domingo, 27 de mayo de 2012

CINISMO COMO POLÍTICA

Por: Francisco Valdés Ugalde / EL Universal
La juventud es un termómetro de muchas cosas y el mercurio parece estar cerca de romper el capilar que lo contiene. El brote de protestas de universitarios indica un hartazgo que toca fondo. Todos los indicadores disponibles de la percepción ciudadana de la política apuntan a ese hartazgo. Y aun así, la política es y seguirá siendo inevitable.
Los universitarios lo saben: en el fondo del rechazo a los modos de hacer política y gobierno está la disyuntiva entre la recuperación de la ciudadanía y la insignificancia ante el poder.
La democratización del sistema electoral ha servido más para darnos cuenta de qué tan bajo ha caído el país que para reordenarlo bajo nuevos paradigmas. La inoperancia del sistema presidencialista de partido hegemónico bajo reglas de efectiva competencia electoral dio paso a una cadena sin fin de oportunismo político. La razón es muy sencilla: los mecanismos de control que disciplinaban a la clase política desaparecieron al acabar el control electoral. Las famosas reglas “metaconstitucionales” que garantizaban la unidad, el control vertical y la disciplina se evaporaron.
En su lugar no se formularon nuevas reglas que las sustituyesen. Se quebró la carreta y seguimos arrastrando las astillas. En vez del control centralizado se descentralizó el poder. Ésa fue una buena noticia, pero la mala es que junto a ella no se formularon las reglas de control del poder político y de su ejercicio a la altura del ejercicio democrático de la ciudadanía. Los partidos políticos eran los pilares de esa sustitución, pero fallaron en toda la línea. En vez de conducir al reordenamiento de la dispersión gobernando a sus huestes y estableciendo las nuevas pautas para la política han encabezado la competencia de oportunismos que predomina en la política.
La negativa sistemática a aceptar la reelección legislativa y municipal, a reformar el federalismo, a establecer mecanismos de veto y reconducción entre Ejecutivo y Legislativo, entre otros, han dado por resultado ese permanente arrastrar de la carreta desvencijada. En síntesis, se trata de la negación de la voluntad nacional de contar con leyes que controlen el poder, que lo ordenen para que sirva a la sociedad, que lo acerquen a los ciudadanos para que crezcan como demócratas, para que las instituciones sean representativas de las preferencias, necesidades y aspiraciones de la ciudadanía, como lo ordena la Constitución de la República en el artículo 40.
Los principales responsables son, a la vez, los políticos y los partidos. El interés oportunista por la acumulación de poder es la clave de la explicación. A río revuelto ganancia de pescadores, a menos instituciones de control del poder, de acercamiento vinculante entre ciudadanos y políticos y funcionarios, de inducción de la gobernabilidad democrática, más “libertad” de los políticos para sustituir la agenda nacional con la suya propia. No se puede sobrevivir como demócrata en las ruinas de un edificio autoritario. Hacerlo por error es comedia, hacerlo por imposibilidad es tragedia, pero hacerlo por negligencia es cinismo. Este último es el que se ha instalado en el centro de la política mexicana. 15 años (97-2012) de “atorón” no mienten. Es lo que llevamos manteniendo la convivencia entre nuevas reglas democráticas de acceso al poder y el edificio vetusto de su ejercicio construido en los años 30 para borrar la impronta democrática de la Constitución de 1917.
A estas alturas el cinismo es un componente ineludible de la explicación. Ya no basta decir que razones pragmáticas o deberes históricos obligan a conservar el aparato, pues es ese aparato el que incentiva la corrupción, el abuso de poder, el alejamiento de la política respecto a los ciudadanos y las necesidades de la sociedad. La ausencia de cooperación entre competidores es insostenible en la democracia. Sólo se justifica en el lenguaje de la guerra. La democracia no el lucha por el poder. Ésta es sólo una parte de ella y un mecanismo para que triunfen las mejores opciones. Una vez que esto pasa se abren los tiempos de la cooperación política. Pero ésta no ocurre sin reglas que obliguen a que ocurra, sin leyes vinculantes que impongan a los actores las obligaciones concomitantes a las responsabilidades del cargo.
Los jóvenes universitarios han percibido el cinismo en el alejamiento de la política de las necesidades y sentimientos de los ciudadanos. De qué otra forma se puede resumir su protesta sino bajo el común denominador de que califican las prácticas predominantes de la política y sus complicidades como ejercicio del cinismo. Mientras que en las aulas se enseña la moral y las virtudes de la democracia, en el ágora se conducen los asuntos en complacencia y desvergüenza. El espectáculo es insostenible.
Es refrescante la aparición de estas expresiones juveniles. No sabemos cuánto vigor alcancen en la coyuntura electoral, pero es imperativo que se organicen permanentemente.

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