No más
armas, el mensaje de México a EU
Foto: Octavio Gómez
Para
Alejandro Solalinde, por todo su amor.
MÉXICO, D.F.
(Proceso).- La guerra contra las drogas, que ha puesto al desnudo no sólo la
corrupción del Estado y de los partidos en México, sino el desamparo de la
nación, tiene su origen en Estados Unidos. Hace un poco más de 40 años, el 17
de junio de 1971, el presidente Nixon la declaró.
Aunque la
guerra tenía un objetivo de cinco años, nunca se detuvo. Las siguientes
administraciones la han continuado. A los 2 mil 500 millones de dólares
invertidos durante esas cuatro décadas en ayuda militar e intervenciones armadas
en Colombia, Panamá y ahora en México, se han sumado otros 15 mil 500 millones
de dólares, por parte de Obama, con resultados cada vez más espantosos:
Colombia está deshecha; México y Centroamérica, destrozados; debajo de su
aparente bienestar, Estados Unidos no ha disminuido el número de sus
consumidores, calculados en 20 millones; sus cárceles están repletas de gente
detenida por posesión de drogas, y la criminalización de las minorías
afroamericanas, latinas y de migrantes se ha incrementado.
La guerra
contra las drogas –un asunto que debería tratarse como una cuestión de salud
pública– ha instalado una verdadera guerra, donde las armas estadunidenses –un
asunto de seguridad nacional que se trata como un asunto de comercio legal–
están armando tanto a los ejércitos de los Estados como a los sicarios de la
delincuencia, y generando un estado de dolor, terror y muerte que sólo
beneficia a los criminales, a los funcionarios y a los empresarios corruptos, y
que amenaza con destruir la vida civil y democrática de México y de muchas
naciones, incluyendo la de Estados Unidos.
Lo más
terrible de todo esto es que, a pesar de que muchas organizaciones civiles de
EU y de México estamos empujando para terminar con esta guerra, ni el gobierno
de Obama ni el de Calderón ni el que proponen los candidatos a las presidencias
de México y de EU están interesados en hacerlo. Las razones son múltiples:
desde las complicidades criminales –lo que importa es el dinero y el poder,
surjan de donde sea– hasta el puritanismo degradado –es mejor el terror y la
muerte que aceptar la droga–. Ambos, sin embargo, tienen su origen en un
protestantismo llevado a su más alta peligrosidad: su desacralización.
El
capitalismo o, mejor, la economía moderna, nació, según Max Weber, allí; pero
también, consecuencia de esa economía egoísta, el desprecio por los otros. A
diferencia del mundo católico –para el cual el mundo está redimido y hay que
llevar esa redención a todos–, para el protestante el mundo está caído y sólo
la gracia puede salvar al hombre. Para los colonizadores protestantes del
norte, una tierra deshabitada o poblada por paganos era, como lo señaló Lutero,
una tierra salvaje, y el deber de los cristianos en ella no era convertir, sino
preservarse a sí mismos. “Los indios americanos fueron (así) tratados como
naturaleza salvaje a la que hay que someter o exterminar” (Paz). De allí las
reservaciones, la esclavitud de los negros y la necesidad de las armas.
Esa
mentalidad, desalojada de su argumentación teológica, no sólo se ha preservado
en la cultura estadunidense, sino que, al igual que el egoísmo capitalista, se
ha extendido por el mundo. Calderón, Vázquez Mota y Peña Nieto, quienes se
dicen católicos, piensan así. También lo piensan el cristiano Obama, el mormón
Romney y la gran cantidad de conservadores estadunidenses para quienes el
sufrimiento de México es asunto de “esos vecinos extraños que están
corrompidos”. Para ellos, los muertos, los desaparecidos, los descuartizados,
los adictos, no importan. Son lo extraño, lo salvaje –a veces las “bajas
colaterales”–, lo que hay que someter o exterminar mediante la violencia ya sea
legal –el Plan Mérida– o ilegal –el operativo Rápido y Furioso– o, es la lógica
del cristiano AMLO, simplemente ignorar, mientras el dinero manchado de sangre “salvaje”
corre por los bancos estadunidenses y mexicanos, y la corrupción de los Estados
y de los partidos continúa su horrenda marcha.
Lo que en la
época de la colonización, arropada por el argumento teológico, era ahorro y
defensa para preservarse del mundo caído, hoy se ha vuelto economía y muerte.
En el puritanismo degradado de la mentalidad estadunidense, que ha contaminado
a nuestros países corrompidos por un catolicismo patrimonialista y degradado,
es escandaloso fumar o consumir drogas. No lo es, para evitar ese flagelo,
vender armas, criminalizar, destruir las instituciones políticas, resguardar la
corrupción, militarizar y generar una violencia donde todos perdemos en
dignidad y en vida.
Contra ese
deterioro moral, que se pretende moral, hay que poner en el centro de todo al
ser humano. Junto a la degradación de la tradición puritana y católica, la
fuente del Evangelio nos enseña que la causa de Dios es la causa del hombre o,
traducido en términos de laicidad, la causa de la vida política es la dignidad
del hombre, de todos los hombres: los otros no son lo extraño ni lo salvaje,
son nuestros prójimos. Detener la guerra contra las drogas con políticas
humanas debe ser la prioridad de la agenda política y civil de México y EU. Sin
ella, el horror de la barbarie disfrazada de pureza se instalará para siempre
entre nosotros.
Además opino
que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas
presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de
las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro,
liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz,
cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de
Calderón.
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