David Ibarra / El Universal
Analista político
La
crisis económica que asuela al mundo tiene raíces políticas innegables
al asociarse con la disolución, erosión o empobrecimiento de los grandes
pactos colectivos en que se sustentó la cohesión social y el intenso
crecimiento mundial durante las tres décadas iniciales de la posguerra.
Hoy,
en cambio, hay la separación ascendente entre la debilitada capacidad
de respuesta de los gobiernos a las demandas ciudadanas y el cúmulo
abigarrado, exigente, de obligaciones ante instituciones y tratados
internacionales, con gobiernos del exterior o con las normas rectoras de
la globalización. Hay crisis de gobernabilidad asentada en la
declinación de los estándares de vida, en disparidades sociales
ascendentes y en el estancamiento en el ingreso o tamaño de las clases
medias. Hoy, la política es presa de dictados económicos inapelables.
La
globalización terminó con el orden internacional de Bretton Woods que
armonizaba el multilateralismo de las relaciones económicas
internacionales y una amplia autonomía de gobiernos, responsabilizados
del empleo y el crecimiento en sus países. La capacidad de controlar los
movimientos de capitales, promover actividades productivas, establecer
relaciones industriales, controlar al sistema nacional de pagos, durante
30 años articularon intereses y preferencias colectivas al dar
contenido y dirección a las políticas públicas nacionales.
El
orden post Bretton Woods invierte el orden de las prelaciones políticas
dominantes. Ahora, importa la supresión de fronteras al comercio y a las
finanzas, la estabilidad de precios, el equilibrio presupuestario, en
vez de los objetivos anteriores del empleo o de la equidad. Y para ello
se establece una constelación de reglas, restricciones y recomendaciones
que restan autonomía a los gobiernos, muchas veces en perjuicio de la
función legitimizadora de las políticas estatales de las que depende en
última instancia la tranquilidad social de los países.
De la misma
manera, fue rescindido en los hechos el pacto entre trabajadores y
empresarios que determinó la tregua en la lucha de clases durante buena
parte del siglo XX. El meollo de ese acuerdo consistió en abrir las
puertas de la seguridad social a los trabajadores y ofrecerles políticas
de empleo pleno, a cambio de aceptar la disciplina de empresas y
mercados. Así se construyó la armazón institucional de los sindicatos,
la negociación colectiva o la legislación laboral que atenuó
disparidades distributivas extremas al tiempo que hizo del mercado de
trabajo el gozne vertebrador de la economía, la política y la protección
social.
Con la globalización, el objetivo medular de las
políticas públicas se desplaza a hacer ganar competitividad
internacional a los países. El offshoring y el outsourcing se diseminan
como reguero de pólvora para abatir los salarios y aprovechar los bajos
costos de los países con excedentes de mano de obra, dando ventaja a la
alta movilidad financiera de los capitales. El empleo deja de constituir
la preocupación central de los gobiernos, como lo demuestra el ascenso
vertiginoso de la desocupación en los países industrializados y del
trabajo informal en muchas naciones en desarrollo. Como consecuencia, se
repliegan los alcances de las garantías sociales, en tanto que se
acrecientan las cargas fiscales al trabajo y se desgravan los impuestos
directos, sobre todo los que cubren empresas y corporaciones. La
influencia de sindicatos, trabajadores y de grupos sociales
deficientemente representados, declina, mientras el poder económico de
los sectores privilegiados se transforma en poder político.
Más
aún, ante una de las peores crisis históricas —no finiquitada—, el
énfasis de los gobiernos de Europa y EU se vuelca no a corregir el
desempleo que alcanza cifras inusitadas, sino a consolidar los
presupuestos públicos desequilibrados por los rescates bancarios, aun a
riesgo de caer en una doble recesión con la eliminación —quizás antes de
tiempo— de medidas contracíclicas mediante la implantación de severa
austeridad al gasto del gobierno y las familias. Con éxito, los
hegemones financieros luchan a brazo partido por resguardar privilegios
políticos y económicos, por trasvasar costos a fiscos y sociedades.
En
EU ya es historia el pacto social del New Deal, el compromiso político
que sacó a ese país de la Gran Depresión e instrumentó acciones públicas
que, a la par de la recuperación, buscaron decididamente el empleo y la
redistribución del ingreso a favor de las clases populares. Dicho
acuerdo forzó al sector financiero a facilitar el desarrollo de la
economía real mediante la combinación de políticas fiscales, monetarias y
regulaciones mandatorias. Hoy prevalece la situación inversa.
El
fenómeno de la desregulación, singularmente financiera, erosionó la
estructura del New Deal. El poder político y la fuerza de los obreros
resultaron debilitados. Al tiempo que se abrieron las fronteras a favor
de las grandes corporaciones con desplazamiento de producción e
inversiones a países del exterior con mano de obra y recursos baratos o
regulaciones laxas, se reafirmó la hegemonía del sector financiero
norteamericano, llevada al extremo de ceder poco a poco a otros países
la supremacía productiva. La liberación bancaria y sobre todo del
crédito, sostuvo durante algún tiempo la demanda interna por la vía del
endeudamiento privado y público, compensadores transitorios de los
efectos de la concentración del ingreso, de la desindustrialización y de
los déficit externos de pagos.
En Europa, la exitosa alianza
entre los partidos socialdemócratas de los mercados tuvo su apogeo entre
1945 y 1970. La reconstrucción de los destrozos de la Segunda Guerra
Mundial y la formación de la Unión Europea, produjeron prosperidad,
ganancias y mejoría en la suerte de los grupos populares por la vía de
ensanchar empleo y los alcances del Estado benefactor.
Sin
embargo, el cambio de circunstancias trastoca las bases de ese acuerdo
social de la Unión Europea. En lo interno, la hegemonía productiva y
financiera de Alemania produjo desindustrialización entre los miembros
periféricos de la Unión que sólo pudo paliarse mediante el recurso al
financiamiento que suplió temporalmente la ausencia de políticas
fiscales comunes y de facultades del Banco Central Europeo como
prestamista de última instancia. Hoy se quieren subsanar esas y otras
debilidades que están en la raíz de la crisis, no mediante controles
financieros, sino por imposición de programas draconianos de austeridad a
las sociedades y gobiernos.
Para mala fortuna, la integración
universal de los mercados ha estado acompañada por la ruptura de muchos
de los pactos sociales básicos en muchas latitudes. En México, la
aceptación acrítica del Consenso de Washington desplazó de raíz, sin
compensación alguna, los objetivos sociales de la Revolución de 1917.
También en América Latina y con distinta fortuna, Chile, Argentina y
Brasil se esfuerzan por enmendar los desacomodos creados por la
globalización y por algunos de sus gobiernos anteriores. Centroamérica
se debate ante la triple dislocación de la apertura externa, los avances
limitados de su democracia y de su programa de integración regional.
En
suma, la solución de fondo a la crisis universal parece difícil, ya no
depende de la sola manipulación de variables económicas, reside en la
reconstrucción equitativa, mancomunada, de los pactos sociales y de los
paradigmas del orden internacional. Hay enormes escollos, se necesita
que la política gane primacía sobre la economía; que las reglas de la
globalización se humanicen para que los gobiernos puedan responder con
alguna autonomía democrática sus ciudadanos; que las élites financieras
acepten regulaciones que las pongan al servicio del empleo, de los
sectores reales de las economías y limiten sus actividades
especulativas. ¿Será ingenuo esperar tanto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario