estrategia coherente y de largo plazo, la pasividad frente a ofensas evidentes a la dignidad del país —como la Ley Arizona, la complicidad con abusos inaceptables de las potencias, como en Irak, el doble lenguaje en asuntos cruciales como la migración o la mendicidad implicada en el Plan Mérida. Lamentan sobre todo la pérdida de identidad, autonomía y verdadera ambición nacional.
Anoté cerca de 50 cuestionamientos que no fueron respondidos. Planteamos entonces un nuevo método de relación entre poderes: el diálogo permanente para la construcción de una genuina política exterior. Acordamos convocar a cuantos funcionarios puedan dar cuenta de las relaciones exteriores del gobierno e involucrar gradualmente a los actores económicos y sociales en el análisis de sus vínculos con el extranjero, propios de la globalización. Los estados generales de la diplomacia plural de la nación.
Adelantamos propuestas para un capítulo de política exterior de Estado en la Constitución, indispensable desde la alternancia. La congruencia entre los principios que la norman y los intereses que la determinan, la definición de competencias entre los participantes, su articulación institucional en objetivos coherentes, las condiciones y límites para la suscripción de tratados, el derecho a migrar, la protección y representación de nuestros connacionales en el extranjero y los lineamientos que rijan los procesos de integración.
Es ese el reto mayor del Poder Legislativo: proveer un marco obligatorio que salve a nuestra diplomacia de la arbitrariedad, el capricho y la sumisión. Que restaure el papel imprescindible de México en el mundo.
En mi libro La vía radical para refundar la República compendio reflexiones puntuales sobre el comportamiento errático, mediocre y opuesto al interés nacional de la acción internacional conducida por el Ejecutivo. Esta se corresponde con un proceso de desarrollo invertido, la ausencia de una visión de Estado y el vaciamiento de la soberanía del país en aras de un proceso de acumulación global.
Tal fue el marco conceptual de la comparecencia de la secretaria de Relaciones Exteriores en la Cámara de Diputados. Recibimos a una canciller satisfecha de sus faenas burocráticas y elusiva ante los planteamientos del Legislativo en un ejercicio republicano de rendición de cuentas. La protesta de decir verdad fue evadida mediante generalidades auspiciadas por un formato acartonado que coarta el intercambio ineludible de los debates parlamentarios.
México carece de una política exterior coherente e identificable. Imposible glosar la nada, pero sí precisar los yerros acumulativos de esa aberración histórica. Cité las líneas maestras de los constructores de nuestra diplomacia: la voluntad de mantener una política exterior propia, global y ejercida con independencia, a fin de contrarrestar la inmensa gravitación de las potencias coloniales y en particular de Estados Unidos en el destino del país. Exactamente lo contrario a lo que hoy padecemos.
Las intervenciones parlamentarias —salvo las del partido en el gobierno— fueron devastadoras. No colocaron todas a la funcionaria en el banquillo de los acusados, como a sus otros colegas, pero le atribuyeron la responsabilidad de encabezar el servicio exterior en dócil cobertura de una política gubernamental que ha instaurado el entreguismo como tabla de salvación de su origen ilegítimo, sus aberrantes prejuicios y su incompetencia manifiesta. La coartada de la abdicación.
No escuchamos de la Secretaría un sólo argumento convincente. Llegó al extremo de defender el veto presidencial a la Ley de Cooperación para el Desarrollo —primera aprobada por esta Legislatura— que había sido consultada con la Cancillería y votada unánimemente en ambas cámaras. El Congreso fue reprobado por un tinterillo de Calderón y la abnegada Cancillería sucumbió víctima de violencia intrafamiliar. Un desfiguro más de la ingobernabilidad asentada en la ignorancia y el desprecio a las instituciones.
Me hice eco de la desazón que campea en el servicio exterior mexicano y del infame desperdicio de su experiencia acumulada. A los de antes y a los de ahora les duele el empleo impropio de un instrumento privilegiado: la carencia de una estrategia coherente y de largo plazo, la pasividad frente a ofensas evidentes a la dignidad del país —como la Ley Arizona, la complicidad con abusos inaceptables de las potencias, como en Irak, el doble lenguaje en asuntos cruciales como la migración o la mendicidad implicada en el Plan Mérida. Lamentan sobre todo la pérdida de identidad, autonomía y verdadera ambición nacional.
Anoté cerca de 50 cuestionamientos que no fueron respondidos. Planteamos entonces un nuevo método de relación entre poderes: el diálogo permanente para la construcción de una genuina política exterior. Acordamos convocar a cuantos funcionarios puedan dar cuenta de las relaciones exteriores del gobierno e involucrar gradualmente a los actores económicos y sociales en el análisis de sus vínculos con el extranjero, propios de la globalización. Los estados generales de la diplomacia plural de la nación.
Adelantamos propuestas para un capítulo de política exterior de Estado en la Constitución, indispensable desde la alternancia. La congruencia entre los principios que la norman y los intereses que la determinan, la definición de competencias entre los participantes, su articulación institucional en objetivos coherentes, las condiciones y límites para la suscripción de tratados, el derecho a migrar, la protección y representación de nuestros connacionales en el extranjero y los lineamientos que rijan los procesos de integración.
Es ese el reto mayor del Poder Legislativo: proveer un marco obligatorio que salve a nuestra diplomacia de la arbitrariedad, el capricho y la sumisión. Que restaure el papel imprescindible de México en el mundo.
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