"El temporal sigue arreciando y no hay más remedio que aguantar, ya que ante las inclemencias del tiempo nada cabe hacer, excepto ponerse a cubierto, el que pueda, claro"
Se pretende igualarnos en rentas con los países emergentes. En esto, entre otras cosas, consiste la reforma laboral recién estrenada, en igualar por abajo al personal
Juan Usach / El País
The expected never happens; it’s the unexpected always. J.M. Keynes
La ansiedad que produce la gran recesión va generalizando la pregunta de si saldremos de esta. La respuesta de nuestros más ínclitos economistas es: sí, desde luego. Ahora bien, lo fundamental no es saber si saldremos o no, sino en qué condiciones: vivos, zombis o directamente muertos, por este orden. La recesión es como un temporal de invierno, pasar pasa, de hecho el sol sigue despuntando todos los días y finalmente supera al mal tiempo, pero es su duración e intensidad lo que determina el paisaje y el paisanaje resultante. Por el momento, el temporal sigue arreciando y no hay más remedio que aguantar, ya que ante las inclemencias del tiempo nada cabe hacer, excepto ponerse a cubierto, el que pueda, claro.
Del discurso oficialista se destila la presencia de un bucle infernal en el que el endeudamiento no nos permite gastar y, al mismo tiempo, la ausencia de gasto no nos permite crecer e ir pagando nuestras deudas, lo cual, manteniendo las coberturas sociales, nos conduce a su vez a un mayor endeudamiento. Además, se da por sentado que no tenemos soberanía para decidir, porque, al estar endeudados, es el acreedor el que tiene la sartén por el mango, aumentándonos la carga de intereses al menor intento de salida de la senda de gasto preestablecida.
Por tanto, no queda otra que, para no aumentar la deuda, reducir rentas, lo que, a su vez, pone en peligro el crecimiento. Pero, oiga, entonces, si con estas medidas se pone también en peligro el crecimiento ¿cómo se sale del atolladero? Bueno pues, en teoría, la reducción de rentas mejorará la productividad y la competitividad de nuestra producción, siempre y cuando haya alguien (no nosotros, que estamos secos) que se encuentre en condiciones de comprarla, es decir, que aumente la demanda de nuestros productos en el exterior. También ayudará un cambio de expectativas en el consumo y la inversión, como consecuencia de nuestra seriedad en el dispendio y de las reformas estructurales emprendidas en el mercado laboral y financiero. Sin embargo, parece que estas expectativas de consumo e inversión (sobre todo las primeras, que son las esenciales), que ya estaban tiritando antes de las reformas y los recortes, se han retirado a invernar después de tales mudanzas ante el peligro de congelación, esperando tiempos mejores. Por tanto, el efecto confianza que, al decir de algunos, tan fundamental resultaba para generar expectativas favorables en el crecimiento y el empleo parece disiparse por momentos.
Obsérvese también que en este discurso, de repente, otras estrategias para vender nuestra producción, como la inversión en I+D+i, la diferenciación de producto, la aportación de intangibles, las mejoras de productividad, etc., han declinado al grado de milonga en favor de la disminución de los salarios y de las coberturas sociales, aproximándolas a los países que compiten directamente con nuestra producción. Dicho más a la pata la llana, se pretende igualarnos en rentas con los países emergentes. En esto, entre otras cosas, consiste la reforma laboral recién estrenada, en igualar por abajo al personal. Cabe preguntarse por qué no se muestra la misma perseverancia en igualar a estos países emergentes con el resto de los más avanzados y de paso eliminar el dumping social y ecológico que refleja el bajo precio de sus productos.
Respecto a la otra reforma, la del sector financiero, aspira a facilitar el crédito a la pequeña y mediana empresa, aunque claro, este gremio va a lo suyo y sigue lamiéndose las heridas que le ha dejado el atracón inmobiliario, captando liquidez de donde puede y obteniendo rentabilidad en apuestas seguras como la deuda pública.
Pues bien, si no aumenta nuestro gasto ni el de los países que nos compran, ni el conjunto de la zona euro está dispuesto a admitir más inflación a cambio de menos deuda, dándole al rodillo de la expansión monetaria, estamos abocados a convertir nuestra economía en un bonito páramo. Y cuando decimos aumentar el gasto no nos estamos refiriendo al alivio en la disminución del déficit de un punto y pico como parece (Mercozy mediante) que va a recogerse en los presupuestos. Un respiro, por otra parte, consecuencia del miedo más que de la propia convicción.
Claro que también Keynes tenía salidas hasta para cuando no se querían aplicar sus soluciones y como nos advertía en la cita que se enuncia al principio, cuando todo indica que va a ocurrir lo inevitable surge siempre lo imprevisto. Quedamos pues a la espera de esto último. Atentos.
Juan Usach es doctor en Economía.
Se pretende igualarnos en rentas con los países emergentes. En esto, entre otras cosas, consiste la reforma laboral recién estrenada, en igualar por abajo al personal
Juan Usach / El País
The expected never happens; it’s the unexpected always. J.M. Keynes
La ansiedad que produce la gran recesión va generalizando la pregunta de si saldremos de esta. La respuesta de nuestros más ínclitos economistas es: sí, desde luego. Ahora bien, lo fundamental no es saber si saldremos o no, sino en qué condiciones: vivos, zombis o directamente muertos, por este orden. La recesión es como un temporal de invierno, pasar pasa, de hecho el sol sigue despuntando todos los días y finalmente supera al mal tiempo, pero es su duración e intensidad lo que determina el paisaje y el paisanaje resultante. Por el momento, el temporal sigue arreciando y no hay más remedio que aguantar, ya que ante las inclemencias del tiempo nada cabe hacer, excepto ponerse a cubierto, el que pueda, claro.
Del discurso oficialista se destila la presencia de un bucle infernal en el que el endeudamiento no nos permite gastar y, al mismo tiempo, la ausencia de gasto no nos permite crecer e ir pagando nuestras deudas, lo cual, manteniendo las coberturas sociales, nos conduce a su vez a un mayor endeudamiento. Además, se da por sentado que no tenemos soberanía para decidir, porque, al estar endeudados, es el acreedor el que tiene la sartén por el mango, aumentándonos la carga de intereses al menor intento de salida de la senda de gasto preestablecida.
Por tanto, no queda otra que, para no aumentar la deuda, reducir rentas, lo que, a su vez, pone en peligro el crecimiento. Pero, oiga, entonces, si con estas medidas se pone también en peligro el crecimiento ¿cómo se sale del atolladero? Bueno pues, en teoría, la reducción de rentas mejorará la productividad y la competitividad de nuestra producción, siempre y cuando haya alguien (no nosotros, que estamos secos) que se encuentre en condiciones de comprarla, es decir, que aumente la demanda de nuestros productos en el exterior. También ayudará un cambio de expectativas en el consumo y la inversión, como consecuencia de nuestra seriedad en el dispendio y de las reformas estructurales emprendidas en el mercado laboral y financiero. Sin embargo, parece que estas expectativas de consumo e inversión (sobre todo las primeras, que son las esenciales), que ya estaban tiritando antes de las reformas y los recortes, se han retirado a invernar después de tales mudanzas ante el peligro de congelación, esperando tiempos mejores. Por tanto, el efecto confianza que, al decir de algunos, tan fundamental resultaba para generar expectativas favorables en el crecimiento y el empleo parece disiparse por momentos.
Obsérvese también que en este discurso, de repente, otras estrategias para vender nuestra producción, como la inversión en I+D+i, la diferenciación de producto, la aportación de intangibles, las mejoras de productividad, etc., han declinado al grado de milonga en favor de la disminución de los salarios y de las coberturas sociales, aproximándolas a los países que compiten directamente con nuestra producción. Dicho más a la pata la llana, se pretende igualarnos en rentas con los países emergentes. En esto, entre otras cosas, consiste la reforma laboral recién estrenada, en igualar por abajo al personal. Cabe preguntarse por qué no se muestra la misma perseverancia en igualar a estos países emergentes con el resto de los más avanzados y de paso eliminar el dumping social y ecológico que refleja el bajo precio de sus productos.
Respecto a la otra reforma, la del sector financiero, aspira a facilitar el crédito a la pequeña y mediana empresa, aunque claro, este gremio va a lo suyo y sigue lamiéndose las heridas que le ha dejado el atracón inmobiliario, captando liquidez de donde puede y obteniendo rentabilidad en apuestas seguras como la deuda pública.
Pues bien, si no aumenta nuestro gasto ni el de los países que nos compran, ni el conjunto de la zona euro está dispuesto a admitir más inflación a cambio de menos deuda, dándole al rodillo de la expansión monetaria, estamos abocados a convertir nuestra economía en un bonito páramo. Y cuando decimos aumentar el gasto no nos estamos refiriendo al alivio en la disminución del déficit de un punto y pico como parece (Mercozy mediante) que va a recogerse en los presupuestos. Un respiro, por otra parte, consecuencia del miedo más que de la propia convicción.
Claro que también Keynes tenía salidas hasta para cuando no se querían aplicar sus soluciones y como nos advertía en la cita que se enuncia al principio, cuando todo indica que va a ocurrir lo inevitable surge siempre lo imprevisto. Quedamos pues a la espera de esto último. Atentos.
Juan Usach es doctor en Economía.
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