sábado, 21 de abril de 2012

LA DEMOLICIÓN DE LOS PACTOS SOCIALES

David Ibarra / El Universal
Analista político
La crisis económica que asuela al mundo tiene raíces políticas innegables al asociarse con la disolución, erosión o empobrecimiento de los grandes pactos colectivos en que se sustentó la cohesión social y el intenso crecimiento mundial durante las tres décadas iniciales de la posguerra.
Hoy, en cambio, hay la separación ascendente entre la debilitada capacidad de respuesta de los gobiernos a las demandas ciudadanas y el cúmulo abigarrado, exigente, de obligaciones ante instituciones y tratados internacionales, con gobiernos del exterior o con las normas rectoras de la globalización. Hay crisis de gobernabilidad asentada en la declinación de los estándares de vida, en disparidades sociales ascendentes y en el estancamiento en el ingreso o tamaño de las clases medias. Hoy, la política es presa de dictados económicos inapelables.
La globalización terminó con el orden internacional de Bretton Woods que armonizaba el multilateralismo de las relaciones económicas internacionales y una amplia autonomía de gobiernos, responsabilizados del empleo y el crecimiento en sus países. La capacidad de controlar los movimientos de capitales, promover actividades productivas, establecer relaciones industriales, controlar al sistema nacional de pagos, durante 30 años articularon intereses y preferencias colectivas al dar contenido y dirección a las políticas públicas nacionales.
El orden post Bretton Woods invierte el orden de las prelaciones políticas dominantes. Ahora, importa la supresión de fronteras al comercio y a las finanzas, la estabilidad de precios, el equilibrio presupuestario, en vez de los objetivos anteriores del empleo o de la equidad. Y para ello se establece una constelación de reglas, restricciones y recomendaciones que restan autonomía a los gobiernos, muchas veces en perjuicio de la función legitimizadora de las políticas estatales de las que depende en última instancia la tranquilidad social de los países.
De la misma manera, fue rescindido en los hechos el pacto entre trabajadores y empresarios que determinó la tregua en la lucha de clases durante buena parte del siglo XX. El meollo de ese acuerdo consistió en abrir las puertas de la seguridad social a los trabajadores y ofrecerles políticas de empleo pleno, a cambio de aceptar la disciplina de empresas y mercados. Así se construyó la armazón institucional de los sindicatos, la negociación colectiva o la legislación laboral que atenuó disparidades distributivas extremas al tiempo que hizo del mercado de trabajo el gozne vertebrador de la economía, la política y la protección social.
Con la globalización, el objetivo medular de las políticas públicas se desplaza a hacer ganar competitividad internacional a los países. El offshoring y el outsourcing se diseminan como reguero de pólvora para abatir los salarios y aprovechar los bajos costos de los países con excedentes de mano de obra, dando ventaja a la alta movilidad financiera de los capitales. El empleo deja de constituir la preocupación central de los gobiernos, como lo demuestra el ascenso vertiginoso de la desocupación en los países industrializados y del trabajo informal en muchas naciones en desarrollo. Como consecuencia, se repliegan los alcances de las garantías sociales, en tanto que se acrecientan las cargas fiscales al trabajo y se desgravan los impuestos directos, sobre todo los que cubren empresas y corporaciones. La influencia de sindicatos, trabajadores y de grupos sociales deficientemente representados, declina, mientras el poder económico de los sectores privilegiados se transforma en poder político.
Más aún, ante una de las peores crisis históricas —no finiquitada—, el énfasis de los gobiernos de Europa y EU se vuelca no a corregir el desempleo que alcanza cifras inusitadas, sino a consolidar los presupuestos públicos desequilibrados por los rescates bancarios, aun a riesgo de caer en una doble recesión con la eliminación —quizás antes de tiempo— de medidas contracíclicas mediante la implantación de severa austeridad al gasto del gobierno y las familias. Con éxito, los hegemones financieros luchan a brazo partido por resguardar privilegios políticos y económicos, por trasvasar costos a fiscos y sociedades.
En EU ya es historia el pacto social del New Deal, el compromiso político que sacó a ese país de la Gran Depresión e instrumentó acciones públicas que, a la par de la recuperación, buscaron decididamente el empleo y la redistribución del ingreso a favor de las clases populares. Dicho acuerdo forzó al sector financiero a facilitar el desarrollo de la economía real mediante la combinación de políticas fiscales, monetarias y regulaciones mandatorias. Hoy prevalece la situación inversa.
El fenómeno de la desregulación, singularmente financiera, erosionó la estructura del New Deal. El poder político y la fuerza de los obreros resultaron debilitados. Al tiempo que se abrieron las fronteras a favor de las grandes corporaciones con desplazamiento de producción e inversiones a países del exterior con mano de obra y recursos baratos o regulaciones laxas, se reafirmó la hegemonía del sector financiero norteamericano, llevada al extremo de ceder poco a poco a otros países la supremacía productiva. La liberación bancaria y sobre todo del crédito, sostuvo durante algún tiempo la demanda interna por la vía del endeudamiento privado y público, compensadores transitorios de los efectos de la concentración del ingreso, de la desindustrialización y de los déficit externos de pagos.
En Europa, la exitosa alianza entre los partidos socialdemócratas de los mercados tuvo su apogeo entre 1945 y 1970. La reconstrucción de los destrozos de la Segunda Guerra Mundial y la formación de la Unión Europea, produjeron prosperidad, ganancias y mejoría en la suerte de los grupos populares por la vía de ensanchar empleo y los alcances del Estado benefactor.
Sin embargo, el cambio de circunstancias trastoca las bases de ese acuerdo social de la Unión Europea. En lo interno, la hegemonía productiva y financiera de Alemania produjo desindustrialización entre los miembros periféricos de la Unión que sólo pudo paliarse mediante el recurso al financiamiento que suplió temporalmente la ausencia de políticas fiscales comunes y de facultades del Banco Central Europeo como prestamista de última instancia. Hoy se quieren subsanar esas y otras debilidades que están en la raíz de la crisis, no mediante controles financieros, sino por imposición de programas draconianos de austeridad a las sociedades y gobiernos.
Para mala fortuna, la integración universal de los mercados ha estado acompañada por la ruptura de muchos de los pactos sociales básicos en muchas latitudes. En México, la aceptación acrítica del Consenso de Washington desplazó de raíz, sin compensación alguna, los objetivos sociales de la Revolución de 1917. También en América Latina y con distinta fortuna, Chile, Argentina y Brasil se esfuerzan por enmendar los desacomodos creados por la globalización y por algunos de sus gobiernos anteriores. Centroamérica se debate ante la triple dislocación de la apertura externa, los avances limitados de su democracia y de su programa de integración regional.
En suma, la solución de fondo a la crisis universal parece difícil, ya no depende de la sola manipulación de variables económicas, reside en la reconstrucción equitativa, mancomunada, de los pactos sociales y de los paradigmas del orden internacional. Hay enormes escollos, se necesita que la política gane primacía sobre la economía; que las reglas de la globalización se humanicen para que los gobiernos puedan responder con alguna autonomía democrática sus ciudadanos; que las élites financieras acepten regulaciones que las pongan al servicio del empleo, de los sectores reales de las economías y limiten sus actividades especulativas. ¿Será ingenuo esperar tanto?

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