Por: Francisco Valdés Ugalde / EL Universal
La juventud es un
termómetro de muchas cosas y el mercurio parece estar cerca de romper el
capilar que lo contiene. El brote de protestas de universitarios
indica un hartazgo que toca fondo. Todos los indicadores disponibles de
la percepción ciudadana de la política apuntan a ese hartazgo. Y aun
así, la política es y seguirá siendo inevitable.
Los universitarios lo saben: en el fondo
del rechazo a los modos de hacer política y gobierno está la disyuntiva
entre la recuperación de la ciudadanía y la insignificancia ante el
poder.
La democratización del sistema electoral ha servido más
para darnos cuenta de qué tan bajo ha caído el país que para reordenarlo
bajo nuevos paradigmas. La inoperancia del sistema presidencialista de
partido hegemónico bajo reglas de efectiva competencia electoral dio
paso a una cadena sin fin de oportunismo político. La razón es muy
sencilla: los mecanismos de control
que disciplinaban a la clase política desaparecieron al acabar el
control electoral. Las famosas reglas “metaconstitucionales” que
garantizaban la unidad, el control vertical y la disciplina se
evaporaron.
En su lugar no se formularon nuevas reglas que las
sustituyesen. Se quebró la carreta y seguimos arrastrando las astillas.
En vez del control centralizado se descentralizó el poder. Ésa fue una
buena noticia, pero la mala es que junto a ella no se formularon las
reglas de control del poder político y de su ejercicio a la altura del
ejercicio democrático de la ciudadanía. Los partidos políticos eran los
pilares de esa sustitución, pero fallaron en toda la línea. En vez de
conducir al reordenamiento de la dispersión gobernando a sus huestes y
estableciendo las nuevas pautas para la política han encabezado la competencia de oportunismos que predomina en la política.
La negativa sistemática a aceptar la reelección legislativa y
municipal, a reformar el federalismo, a establecer mecanismos de veto y
reconducción entre Ejecutivo y Legislativo, entre otros, han dado por
resultado ese permanente arrastrar de la carreta desvencijada. En
síntesis, se trata de la negación de la voluntad nacional de contar con
leyes que controlen el poder, que lo ordenen para que sirva a la
sociedad, que lo acerquen a los ciudadanos para que crezcan como
demócratas, para que las instituciones sean representativas de las
preferencias, necesidades y aspiraciones de la ciudadanía, como lo
ordena la Constitución de la República en el artículo 40.
Los principales responsables son, a la vez, los políticos y los
partidos. El interés oportunista por la acumulación de poder es la clave
de la explicación. A río revuelto ganancia de pescadores, a menos
instituciones de control del poder, de acercamiento vinculante entre
ciudadanos y políticos y funcionarios, de inducción de la gobernabilidad
democrática, más “libertad” de los políticos para sustituir la agenda
nacional con la suya propia. No se puede sobrevivir como demócrata en
las ruinas de un edificio autoritario. Hacerlo por error es comedia,
hacerlo por imposibilidad es tragedia, pero hacerlo por negligencia es
cinismo. Este último es el que se ha instalado en el centro de la
política mexicana. 15 años (97-2012) de “atorón” no mienten. Es lo que
llevamos manteniendo la convivencia entre nuevas reglas democráticas de
acceso al poder y el edificio vetusto de su ejercicio construido en los
años 30 para borrar la impronta democrática de la Constitución de 1917.
A estas alturas el cinismo es un componente ineludible de la
explicación. Ya no basta decir que razones pragmáticas o deberes
históricos obligan a conservar el aparato, pues es ese aparato el que
incentiva la corrupción, el abuso de poder, el alejamiento de la
política respecto a los ciudadanos y las necesidades de la sociedad. La
ausencia de cooperación entre competidores es insostenible en la
democracia. Sólo se justifica en el lenguaje de la guerra. La democracia
no el lucha por el poder. Ésta es sólo una parte de ella y un mecanismo
para que triunfen las mejores opciones. Una vez que esto pasa se abren
los tiempos de la cooperación política. Pero ésta no ocurre sin reglas
que obliguen a que ocurra, sin leyes vinculantes que impongan a los
actores las obligaciones concomitantes a las responsabilidades del
cargo.
Los jóvenes universitarios han percibido el cinismo en el
alejamiento de la política de las necesidades y sentimientos de los
ciudadanos. De qué otra forma se puede resumir su protesta sino bajo el
común denominador de que califican las prácticas predominantes de la
política y sus complicidades como ejercicio del cinismo. Mientras que en
las aulas se enseña la moral y las virtudes de la democracia, en el
ágora se conducen los asuntos en complacencia y desvergüenza. El
espectáculo es insostenible.
Es refrescante la aparición de estas expresiones juveniles. No
sabemos cuánto vigor alcancen en la coyuntura electoral, pero es
imperativo que se organicen permanentemente.
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