Gustavo Esteva / La Jornada
El rechazo que produjo la revuelta policial en Ecuador, que no supo ni pudo convertirse en golpe de Estado, es tan confuso como la propia revuelta. La defensa formal de la democracia, acompañada de muy diversos golpes de pecho, no siempre extendió cheques en blanco al presidente Correa. Al contrario. El episodio se convirtió en la oportunidad de llamarlo a cuentas.
Correa mismo denunció que los revoltosos ni siquiera habían leído la ley que era pretexto de la revuelta y según él los beneficiaba. Habrían sido manipulados por los opositores de su “revolución ciudadana”. Si esto es así, cabe suponer que el propio presidente y los legisladores mantienen la costumbre muy poco democrática de dictar leyes a espaldas de sus supuestos beneficiarios…
En medio de la confusión y la excitación del momento, resulta impresionante la serenidad y firmeza de las principales organizaciones indígenas de Ecuador, que constituyen desde hace tiempo una fuerza social y política determinante en el país: Conaie, Ecuarunari, Confeniae y Conaice. El propio viernes, cuando la revuelta estaba aún en curso, manifestaron con toda claridad su posición.
Pronunciarse contra los golpistas, para ellos, no era una defensa del régimen vigente, sino un paso más en el proceso de construcción de una auténtica democracia.
No les parecía democrático un gobierno dedicado “a atacar y deslegitimar a los sectores organizados, como el movimiento indígena, los sindicatos de trabajadores, etcétera”, que ha dejado intactas las viejas estructuras de poder “dentro de los aparatos de Estado”.
Consideraban que la crisis en curso era causada por “el carácter autoritario” del gobierno y por su “no apertura al diálogo en la elaboración de leyes”. El presidente habría vetado leyes consensuadas, que habrían podido contribuir a auténticos acuerdos sociales.
Denunciaban que ante las movilizaciones populares contra las corporaciones mineras, petroleras y agrocomerciales “el gobierno… responde con violenta represión”.
Para algunos analistas, esta posición estaba fuera de lugar y de momento. Era imperativo cerrar filas en torno al presidente Correa para defenderlo del ataque de “la derecha”, dejando para después el desahogo de las diferencias.
La posición del movimiento indígena ecuatoriano responde al riesgo actual e inmediato de que esas presiones de “la vieja derecha” distorsionen aún más las alianzas e inclinaciones del presidente Correa hacia “la nueva derecha”. Admiten que existe un proceso de cambio, pero también que es frágil porque no se han instaurado alianzas claras con las mayorías. Mientras no se constituyan, quienes se oponen al cambio pueden detenerlo y tratar de revertirlo. El comunicado lo señala con claridad:
“Ya varios sectores y personajes de la vieja derecha pedirán el derrocamiento del gobierno y la instauración de una dictadura civil o militar; pero la nueva derecha, dentro y fuera del gobierno, utilizará esta coyuntura para justificar su total alianza con los sectores más reaccionarios y los empresariales emergentes.”
Correa, como otros presidentes que se consideran ubicados en el lado izquierdo del espectro ideológico, ha defendido con muy diversos argumentos sus alianzas con el capital nacional y trasnacional y con sus expresiones políticas. Ante una acusación semejante, hace unos meses, Lula respondió: “Si Cristo viniera aquí y Judas tuviera el voto de cualquier partido, lo llamaría para negociar una coalición” (La Jornada, 23/10/09). En México está viva la discusión de las alianzas electorales ambiguas.
Lo que se está planteado en Ecuador es asunto de fondo, no cuestión de coaliciones circunstanciales y arreglos de conveniencia ni de una revuelta mal articulada. Por eso el movimiento indígena ecuatoriano aprovechó la coyuntura para manifestar “su rechazo a la política económica y social del gobierno” y para exigirle “que abandone su actitud autoritaria contra los sectores populares”, su criminalización de la protesta social y su persecución de los dirigentes sociales. Exigió también deponer “la arbitrariedad con que se ha conducido el proceso legislativo”, ante reclamos legítimos de los trabajadores.
El movimiento no está dispuesto a aceptar concesión alguna a los grupos que se oponen al proceso de cambio, a “la derecha”. Convoca a sus bases a mantenerse en alerta de movilización para defender la auténtica democracia plurinacional que impulsa y para seguir luchando contra el modelo extractivista y privatizador en curso.
Se trata, evidentemente, de defender la democracia. Pero no mediante golpes de pecho y retórica hueca sobre procedimientos formales. La única forma de hacerlo, considera el movimiento indígena, “es impulsar una verdadera revolución que resuelva las cuestiones más urgentes y estructurales en beneficio de las mayorías”. Es esto lo que está realmente de por medio, más allá de este episodio… y no sólo en Ecuador. Ya no es hora de golpes. Tampoco lo es, como bien dice Raúl Zibechi, “de gobernar para la población pero sin ella”.
El rechazo que produjo la revuelta policial en Ecuador, que no supo ni pudo convertirse en golpe de Estado, es tan confuso como la propia revuelta. La defensa formal de la democracia, acompañada de muy diversos golpes de pecho, no siempre extendió cheques en blanco al presidente Correa. Al contrario. El episodio se convirtió en la oportunidad de llamarlo a cuentas.
Correa mismo denunció que los revoltosos ni siquiera habían leído la ley que era pretexto de la revuelta y según él los beneficiaba. Habrían sido manipulados por los opositores de su “revolución ciudadana”. Si esto es así, cabe suponer que el propio presidente y los legisladores mantienen la costumbre muy poco democrática de dictar leyes a espaldas de sus supuestos beneficiarios…
En medio de la confusión y la excitación del momento, resulta impresionante la serenidad y firmeza de las principales organizaciones indígenas de Ecuador, que constituyen desde hace tiempo una fuerza social y política determinante en el país: Conaie, Ecuarunari, Confeniae y Conaice. El propio viernes, cuando la revuelta estaba aún en curso, manifestaron con toda claridad su posición.
Pronunciarse contra los golpistas, para ellos, no era una defensa del régimen vigente, sino un paso más en el proceso de construcción de una auténtica democracia.
No les parecía democrático un gobierno dedicado “a atacar y deslegitimar a los sectores organizados, como el movimiento indígena, los sindicatos de trabajadores, etcétera”, que ha dejado intactas las viejas estructuras de poder “dentro de los aparatos de Estado”.
Consideraban que la crisis en curso era causada por “el carácter autoritario” del gobierno y por su “no apertura al diálogo en la elaboración de leyes”. El presidente habría vetado leyes consensuadas, que habrían podido contribuir a auténticos acuerdos sociales.
Denunciaban que ante las movilizaciones populares contra las corporaciones mineras, petroleras y agrocomerciales “el gobierno… responde con violenta represión”.
Para algunos analistas, esta posición estaba fuera de lugar y de momento. Era imperativo cerrar filas en torno al presidente Correa para defenderlo del ataque de “la derecha”, dejando para después el desahogo de las diferencias.
La posición del movimiento indígena ecuatoriano responde al riesgo actual e inmediato de que esas presiones de “la vieja derecha” distorsionen aún más las alianzas e inclinaciones del presidente Correa hacia “la nueva derecha”. Admiten que existe un proceso de cambio, pero también que es frágil porque no se han instaurado alianzas claras con las mayorías. Mientras no se constituyan, quienes se oponen al cambio pueden detenerlo y tratar de revertirlo. El comunicado lo señala con claridad:
“Ya varios sectores y personajes de la vieja derecha pedirán el derrocamiento del gobierno y la instauración de una dictadura civil o militar; pero la nueva derecha, dentro y fuera del gobierno, utilizará esta coyuntura para justificar su total alianza con los sectores más reaccionarios y los empresariales emergentes.”
Correa, como otros presidentes que se consideran ubicados en el lado izquierdo del espectro ideológico, ha defendido con muy diversos argumentos sus alianzas con el capital nacional y trasnacional y con sus expresiones políticas. Ante una acusación semejante, hace unos meses, Lula respondió: “Si Cristo viniera aquí y Judas tuviera el voto de cualquier partido, lo llamaría para negociar una coalición” (La Jornada, 23/10/09). En México está viva la discusión de las alianzas electorales ambiguas.
Lo que se está planteado en Ecuador es asunto de fondo, no cuestión de coaliciones circunstanciales y arreglos de conveniencia ni de una revuelta mal articulada. Por eso el movimiento indígena ecuatoriano aprovechó la coyuntura para manifestar “su rechazo a la política económica y social del gobierno” y para exigirle “que abandone su actitud autoritaria contra los sectores populares”, su criminalización de la protesta social y su persecución de los dirigentes sociales. Exigió también deponer “la arbitrariedad con que se ha conducido el proceso legislativo”, ante reclamos legítimos de los trabajadores.
El movimiento no está dispuesto a aceptar concesión alguna a los grupos que se oponen al proceso de cambio, a “la derecha”. Convoca a sus bases a mantenerse en alerta de movilización para defender la auténtica democracia plurinacional que impulsa y para seguir luchando contra el modelo extractivista y privatizador en curso.
Se trata, evidentemente, de defender la democracia. Pero no mediante golpes de pecho y retórica hueca sobre procedimientos formales. La única forma de hacerlo, considera el movimiento indígena, “es impulsar una verdadera revolución que resuelva las cuestiones más urgentes y estructurales en beneficio de las mayorías”. Es esto lo que está realmente de por medio, más allá de este episodio… y no sólo en Ecuador. Ya no es hora de golpes. Tampoco lo es, como bien dice Raúl Zibechi, “de gobernar para la población pero sin ella”.
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