Alejandro Nadal / La Jornada
La decisión argentina
de recuperar el control de la industria petrolera ha sido considerada
una muestra de que América Latina está dispuesta a reconquistar sus
derechos sobre la base de recursos naturales. Muchos ven en esto la
señal de que los días del neoliberalismo están contados en la región. La
realidad es algo más complicada.
En la primera mitad del siglo XX el extractivismo marcó la inserción de América Latina en la economía mundial. La palabra extractivismoes un poco inexacta pues comprende la industria extractiva, así como la producción agrícola en monocultivo para la exportación.
El extractivismo está asociado a la existencia de enclaves, explotación laboral sin límite, violaciones a derechos humanos, el exterminio de grupos indígenas y la subordinación de los gobiernos al poder de empresas multinacionales. Era un callejón sin salida del que es difícil escapar. La estrategia de sustitución de importaciones aplicada entre 1940 y 1980 estaba diseñada para escapar de esta trampa. Pero la crisis de la deuda de los 80 permitió imponer el régimen neoliberal y el extractivismo regresó con ánimos de venganza.
La ola de privatizaciones entregó el control de la industria minera y petrolera a las multinacionales. La política fiscal restrictiva y el retiro de los apoyos a la agricultura de pequeña escala, junto con la liberalización financiera y comercial, permitieron el retorno de la gran explotación agrícola en monocultivo, esta vez ligada a los consorcios graneleros y semilleros que controlan el mercado mundial.
El neoliberalismo condujo a un desempeño económico mediocre y a crisis repetidas. Todo eso condujo a cambios políticos importantes. En elecciones libres y democráticas se sucedieron las victorias electorales de Hugo Chávez en 1999, Néstor Kirchner y Lula (ambas en 2003), Evo (2006) y Rafael Correa (2007).
En esos países el control sobre los recursos naturales se convirtió en la más alta prioridad por ser fuente de recursos fiscales. El rescate se presentó como parte de un proyecto nacionalista, lo cierto es que también se trató de una decisión pragmática que no pasaba por la expropiación. Y no es que el acceso a la tecnología hubiera sido la gran barrera a la entrada. Las grandes empresas multinacionales poseían los canales de comercialización y lo más fácil fue seguir una estrategia adaptativa para renegociar los términos de contratos y concesiones, evitando choques con Estados Unidos y algunos países europeos. Muy rápidamente se pudo captar así una proporción mayor del excedente de explotación y dotarse de recursos fiscales.
No sorprende que los indicadores sobre composición del PIB y
de las exportaciones sigan revelando la importancia del sector
primario-exportador en las economías de muchos de estos países. Claro
está que en el nuevo esquema los recursos fiscales permitieron
incrementar el gasto en salud, educación, vivienda e infraestructura.
También se mantuvo una política de recuperación de salarios y aumentó la
cobertura y alcance de los programas de lucha contra la pobreza. Esto
ha dotado de legitimidad política y social a estos gobiernos. Pero
también pudo haber generado una cierta adicción frente a este
neo-extractivismo y una mayor presión para aumentar la producción y
maximizar la obtención de recursos.
A la larga, el flujo de recursos fiscales provenientes del
neo-extractivismo no es sustentable. Depende primero de la duración del
ciclo al que están asociados los altos precios de los productos básicos.
Cuando expire ese ciclo vendrá la caída en los precios y los ingresos
fiscales tendrán que disminuir. Además, el colapso ambiental también
puede cortar abruptamente el flujo de recursos. Así, la minería a cielo
abierto, la explotación forestal y el monocultivo comercial en gran
escala (Brasil y Argentina con la soya transgénica) ya son ejemplo de
catástrofes ambientales.
Este proceso está marcado por fuertes contradicciones, todas
relacionadas con las particularidades de cada país. Pero es correcto
afirmar que a pesar de una retórica nacionalista, el neo-extractivismo
no ha alterado la forma de la inserción en la economía global. Hasta
cierto punto eso es normal y ese objetivo es parte de una lucha de largo
plazo. Con la excepción de Venezuela y en menor medida Argentina, no se
ha cuestionado el marco macroeconómico del neoliberalismo. Por ejemplo,
Ecuador mantiene su economía dolarizada, lo que coloca enorme presión
sobre sus recursos naturales. No sorprende que a pesar del compromiso de
Correa para no explotar el petróleo de Yasuní, su gobierno fomenta los
proyectos de la gran minería.
Desde luego, con todos sus defectos, el proceso neo-extractivismo en
los gobiernos más progresistas es un avance si se le compara con lo
sucedido en el neoliberalismo. Basta ver el ejemplo triste de México:
aquí también persiste una forma de extractivismo, pero el gasto social
sigue en el piso y la represión violenta en contra de las comunidades y
grupos indígenas se intensifica.
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