David ibarra / El Universal
La Comisión Económica para América Latina (Cepal) nace a fines de la década de los cuarenta, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando todavía estaban vivos los dolorosos recuerdos de la Gran Crisis de los años treinta. En esas circunstancias, la Cepal se alimenta de fuentes ortodoxas y heterodoxas del pensamiento económico y examina su relevancia latinoamericana. El mérito de esa institución consistió en haber fundido las mejores ideas y las prácticas prevalecientes en el mundo sobre las políticas públicas para ser usadas con enorme éxito en el desarrollo latinoamericano.
Si los estados han de responsabilizarse por el empleo y el bienestar de las poblaciones, necesitan disponer de autonomía económica suficiente, incluidas las facultades de controlar los flujos internacionales de capitales, instrumentar políticas industriales y sobre todo procurar la equidad distributiva. Por eso, la Cepal insiste en el imperativo de distribuir para crecer e incluso para ensanchar las posibilidades de la industrialización, de atraer capitales y unir la voluntad de las poblaciones. La democracia no sólo se funda en consideraciones axiológicas, sino en ser ingrediente esencial de la legitimidad del Estado, esto es, elemento insustituible a su capacidad de ejercer liderazgo al prestar voz e influencia a las mayorías marginadas.
Aunque distante del problema que vivió América Latina en los años treinta, los dilemas de hoy tienen semejanzas nacidas de la búsqueda de soluciones apremiantes. Se requiere hermanar equidad con desarrollo —esto es, corregir las desigualdades auspiciadas por el neoliberalismo al tiempo que recobrar la capacidad de crecer y resolver la peor depresión de las últimas décadas. Frente a ese complejo reto, la Cepal responde en su documento “Hora de la Igualdad” con planteamientos estratégicos, modernos, sobre los cambios a implantar en las políticas públicas con el triple propósito de restablecer la estabilidad del crecimiento —no sólo de los precios , recuperar tiempos perdidos en la ampliación efectiva de la igualdad social, superar la crisis que empobrece a los países.
El planteamiento central del documento pareciera haberse confeccionado a la luz de las circunstancias mexicanas. Aquí las imperfecciones de nuestro modo ortodoxo de inserción en el orden internacional, de adoptar los paradigmas económicos internacionales, han propiciado menor crecimiento, paralizado el proceso de industrialización, abandonado en la marginación casi al 50% de la población, con debilitamiento de la cohesión social y del avance democrático.
El ritmo de expansión económica ha caído a la mitad de compararse los periodos 1950-1980 con 1980-2009. Las crisis sucesivas de 1982, 1987, 1995, 2001 y 2008 prueban la inestabilidad persistente del modelo de desarrollo nacional y su vulnerabilidad ante los shocks externos. México se rezaga no sólo frente a los países asiáticos más exitosos, sino también con respecto a los hermanos latinoamericanos. La lección por aprender es clara: no basta desregular los mercados, abatir la inflación, equilibrar las cuentas públicas para acceder al desarrollo sostenido.
El desmantelamiento de las capacidades promocionales de la Banca de Desarrollo, unido a la ausencia de política industrial, produjeron la destrucción masiva de encadenamientos industriales y de los multiplicadores del empleo. Así, se acrecentaron los males de la heterogeneidad estructural, resaltados en las tesis de la Cepal por sus consecuencias malignas tanto en competitividad y productividad, como en acentuar las desigualdades remunerativas a los factores de la producción. A lo anterior se añade pasividad en la política exportadora e incluso manifiesta en la manipulación revaluatoria del tipo de cambio para frenar artificiosamente presiones inflacionarias a costa de producción y crecimiento.
La remodelación del sector público ha consistido en la cesión de la mayoría de los instrumentos de la acción pública al mercado, sin crear los necesarios para regular el tránsito del proteccionismo a la globalización y hacerlo sin lesionar de más a los agentes productivos nacionales. También ha residido en desincorporar el grueso de las empresas estatales, con multiplicación de los negocios privados mediante la subcontratación de servicios y el procedimiento de hacer obra pública con recursos privados y luego cubrir capital y utilidades mediante el pago de altas rentas de largo plazo.
Del lado de los ingresos públicos, se han eliminado casi en su totalidad los gravámenes al comercio exterior y reducido sustantivamente la carga de los gravámenes directos a la población rica. El IVA y otros tributos indirectos no han podido compensar las pérdidas recaudatorias acentuadas por el menor crecimiento económico. Como resultado, la inversión pública real se ha desplomado 60% en su contribución a la formación de capital del país entre 1980 y 2007. Aún más significativo, es la crónica insuficiencia de los ingresos públicos que ha transformado a México en un amplísimo paraíso fiscal con descuido no sólo de la inversión sino del gasto social.
En efecto, desde los años setenta, las recaudaciones tributarias han quedado congeladas entre 9% y 11% del producto, mientras se elevaban consistentemente en la mayoría de otras latitudes. El impacto del encogimiento dinámico de esos ingresos, sólo pudo compensarse de modo imperfecto con la transferencia masiva de rentas petroleras y el desmantelamiento de la empresa más importante de México. En tales condiciones, sobran dificultades para instaurar políticas fiscales contracíclicas con miras a atenuar el impacto de la depresión externa, como lo recomienda la Cepal. Y lo que es peor, la crisis multiplica los escollos para reformar a fondo el obsoleto sistema tributario. De aquí la relevancia de la idea cepalina del “pacto fiscal”, como parte medular de la recomposición consensual de los acuerdos sociales ya excesivamente vulnerados por las desigualdades y la informalidad gestadas en nuestro país.
Debido a errores de visión y a las camisas de fuerza ideológicas impuestas a las políticas públicas, no es de extrañar el ascenso de la marginación y el resquebrajamiento del mercado nacional de trabajo. Con más de 40%-50% de las familias sumidas en la pobreza y un porcentaje semejante de la fuerza de trabajo en el sector informal, no es posible mejorar el bienestar general de la población. Tampoco resulta viable hacer avanzar a la democracia a partir de esa exclusión fundamental, ni que pueda equilibrarse el reparto del ingreso o siquiera combatir con eficacia a la pobreza.
Por eso, la Cepal aboga porque se dé voz e influencia decisoria a toda la población para que el orden democrático plasme la voluntad de las mayorías. Las políticas públicas, afirma, debieran orientarse no sólo a igualar las oportunidades, sino a reducir la brecha en los resultados. Política y economía no forman dominios distintos, integran una unidad indisoluble; la democracia no es institución separada, es garantía de la igualdad y depende de que todos los ciudadanos tengan voz y participación en las decisiones políticas. La población necesita de libertades, pero también de seguridad en su bienestar y en sus personas. Este es el mensaje fundamental del documento de la Cepal. Ojalá se le escuchara.
Analista político
La Comisión Económica para América Latina (Cepal) nace a fines de la década de los cuarenta, al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando todavía estaban vivos los dolorosos recuerdos de la Gran Crisis de los años treinta. En esas circunstancias, la Cepal se alimenta de fuentes ortodoxas y heterodoxas del pensamiento económico y examina su relevancia latinoamericana. El mérito de esa institución consistió en haber fundido las mejores ideas y las prácticas prevalecientes en el mundo sobre las políticas públicas para ser usadas con enorme éxito en el desarrollo latinoamericano.
Si los estados han de responsabilizarse por el empleo y el bienestar de las poblaciones, necesitan disponer de autonomía económica suficiente, incluidas las facultades de controlar los flujos internacionales de capitales, instrumentar políticas industriales y sobre todo procurar la equidad distributiva. Por eso, la Cepal insiste en el imperativo de distribuir para crecer e incluso para ensanchar las posibilidades de la industrialización, de atraer capitales y unir la voluntad de las poblaciones. La democracia no sólo se funda en consideraciones axiológicas, sino en ser ingrediente esencial de la legitimidad del Estado, esto es, elemento insustituible a su capacidad de ejercer liderazgo al prestar voz e influencia a las mayorías marginadas.
Aunque distante del problema que vivió América Latina en los años treinta, los dilemas de hoy tienen semejanzas nacidas de la búsqueda de soluciones apremiantes. Se requiere hermanar equidad con desarrollo —esto es, corregir las desigualdades auspiciadas por el neoliberalismo al tiempo que recobrar la capacidad de crecer y resolver la peor depresión de las últimas décadas. Frente a ese complejo reto, la Cepal responde en su documento “Hora de la Igualdad” con planteamientos estratégicos, modernos, sobre los cambios a implantar en las políticas públicas con el triple propósito de restablecer la estabilidad del crecimiento —no sólo de los precios , recuperar tiempos perdidos en la ampliación efectiva de la igualdad social, superar la crisis que empobrece a los países.
El planteamiento central del documento pareciera haberse confeccionado a la luz de las circunstancias mexicanas. Aquí las imperfecciones de nuestro modo ortodoxo de inserción en el orden internacional, de adoptar los paradigmas económicos internacionales, han propiciado menor crecimiento, paralizado el proceso de industrialización, abandonado en la marginación casi al 50% de la población, con debilitamiento de la cohesión social y del avance democrático.
El ritmo de expansión económica ha caído a la mitad de compararse los periodos 1950-1980 con 1980-2009. Las crisis sucesivas de 1982, 1987, 1995, 2001 y 2008 prueban la inestabilidad persistente del modelo de desarrollo nacional y su vulnerabilidad ante los shocks externos. México se rezaga no sólo frente a los países asiáticos más exitosos, sino también con respecto a los hermanos latinoamericanos. La lección por aprender es clara: no basta desregular los mercados, abatir la inflación, equilibrar las cuentas públicas para acceder al desarrollo sostenido.
El desmantelamiento de las capacidades promocionales de la Banca de Desarrollo, unido a la ausencia de política industrial, produjeron la destrucción masiva de encadenamientos industriales y de los multiplicadores del empleo. Así, se acrecentaron los males de la heterogeneidad estructural, resaltados en las tesis de la Cepal por sus consecuencias malignas tanto en competitividad y productividad, como en acentuar las desigualdades remunerativas a los factores de la producción. A lo anterior se añade pasividad en la política exportadora e incluso manifiesta en la manipulación revaluatoria del tipo de cambio para frenar artificiosamente presiones inflacionarias a costa de producción y crecimiento.
La remodelación del sector público ha consistido en la cesión de la mayoría de los instrumentos de la acción pública al mercado, sin crear los necesarios para regular el tránsito del proteccionismo a la globalización y hacerlo sin lesionar de más a los agentes productivos nacionales. También ha residido en desincorporar el grueso de las empresas estatales, con multiplicación de los negocios privados mediante la subcontratación de servicios y el procedimiento de hacer obra pública con recursos privados y luego cubrir capital y utilidades mediante el pago de altas rentas de largo plazo.
Del lado de los ingresos públicos, se han eliminado casi en su totalidad los gravámenes al comercio exterior y reducido sustantivamente la carga de los gravámenes directos a la población rica. El IVA y otros tributos indirectos no han podido compensar las pérdidas recaudatorias acentuadas por el menor crecimiento económico. Como resultado, la inversión pública real se ha desplomado 60% en su contribución a la formación de capital del país entre 1980 y 2007. Aún más significativo, es la crónica insuficiencia de los ingresos públicos que ha transformado a México en un amplísimo paraíso fiscal con descuido no sólo de la inversión sino del gasto social.
En efecto, desde los años setenta, las recaudaciones tributarias han quedado congeladas entre 9% y 11% del producto, mientras se elevaban consistentemente en la mayoría de otras latitudes. El impacto del encogimiento dinámico de esos ingresos, sólo pudo compensarse de modo imperfecto con la transferencia masiva de rentas petroleras y el desmantelamiento de la empresa más importante de México. En tales condiciones, sobran dificultades para instaurar políticas fiscales contracíclicas con miras a atenuar el impacto de la depresión externa, como lo recomienda la Cepal. Y lo que es peor, la crisis multiplica los escollos para reformar a fondo el obsoleto sistema tributario. De aquí la relevancia de la idea cepalina del “pacto fiscal”, como parte medular de la recomposición consensual de los acuerdos sociales ya excesivamente vulnerados por las desigualdades y la informalidad gestadas en nuestro país.
Debido a errores de visión y a las camisas de fuerza ideológicas impuestas a las políticas públicas, no es de extrañar el ascenso de la marginación y el resquebrajamiento del mercado nacional de trabajo. Con más de 40%-50% de las familias sumidas en la pobreza y un porcentaje semejante de la fuerza de trabajo en el sector informal, no es posible mejorar el bienestar general de la población. Tampoco resulta viable hacer avanzar a la democracia a partir de esa exclusión fundamental, ni que pueda equilibrarse el reparto del ingreso o siquiera combatir con eficacia a la pobreza.
Por eso, la Cepal aboga porque se dé voz e influencia decisoria a toda la población para que el orden democrático plasme la voluntad de las mayorías. Las políticas públicas, afirma, debieran orientarse no sólo a igualar las oportunidades, sino a reducir la brecha en los resultados. Política y economía no forman dominios distintos, integran una unidad indisoluble; la democracia no es institución separada, es garantía de la igualdad y depende de que todos los ciudadanos tengan voz y participación en las decisiones políticas. La población necesita de libertades, pero también de seguridad en su bienestar y en sus personas. Este es el mensaje fundamental del documento de la Cepal. Ojalá se le escuchara.
Analista político
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