Mauricio Merino / El Universal
El supuesto fundamental de la teoría de la elección racional (rational choice theory, como se le conoce en inglés) es que la mayoría de los individuos decidimos entre opciones diversas buscando la maximización de nuestras ganancias. Esa teoría predice el comportamiento de la mayoría, cuando consigue identificar qué significa la palabra ganancia entre los individuos que forman parte de un proceso de selección. De ahí que sea tan propicia para diseñar escenarios de distribución económica —en los que la ganancia casi siempre se cifra en dinero— y de ahí también que se utilice con tanto éxito entre los politólogos que estudian la distribución del poder.
La idea de elegir, sin embargo, no equivale a suponer que la gente se moverá del sitio en el que se encuentra. Entre las elecciones racionales que maximizan el beneficio también puede estar el statu quo y, de hecho, es muy frecuente que así sea. En términos generales, la situación conocida es preferible a la experiencia riesgosa. Y para los políticos que juegan en los terrenos de la distribución del poder, los costos del riesgo pueden ser demasiado elevados. Por eso es difícil que, una vez construida una situación de equilibrio, la clase política se atreva a romperla. Hace poco le escuché decir a Guillermo Noriega, dirigente de Sonora Ciudadana, que los políticos solamente apagan el fuego cuando les está quemando los pies. Y es verdad. A los políticos más pragmáticos no les gusta tomar decisiones riesgosas, a menos que les resulte evidente que no tomarlas les traerá costos mucho más altos. Y creo, con angustia sincera, que esa convicción todavía no ha llegado.
La clase política parece estar conforme con la situación del país. No es que vayan por la vida confesando que se sienten a gusto, pero sus decisiones están construidas en función del statu quo. El gobierno y su partido están cada día más comprometidos con las decisiones tomadas por el Presidente, entre otras razones, porque mientras más se acerca el fin del sexenio más costoso les resulta admitir que cometieron errores. Ningún gobierno va a las elecciones siguientes pidiendo perdón. De modo que no es razonable pensar que de ahí saldrán estrategias nuevas para enfrentar al crimen organizado, para reformular el modelo de desarrollo, para modificar el arreglo que está matando a la educación o para cualquier otra cosa fundamental. De acuerdo con la teoría señalada —y a ojo de buen cubero—, lo más probable es que el gobierno se mantenga más o menos igual hasta el final del periodo.
Pero también ocurre que su adversario más relevante, el PRI, ya está saboreando la posibilidad de volver a Los Pinos ceteris paribus. Quizás no les guste, pero parece difícil que arriesguen demasiado para modificar las condiciones actuales, gracias a las cuales han recuperado la esperanza de volver a ganar. Y en ese mismo escenario de equilibrios que nadie quiere mover, hay que sumar a Andrés Manuel López Obrador, pues todo indica que la inmovilidad de los otros le está resultando favorable para regresar a la competencia. El rayo de esperanza del movimiento consiste en colarse al 2012 tras un empate mediocre entre el PAN y el PRI.
La única fracción de la clase política que debería estar inconforme con el statu quo es la dirigencia del PRD —aunque no sus aliados del DIA, que van montados en caballo de hacienda. Pero los triunfos derivados de sus alianzas insólitas con el PAN y obtenidos con candidatos que fueron del PRI parecen tenerlos bastante contentos. De modo que ya instalados en el pragmatismo, su conducta no difiere mucho de los demás. Las cosas pueden estar mal, pero todos están felices.
Por eso resulta inútil insistir en los riesgos que amenazan la sucesión presidencial del año siguiente. Es la misma tarea de Casandra, que según el mito griego advertía de los desastres que habrían de venir pero nadie le hacia caso. Una Casandra racionalista, que circula entre una clase política que parece dispuesta a escuchar y que incluso construye discursos que alertan muy bien sobre los peligros que estamos viviendo, sólo para desoírlos tan pronto como se dicen. De aquí que casi nada se mueva, ya sean los torturados y aplazadísimos nombramientos del IFE o las reformas penales pendientes; el rediseño de las policías o la reforma fiscal; las políticas sociales regresivas o la reforma laboral, etcétera.
En estas condiciones, la construcción de un ambiente político razonable para sobrevivir las elecciones siguientes parece cosa imposible. Nadie está satisfecho con lo que está sucediendo, pero nadie se atreve a cambiarlo. Como si nos hubiéramos subido en un tobogán, cuyo desenlace es caer en la tierra.
Profesor investigador del CIDE
El supuesto fundamental de la teoría de la elección racional (rational choice theory, como se le conoce en inglés) es que la mayoría de los individuos decidimos entre opciones diversas buscando la maximización de nuestras ganancias. Esa teoría predice el comportamiento de la mayoría, cuando consigue identificar qué significa la palabra ganancia entre los individuos que forman parte de un proceso de selección. De ahí que sea tan propicia para diseñar escenarios de distribución económica —en los que la ganancia casi siempre se cifra en dinero— y de ahí también que se utilice con tanto éxito entre los politólogos que estudian la distribución del poder.
La idea de elegir, sin embargo, no equivale a suponer que la gente se moverá del sitio en el que se encuentra. Entre las elecciones racionales que maximizan el beneficio también puede estar el statu quo y, de hecho, es muy frecuente que así sea. En términos generales, la situación conocida es preferible a la experiencia riesgosa. Y para los políticos que juegan en los terrenos de la distribución del poder, los costos del riesgo pueden ser demasiado elevados. Por eso es difícil que, una vez construida una situación de equilibrio, la clase política se atreva a romperla. Hace poco le escuché decir a Guillermo Noriega, dirigente de Sonora Ciudadana, que los políticos solamente apagan el fuego cuando les está quemando los pies. Y es verdad. A los políticos más pragmáticos no les gusta tomar decisiones riesgosas, a menos que les resulte evidente que no tomarlas les traerá costos mucho más altos. Y creo, con angustia sincera, que esa convicción todavía no ha llegado.
La clase política parece estar conforme con la situación del país. No es que vayan por la vida confesando que se sienten a gusto, pero sus decisiones están construidas en función del statu quo. El gobierno y su partido están cada día más comprometidos con las decisiones tomadas por el Presidente, entre otras razones, porque mientras más se acerca el fin del sexenio más costoso les resulta admitir que cometieron errores. Ningún gobierno va a las elecciones siguientes pidiendo perdón. De modo que no es razonable pensar que de ahí saldrán estrategias nuevas para enfrentar al crimen organizado, para reformular el modelo de desarrollo, para modificar el arreglo que está matando a la educación o para cualquier otra cosa fundamental. De acuerdo con la teoría señalada —y a ojo de buen cubero—, lo más probable es que el gobierno se mantenga más o menos igual hasta el final del periodo.
Pero también ocurre que su adversario más relevante, el PRI, ya está saboreando la posibilidad de volver a Los Pinos ceteris paribus. Quizás no les guste, pero parece difícil que arriesguen demasiado para modificar las condiciones actuales, gracias a las cuales han recuperado la esperanza de volver a ganar. Y en ese mismo escenario de equilibrios que nadie quiere mover, hay que sumar a Andrés Manuel López Obrador, pues todo indica que la inmovilidad de los otros le está resultando favorable para regresar a la competencia. El rayo de esperanza del movimiento consiste en colarse al 2012 tras un empate mediocre entre el PAN y el PRI.
La única fracción de la clase política que debería estar inconforme con el statu quo es la dirigencia del PRD —aunque no sus aliados del DIA, que van montados en caballo de hacienda. Pero los triunfos derivados de sus alianzas insólitas con el PAN y obtenidos con candidatos que fueron del PRI parecen tenerlos bastante contentos. De modo que ya instalados en el pragmatismo, su conducta no difiere mucho de los demás. Las cosas pueden estar mal, pero todos están felices.
Por eso resulta inútil insistir en los riesgos que amenazan la sucesión presidencial del año siguiente. Es la misma tarea de Casandra, que según el mito griego advertía de los desastres que habrían de venir pero nadie le hacia caso. Una Casandra racionalista, que circula entre una clase política que parece dispuesta a escuchar y que incluso construye discursos que alertan muy bien sobre los peligros que estamos viviendo, sólo para desoírlos tan pronto como se dicen. De aquí que casi nada se mueva, ya sean los torturados y aplazadísimos nombramientos del IFE o las reformas penales pendientes; el rediseño de las policías o la reforma fiscal; las políticas sociales regresivas o la reforma laboral, etcétera.
En estas condiciones, la construcción de un ambiente político razonable para sobrevivir las elecciones siguientes parece cosa imposible. Nadie está satisfecho con lo que está sucediendo, pero nadie se atreve a cambiarlo. Como si nos hubiéramos subido en un tobogán, cuyo desenlace es caer en la tierra.
Profesor investigador del CIDE
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