ENRIQUE KRAUZE / REFORMA
Los jóvenes
piensan por sí mismos y actúan por sí mismos pero quizá les convenga no
escucharse sólo a sí mismos. Por eso hace unos días les sugerí (a través de su
medio natural, el Twitter) que trabajaran en la fundación de un nuevo partido
político. No fue una ocurrencia: es una idea con sustento histórico y lógica
política.
En México ha
habido movimientos estudiantiles desde tiempos de la Colonia. Muy pocos
trascendieron a su momento. Hacia 1885, los estudiantes se opusieron al oneroso
pago de la deuda inglesa. A principios del siglo XX los jóvenes anarquistas
denunciaron la muerte de la Constitución, y en 1911 los liberales aclamaron a Madero.
Quizá el primer movimiento de relevancia fue el vasconcelista.
Lo
integraban los jóvenes indignados que en 1929 conquistaron la autonomía
universitaria. Su objetivo era derrotar en las urnas a los generales sonorenses
y llevar al poder a un caudillo cultural, el educador y filósofo José
Vasconcelos. Al ver la efervescencia estudiantil, Manuel Gómez Morin (quien
rebasaba apenas los treinta años de edad) advirtió a Vasconcelos sobre el
riesgo de sacrificar una generación en el altar de su propio liderazgo
personalista (su "dictadura apostólica", le llamó). Era preferible
crear una organización política permanente. Tras la previsible derrota, el
movimiento se esfumó como una burbuja. La mayoría de sus miembros abandonaron
el ideal democrático y abrazaron el comunismo, el fascismo o la burocracia gris
y corrupta. La frustración llevó a algunos al alcoholismo y aun al suicidio.
Habían perdido la oportunidad de vertebrar una institución propia, que
perdurara.
El siguiente
gran movimiento estudiantil fue, por supuesto, el de 1968. Participé en él como
alumno de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. En el cenit del poderoso
sistema político mexicano, bajo un presidente autoritario y paranoico,
manifestarse en las calles podía costar la vida. Y muchos compañeros nuestros
pagaron con sus vidas esas libertades que ahora son normales. El movimiento fue
un precursor de la democracia mexicana pero el destino de muchos líderes fue
triste y en algunos casos trágico. La historia habría sido distinta si
hubiéramos escuchado las voces que simpatizaban con nosotros pero que,
pidiéndonos reflexión y sensatez, nos sugerían formas cívicas para hacer que
perdurara nuestro movimiento. La alternativa de formar un partido político era
viable, a mediano plazo. En 1971, al salir de la cárcel, Heberto Castillo
trabajó infructuosamente en ese sentido. De haber secundado su proyecto, los
jóvenes que no creían en la vía violenta habrían contado con un partido de
izquierda independiente mucho antes de la fundación del PRD.
Las
circunstancias actuales son muy distintas. A diferencia de 1929 y 1968, México
es ya -con todos sus grandes defectos- una democracia, y los jóvenes deben ser
los primeros garantes de que el orden democrático se consolide en un clima
político de civilidad y tolerancia. En 1929 gobernaban los militares y en 1968
mandaba Díaz Ordaz. Hoy hay una presidencia acotada. Existen tres sólidos
partidos políticos y los jóvenes del movimiento actual podrán legítimamente
inclinarse por el candidato de su preferencia (muchos, según han manifestado,
lo harán por López Obrador). Pero creo que las experiencias de 1929 y 1968
arrojan lecciones dignas de meditarse: si quieren que su movimiento no se
esfume tienen que tomar en serio la participación política, y esta
participación debe ser invariablemente autónoma.
Si no es
ahora, ¿cuándo? El país atraviesa por la mayor crisis desde la Revolución. Los
partidos pequeños son vergonzosas franquicias familiares o meros cotos de
poder, y los grandes han decepcionado a la ciudadanía: ven más por sí mismos
que por sus supuestos representados. Hace falta uno nuevo: limpio, visionario,
moderno.
Cierto,
crear un nuevo partido bajo la legislación actual está cuesta arriba. Para
comenzar, la organización debería notificar su propósito al IFE en enero de 2013.
Enseguida tendrían que llevarse a cabo asambleas en 20 entidades o en 200
distritos electorales, con la asistencia de por lo menos 3 mil o 300 afiliados,
respectivamente, que aprobarían la declaración de principios, el programa de
acción y los estatutos del nuevo partido. Un funcionario designado por el IFE
certificaría la realización de una primera asamblea nacional. En enero de 2017,
la organización debería presentar su solicitud de registro como partido
político nacional, y con ella un número total de afiliados verificable no menor
al 0.26% del padrón y con un año de antigüedad. De haber cumplido con los
requisitos, el registro tendría efecto el primero de agosto siguiente, once
meses antes de la próxima elección a la Presidencia. Todo lo cual suena muy
difícil pero no imposible, sobre todo en la era de Twitter y Facebook. Y el
tiempo vuela: el 2018 está a la vuelta de la esquina.
El
movimiento actual está muy lejos de la dimensión, la articulación y la
profundidad de los de 1929 ó 1968. Su rechazo al PRI y sus demandas de
transparencia son comprensibles (si bien, en este caso, deberían hacerlas
extensivas a otros medios electrónicos o impresos). Pero los males del país son
infinitamente más vastos y complejos, y requieren que los jóvenes los aborden con
un análisis serio que vaya más allá de la retórica.
Las
revoluciones, las dictaduras y las crisis son grandes escuelas de madurez. En
ellas los jóvenes se despiertan adultos porque sienten que el futuro -su
futuro, nada menos- se les escapa de las manos. Pero no basta protestar,
marchar y pintar pancartas. Y es contraproducente e indigno exhibir
intolerancia, agresividad y odio: ser joven no es garantía de superioridad
moral. Por todo ello (y porque ser estudiante es, por definición, una condición
transitoria) creo que la única forma de trascender es crear organizaciones
permanentes.
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