La economía es una ciencia, un instrumento útil, pero
no un dogma o una receta de la que se pueden deducir soluciones simples
Juan Ignacio
Palacio Morena / El
País
Socialmente
se ha instalado la idea de que los economistas son los principales legitimadores
del actual estatus social. Nadie mejor lo expresa quizá que El Roto en sus
viñetas. En una de ellas se dice: "¿Cómo te pudo pegar el patrón siendo tú
más fuerte que él? Es que me estaba sujetando un economista”. Esto no sólo es
fruto de que los economistas que más han aparecido en los medios de
comunicación han sido defensores de posiciones que han confundido
liberalización con desregulación (“neoliberales”) y como consecuencia han
apostado más por la reducción de costes laborales que por la mejora de la
productividad. Se debe también a que buena parte de la sociedad ha puesto por
encima los valores individuales, que son los que mejor se expresan en los
mercados mediante el intercambio interesado, sobre los valores colectivos, los
que adquieren carta de naturaleza a través del Estado y la vida pública, y los
comunitarios, que responden a valores compartidos.
El economicismo,
o preponderancia del cálculo económico sobre las valoraciones de carácter
social o personal, se ha extendido como una mancha de aceite desde mucho tiempo
atrás. Esto se ha visto favorecido por la identificación del sistema de mercado
con el capitalismo y por la concepción del Estado como alternativa al mercado.
El capital no es sino renta acumulada y cuando uno de los principales fines de
una mayoría social es la acumulación, el poseer cuanto más mejor (“tener o ser”
planteaba Erich Fromm), la sociedad entera acaba por cimentarse sobre esos
valores. El rechazo de parte de muchos, si no a esos valores sí a los
resultados de desigualdad e injusticia que acarrean, se ha centrado casi
exclusivamente en reivindicar el papel del Estado, de lo público, como
instrumento redistribuidor que limite al mercado o incluso que lo sustituya.
Aunque el
debate capitalismo versus socialismo parece haber desaparecido de escena, sigue
polarizando las posiciones de una mayoría de la población y alimentando el
enfrentamiento político. El mercado tiende a asimilarse al capitalismo y el
Estado al socialismo. Es cierto que los defensores del capitalismo o liberalismo
económico han aceptado de mejor o peor grado un notable peso del Estado. Por su
parte, los valedores del socialismo partidarios del intervencionismo estatal
admiten, a veces de forma casi resignada, la presencia del mercado. No por ello
mercado y Estado dejan de aparecer como contrapuestos. Y lo que es aún peor,
con ello se ignora el papel de la sociedad civil, la relevancia de los valores
compartidos asumidos libremente por las personas. Todo parece reducirse a los
valores e intereses individuales, la búsqueda del interés propio como fórmula
del bienestar social (fábula de las abejas de Mandeville), o a la
preponderancia del interés colectivo garantizado por el legítimo poder coactivo
del Estado.
El 'economicismo' o preponderancia del cálculo económico
sobre las valoraciones sociales se ha extendido como una mancha de aceite
La exclusión
de la sociedad civil favorece la simple iniciativa o medre individual o
alternativamente la pasividad del individuo que confía el logro de la justicia
social en exclusiva al Estado. Esto, a la larga, entraña un grave riesgo de
anarquía social o de populismo que deriva hacia regímenes autoritarios. No
puede haber sociedades equilibradas sin que coexistan sociedad civil, Estado y
mercado. No es posible aspirar a un mayor bienestar social sin que convivan y
se fecunden mutuamente valores compartidos de carácter comunitario, fines
colectivos garantizados por el Estado e intercambios interesados que se
encauzan a través de los mercados. Las alternativas “puras” y exclusivistas, la
de la Sociedad Civil que confía todo a la buena voluntad y los valores
solidarios (anarquismo), la del Estado que le da el monopolio de la actuación
social (comunismo o socialismo), o la del mercado que hace de la búsqueda del
bien propio el único medio de consecución del bienestar social, están
condenadas al fracaso.
Recientemente
Ignacio Sánchez Cuenca (diario El País, El economista rey, 2 de mayo de
2012) afirmaba: “Los economistas están tan convencidos de la bondad de sus
modelos que nunca valoran la pérdida de autogobierno democrático que supone la
implantación de sus recetas institucionales”. Esta generalización carece de
sentido, aunque quizás se explica por la preponderancia que socialmente se ha
acabado dando a la economía y, sobre todo, por la distorsión que ha supuesto
que en los medios de comunicación hayan aparecido casi en exclusiva las
opiniones de los economistas voceros del poder político y económico, arropados
por un halo de excelencia académica. Esos no son el economistas rey como
figura representativa de todos o la mayoría de los economistas, sino que se han
convertido con el apoyo de un amplio entramado en los “reyes de la economía”.
Hay
economistas que son y han sido buenos profesionales, como algunos de los que
nos hemos agrupado en torno a la iniciativa de Economistas frente a la
crisis, y que no nos creemos reyes de nada, Entre otras cosas porque
concebimos que la ciencia es un instrumento útil pero no un dogma, una verdad
absoluta, ni una receta, algo de lo que se pueden deducir soluciones simples.
Por eso creemos que debemos aportar nuestro granito de arena pero que la
adopción de una determinada política económica es responsabilidad en última
instancia de los representantes elegidos democráticamente y que son ellos los
que deben explicar el sentido y las razones de dicha política, en lugar de
aludir a una supuesta racionalidad económica universal.
Juan Ignacio
Palacio Morena es
catedrático de Economía Aplicada y miembro de Economistas frente a la
crisis.
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