Francisco Valdés Ugalde / El Universal
Evaluar, evaluar, evaluar. Una obsesión
de nuestro tiempo. La evaluación de académicos, empresas, funcionarios
medianos, menores y muy menores se ha impuesto como una regla básica de
ciudadanía profesional y laboral. Empresas e
instituciones nadan en las procelosas aguas de las certificaciones.
Bienvenida la era de la evaluación, al menos desde los años 80 se acepta
en la academia, en los negocios, en las burocracias.
Pero hay quienes se libran de pasar por
esos filtros. El 6 de mayo, mientras veía el desabrido programa que
organizó el IFE bajo el dudoso término “debate”, me convencí de que los
aspirantes a la anacrónica Presidencia de la República jamás han
enfrentado una evaluación de pares. Más aun, de que no serían capaces de
aceptar que se les practique.
El rígido formato incluyó preguntas
conocidas previamente por los participantes, tiempos restringidos para
no dar pie a demasiadas equivocaciones ni a polémicas consistentes o a
exposición excesiva que pudiera resultar en quemaduras irremediables.
El llamado “debate” no fue debate, acaso
una mínima pasarela donde el anticlímax se impuso sobre toda
expectativa de conocimiento de los candidatos. De ahí la decepción.
Pasarela no es debate, mucho menos oportunidad para que los ciudadanos
evalúen a los candidatos. ¿Conocemos mejor a los candidatos después del
“debate”? Sólo marginalmente. Ninguno contestó preguntas formuladas
libremente ni se enfrentó a sus adversarios para ofrecer con argumentos
elementos de juicio suficientes a los electores.
En el formato del “debate” se impusieron
los intereses de los partidos. El arreglo de los detalles fue definido
en círculo cerrado. Cierto, bajo la supervisión y cuidado del IFE, al
que se le escaparon detalles como la señora de la charola con el
abecedario de las intervenciones, que se convirtió en hazmerreír
internacional.
El papel de la conductora, una
periodista de profesión, fue reducido al de formuladora de preguntas
ajenas, papel que en casi cualquier parte sería rechazado por
periodistas de valía. Entendámonos, el papel de los periodistas no puede
ser el de servir de maestros de ceremonias de los políticos, sino el
incomodísimo (por fortuna) rol de quienes, pulsando los sentimientos e
inquietudes del público, cuestionan al poder.
La degradación de la función
periodística en el “debate” es apenas menor que la degradación de los
ciudadanos. Si no puede haber periodistas que frente al auditorio
pregunten a los candidatos libremente y los hagan debatir entre ellos,
qué les queda a los ciudadanos…
Todos los candidatos han sido
gobernantes de una u otra manera. Como funcionarios estuvieron sujetos a
evaluación y contrapesos por parte de diferentes instancias de control.
Pero como candidatos frente al electorado no lo están. A diferencia de
un auditor o un poder que supervisa (como el Poder Legislativo al
Ejecutivo), los ciudadanos carecemos de poder para obligar a los
partidos y candidatos a informarnos por qué habríamos de votar por
ellos; por qué sería bueno para el país que alguno nos gobernase.
Hemos visto las expresiones de rechazo y
rechifla que han recibido a algunos candidatos en foros públicos. El
más notorio en la Universidad Iberoamericana. ¿No es acaso un rechazo
contundente a la falta de transparencia y accesibilidad con que se
conducen los candidatos, lo mismo que respecto a sus gestiones
anteriores como gobernantes? ¿No son las rechiflas una derivación de la
impotencia de los ciudadanos, en este caso los jóvenes, para conocer la
verdad de los intereses que orientan la conducta de los partidos
políticos?
El segundo “debate”, el 10 de junio,
podría ser una ruptura con este vicio de origen de las campañas
políticas en México. Un formato libre frente a un panel de periodistas,
académicos y ciudadanos seleccionado por los gremios, los auténticos
expertos en política y opinión, y el IFE. Un panel formado por
reconocidos estudiosos de la política, la sociedad y la economía que les
haga preguntas en serio para que muestren qué tan en serio quisieran y
podrían gobernar el país.
El tiempo de duración de un evento así
no podría ser de menos de tres horas en tiempo triple A con la mayor
difusión a todo el país. De este modo los ciudadanos podríamos tener
información de los candidatos, sus capacidades y defectos, sus puntos
fuertes y débiles para hacer frente a la gobernabilidad de un país
sumido en una transformación profunda y no menos dolorosa.
El IFE, organizador necesario del
ejercicio, debería honrar su compromiso ciudadano llamando a los
candidatos a pasar por el escrutinio de la nación y advertirle que en
esta elección se juega el modo en que se enfrenten los graves problemas
de violencia, desigualdad, pobreza y desarrollo que importan para la
mayoría, no simplemente un cambio de equipo. Un debate en serio y no “de
a mentiritas”, pues.
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