lunes, 26 de julio de 2010

IGUALDAD = LIBERTAD

MARÍA TERESA FERNÁNDEZ DE LA VEGA / EL PAÍS
Hay quien dice que el mundo progresa despacio y normalmente es cierto, modificar hábitos sociales, pautas culturales, tradiciones ancestrales suele ser un trabajo que sigue el lento ritmo del paso de las generaciones.
Sin embargo, hay momentos en la historia, raros y escasos momentos, en los que casi podemos sentir el pulso de un mundo que gira sin descanso. Hay también situaciones en las que inesperadamente, un simple gesto, una sencilla palabra, un comentario, te hacen caer en la cuenta de lo mucho que hemos cambiado.
Me encontré con unos de esos momentos en uno de los pasillos del Instituto Cervantes de Brasilia. La dirección del centro había tenido la afortunada idea de poner un enorme mural en el que los alumnos podían escribir lo que quisieran y, como es lógico, había de todo. Pero entre declaraciones de amor, rivalidades deportivas, deseos de suerte, paz y alegría lo que más atrajo mi atención fueron dos palabras escritas con esa cuidada caligrafía de quien aún está aprendiendo a convertir en texto sus pensamientos. Dos sencillas palabras y un signo: libertad = igualdad.
Poco después, hablando con las alumnas y los alumnos, les pregunté qué querían ser de mayores. Inmediatamente, una de ellas me agarró de la mano y me dijo, sin sombra de duda, "yo quiero ser presidenta".
Quizás el mundo cambie despacio, siguiendo el lento paso de las generaciones, es cierto, pero también lo es que hace tan sólo unos pocos años esa joven estudiante ni siquiera habría podido plantearse qué quería ser de mayor, porque la respuesta ya se conocía de antemano.
También lo es que, afortunadamente para millones de iberoamericanos, el futuro ya no es lo que era y en muy pocas décadas hemos logrado lo que para generaciones y generaciones no fue más que un hermoso sueño.
También lo es que ese avance, el avance de la igualdad, ya no tiene vuelta atrás y corre a favor del tiempo, en Iberoamérica y en todo el planeta.
Esa es la buena noticia, una magnífica noticia. La menos buena es que aún nos sigue quedando mucho por trabajar. Los últimos años, y pese a la crisis, han sido posiblemente los mejores de la historia de América Latina. La democracia y la libertad se han extendido por toda la región y con ella ha llegado el mayor período de crecimiento económico conocido hasta el momento.
En apenas diez años, el acceso de la ciudadanía a los recursos económicos, sanitarios, educativos y sociales ha aumentado más que en todo un siglo.
Sin embargo sigue siendo un continente en el que la brecha de la desigualdad -la económica, la social, y junto a ellas, realimentándose de ellas, la de género- es muy acentuada, y así lo refleja el informe regional sobre desarrollo humano 2010 del PNUD que hoy se presenta.
Un continente en el que Gobiernos y sociedades que luchan como nunca antes por desarraigar esas desigualdades de siempre tendrán que hacer frente a otras nuevas, las derivadas de la globalización y de un crecimiento económico que no propicia suficientemente la cohesión social.
Lo cierto es que el reto es formidable y nos va a exigir un gran esfuerzo, pero el momento es especialmente propicio para ello. América Latina ya ocupa un lugar destacado en este mundo que parece más abierto que nunca y en el que todos nos vemos obligados a redefinir nuestras coordenadas económicas, sociales y políticas.
Y avanzar hacia ese nuevo mundo pasa por evitar que las desigualdades, las nuevas y las de siempre, sigan cebándose en las mismas personas y familias. Pasa por igualar las oportunidades de acceso a la formación y la salud en las zonas urbanas y especialmente en las rurales.
Pasa por reconocer los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, por facilitar el acceso al empleo, al crédito, a la propiedad de la tierra y de las empresas en igualdad de condiciones.
Pasa en definitiva por garantizar el acceso a los servicios sociales, productivos, económicos y culturales haciendo realidad esa promesa que late en el corazón de toda democracia, la igualdad de oportunidades para todas y para todos, sin discriminaciones, omisiones ni exclusiones.
Y es que la democracia se basa en la igualdad. No puede haber democracia si no existe igual respeto y sentido de la dignidad para cada uno de los ciudadanos. Todas las democracias están obligadas a combatir la exclusión social, a promover la integración, a impedir que en su seno haya ciudadanos de segunda clase. En Iberoamérica, profundizar la democracia supone hoy dar el paso hacia unas sociedades más inclusivas. Una vez conseguida y asentada la ciudadanía política, el gran reto al que debemos hacer frente es el de la consolidación de la ciudadanía social.
Y el instrumento más eficaz para conseguirlo, para promover la igualdad, la inclusión, la cohesión, es sin duda el Estado. Un Estado en el que hay que creer, y para ello ha de merecer ser creído, y un Estado que debe actuar.
Un Estado que debe ser visible, que debe llegar a todos los ciudadanos, atender sus demandas, satisfacer sus necesidades, generar ilusión y confianza. Son necesarias unas instituciones que concedan la centralidad que le corresponde a la ciudadanía.
Creo que existe un acuerdo general en considerar que la prioridad en esta actuación debe ser la de reducir la elevada desigualdad que la región registra en la distribución de la riqueza, garantizando un umbral mínimo de oportunidades a todas las personas. Una sociedad justa debe atender las necesidades de los menos favorecidos, de aquellos que se ven expropiados por la pobreza y la exclusión social de su legítimo derecho a vivir una vida digna y plena.
Para ello son necesarias políticas de carácter social; acciones decididas a favor del acceso universal de los ciudadanos a unos servicios y bienes que hay que considerar esenciales: la sanidad, la educación, la vivienda, el empleo, la protección social o la seguridad personal. Todos estos elementos hacen de los habitantes de un país auténticos ciudadanos, los defienden de la exclusión social y hacen posible la realización personal de cada uno de ellos. En definitiva, hacen posible su libertad, su capacidad de elegir el propio destino.
Pero, en paralelo, también son necesarias políticas que eleven la eficacia de los Estados. En este sentido, y más allá de mejorar las capacidades técnicas y políticas de las administraciones públicas, cosa que es también muy deseable, es preciso plantearse como objetivo fundamental acrecentar la calidad democrática, fortalecer el concepto de ciudadanía, ampliar los espacios de participación, elevar la transparencia y el control de los poderes públicos. Sólo de ese modo es posible elevar la eficacia del Estado a la hora de atender las necesidades de los ciudadanos y, con ello, su sentimiento de pertenencia a un proyecto de convivencia común.
Fortalecer el Estado, fortalecer la ciudadanía y unir a ambos mediante un canal permanente de comunicación y confianza es una tarea que requiere de toda nuestra atención y de toda nuestra voluntad. Debemos tener en cuenta que la ciudadanía en general, y en especial las generaciones más jóvenes, que han vivido toda su vida en democracia, no han visto mejorar sustancialmente su nivel de vida con este modelo de gobierno.
Los jóvenes, además, carecen de la experiencia vital de la falta de libertad política que les permita apreciar las virtudes de este modelo y considerarlo, así, como la mejor opción. No debemos correr el riesgo de que el escepticismo, el desprecio de la política y la desconfianza hacia las instituciones cundan precisamente entre aquellos que han de hacerse cargo del futuro de nuestras naciones.
Y no cabe duda de que hacer realidad ese deseo, invertir en ese futuro que representan nuestros jóvenes es sobre todo el objetivo de la educación.
Otro informe de la ONU señalaba recientemente que con doce años de formación o, lo que es lo mismo, con el acceso a la educación secundaria, se reduce de un modo muy notable la probabilidad de caer en la pobreza.
El 70% de los hijos de padres universitarios accederán a los estudios superiores mientras que sólo un 20% de los procedentes de familias con bajos niveles de estudios llegarán a la universidad. Un porcentaje que ya es bajo, pero que cae drásticamente en el caso de la población indígena y muy especialmente de las mujeres de zonas rurales que se ven sistemáticamente excluidas del acceso a la formación.
Es por tanto en el ámbito de la educación donde más patente se hace la transmisión intergeneracional de la desigualdad, donde más espacio tenemos y donde más debemos esforzarnos para avanzar.
Porque es también desde ese espacio, el de la educación de calidad, el de la capacitación técnica, sin duda, pero también y muy especialmente de la formación en valores, desde donde más podemos hacer para combatir la transmisión intergeneracional de la desigualdad social, familiar, económica y laboral.
Y lo cierto es que aún tenemos mucho por hacer, pero también que podemos tener esperanza porque sabemos lo que debemos hacer. Lo saben los Gobiernos, que están adoptando políticas de corresponsabilidad, de universalización de la educación, de avance hacia la igualdad de género, y lo sabe una ciudadanía cada vez mejor formada e informada.
Creo por todo ello que el reto es importante, pero también que podemos tener confianza en nosotros mismos y en las generaciones que nos sucedan. En esos jóvenes de hoy que escribirán el mañana con su puño y letra, con esa misma mano, con esos mismos valores y esa misma confianza con la que hoy escriben dos sencillas palabras y un signo cargados de futuro, libertad = igualdad, en el mural de un colegio. No puede haber mejor lugar para hacerlo.
María Teresa Fernández de la Vega es vicepresidenta primera del Gobierno de España

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