Francisco Valdez Ugalde / El Universal
La política es el espacio de las decisiones colectivas. La democracia es la manera menos mala de organizarlas y, entre las formas democráticas, las que respetan e instauran mecanismos para agregar el pluralismo son las que mejor representan a la sociedad y las que ofrecen mayor bienestar general.
Desde 1996 instauramos en México un
régimen plural de partidos y un sistema electoral que emparejó la cancha
de juego entre ellos. El camino no fue sencillo pero sí exitoso. Hoy
tenemos siete partidos políticos, tres de los cuales representan a más
del 80% del electorado. Sin embargo, el pluralismo se ha transfigurado
en desorden. Esta imagen de desorden no proviene del pluralismo, sino de
la intolerancia ante él y de la resistencia a dar el paso lógico que el
pluralismo requiere: la transformación del sistema presidencial en uno
parlamentario, así sea progresivamente.
Hoy es evidente lo que sólo muy pocos veían en 1996: el pluralismo no se
casa con el sistema presidencial que, para funcionar, necesita
reducirlo idealmente a sólo dos opciones principales. Sin embargo, las
mismas fuerzas políticas que acordaron un sistema de partidos plural y
una cancha pareja se han resistido a iniciar pasos para reformar el
sistema presidencial en dirección al parlamentario.
Por el contrario, se ha dado ya un choque de trenes. La minireforma política que aprobó el Senado de la República se atoró en San Lázaro, en donde se empezó a construir una alternativa diferente: regresar a un statu quo ante 1996.
Junto a la negativa a aceptar la reforma senatorial que permitía la reelección consecutiva de legisladores y munícipes se ha construido otra iniciativa (del PRI) de reformas constitucionales entre las cuales destaca la derogación de la fracción V del artículo 54 constitucional. Esta fracción establece que ningún partido político podrá tener un número de diputados por los dos principios de representación (de mayoría y proporcional) que exceda en ocho puntos su participación porcentual en la votación nacional emitida.
Si esta fracción de la Constitución no hubiera estado vigente en 2009 el PRI habría obtenido 52% de las curules de la Cámara de Diputados con sólo el 39% de la votación nacional. Eso es lo que se llama una mayoría artificial: el mandato de menos del 40% de los electores conseguiría la mayoría sobre la verdadera mayoría (todos los restantes), cuyo pecado sería la división en virtud del pluralismo.
¿Qué tan democrática sería esta fórmula? Desde luego, medidas de ese tipo se aceptan en sistemas democráticos. Pero no es democrático que la mayoría sea gobernada por la minoría. Más eficacia pero menos representatividad. ¿Eso es lo que queremos?
Subsisten dos objeciones. Aun con esa fórmula, un partido podría no obtener la mayoría absoluta si su votación relativa no alcanza el equivalente funcional del 39% en el ejemplo mencionado anteriormente. Actualmente se requiere de un poco más del 42% porque la regla no ha cambiado y tendrá efecto en las elecciones. Pese a que no es imposible que un partido alcance esa cifra, aunque aún se antoja difícil (faltan los dos debates y dos meses para las elecciones). Lo que sí parece imposible es que un solo partido consiga las dos terceras partes de las dos cámaras necesarias para cambiar unilateralmente la Constitución.
Bajo el escenario más probable entrarán al Congreso al menos tres fuerzas políticas grandes y la contradicción entre el sistema presidencial y el pluralismo político continuará. La indecisión seguirá siendo la estrategia dominante respecto del régimen de ejercicio del poder.
No será una situación estática, pero es predecible que la confrontación continúe. Las únicas dos posibles salidas consistentes son, por un lado, la afirmación del régimen presidencial con dos variantes alternativas. El que está vigente en la estructura del régimen de ejercicio del gobierno, lo que sería una reafirmación del autoritarismo fundado por el Partido Nacional Revolucionario en 1933, o su transformación en un sistema que admita la reelección e institucionalice una regla de mayoría que, para ser genuinamente representativa, requeriría la subsistencia de sólo dos fuerzas políticas relevantes. La primera variante es el autoritarismo, la segunda se antoja imposible, pues ninguna fuerza minoritaria relevante querrá sacrificarse.
El otro camino es aceptar que el pluralismo es una decisión genuina del pueblo mexicano y que debería ser indiscutible para la clase política. Por eso, el deber de esta última sería encontrar el camino para edificar un nuevo régimen de gobierno que nos acerque al futuro y no al pasado. Esta alternativa exige un esfuerzo inaudito de los grupos minoritarios que, dentro de cada fuerza principal, consideran necesario y viable el tránsito hacia una nueva forma de gobierno simultáneamente más representativo y más eficaz: el sistema parlamentario en alguna de sus formas. Ya veremos que ocurre en lo inmediato, pero la historia continuará.
Por el contrario, se ha dado ya un choque de trenes. La minireforma política que aprobó el Senado de la República se atoró en San Lázaro, en donde se empezó a construir una alternativa diferente: regresar a un statu quo ante 1996.
Junto a la negativa a aceptar la reforma senatorial que permitía la reelección consecutiva de legisladores y munícipes se ha construido otra iniciativa (del PRI) de reformas constitucionales entre las cuales destaca la derogación de la fracción V del artículo 54 constitucional. Esta fracción establece que ningún partido político podrá tener un número de diputados por los dos principios de representación (de mayoría y proporcional) que exceda en ocho puntos su participación porcentual en la votación nacional emitida.
Si esta fracción de la Constitución no hubiera estado vigente en 2009 el PRI habría obtenido 52% de las curules de la Cámara de Diputados con sólo el 39% de la votación nacional. Eso es lo que se llama una mayoría artificial: el mandato de menos del 40% de los electores conseguiría la mayoría sobre la verdadera mayoría (todos los restantes), cuyo pecado sería la división en virtud del pluralismo.
¿Qué tan democrática sería esta fórmula? Desde luego, medidas de ese tipo se aceptan en sistemas democráticos. Pero no es democrático que la mayoría sea gobernada por la minoría. Más eficacia pero menos representatividad. ¿Eso es lo que queremos?
Subsisten dos objeciones. Aun con esa fórmula, un partido podría no obtener la mayoría absoluta si su votación relativa no alcanza el equivalente funcional del 39% en el ejemplo mencionado anteriormente. Actualmente se requiere de un poco más del 42% porque la regla no ha cambiado y tendrá efecto en las elecciones. Pese a que no es imposible que un partido alcance esa cifra, aunque aún se antoja difícil (faltan los dos debates y dos meses para las elecciones). Lo que sí parece imposible es que un solo partido consiga las dos terceras partes de las dos cámaras necesarias para cambiar unilateralmente la Constitución.
Bajo el escenario más probable entrarán al Congreso al menos tres fuerzas políticas grandes y la contradicción entre el sistema presidencial y el pluralismo político continuará. La indecisión seguirá siendo la estrategia dominante respecto del régimen de ejercicio del poder.
No será una situación estática, pero es predecible que la confrontación continúe. Las únicas dos posibles salidas consistentes son, por un lado, la afirmación del régimen presidencial con dos variantes alternativas. El que está vigente en la estructura del régimen de ejercicio del gobierno, lo que sería una reafirmación del autoritarismo fundado por el Partido Nacional Revolucionario en 1933, o su transformación en un sistema que admita la reelección e institucionalice una regla de mayoría que, para ser genuinamente representativa, requeriría la subsistencia de sólo dos fuerzas políticas relevantes. La primera variante es el autoritarismo, la segunda se antoja imposible, pues ninguna fuerza minoritaria relevante querrá sacrificarse.
El otro camino es aceptar que el pluralismo es una decisión genuina del pueblo mexicano y que debería ser indiscutible para la clase política. Por eso, el deber de esta última sería encontrar el camino para edificar un nuevo régimen de gobierno que nos acerque al futuro y no al pasado. Esta alternativa exige un esfuerzo inaudito de los grupos minoritarios que, dentro de cada fuerza principal, consideran necesario y viable el tránsito hacia una nueva forma de gobierno simultáneamente más representativo y más eficaz: el sistema parlamentario en alguna de sus formas. Ya veremos que ocurre en lo inmediato, pero la historia continuará.
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