Rodolfo Echeverría Ruiz / El Universal
La izquierda constituye un insoslayable referente moral en la historia de nuestras luchas políticas y sociales. A la cabeza o al lado de las mejores causas; en la formulación teórica de gran aliento o en la práctica de luchas específicas; en la estrategia de larga mirada o en la táctica del aquí y del ahora, la izquierda ha representado, en México, no sólo los intereses mayoritarios de los depauperados sino, también, las reivindicaciones democráticas de las minorías excluidas.
Una perspectiva de izquierda entraña, en todo y por encima de todo, la explicación de sus propósitos reivindicatorios caracterizada por razonamientos lúcidos y definiciones críticas acerca de los problemas inherentes a la implacable realidad y a la realidad de la propia izquierda.
El país necesita a unas izquierdas unidas en derredor de programas constructores de ciudadanía e impulsores de la igualdad social, dotados de una estructura sencilla y atractiva. El país exige un verdadero proyecto de izquierda democrática y hoy no lo tiene.
Una izquierda caracterizada por su esencia ética y por la creación de una pedagogía política —dentro y fuera de los órganos legislativos, en las ciudades, en el campo, en las instituciones de enseñanza superior— es imprescindible en la tarea colectiva destinada a consolidar al proceso democrático mexicano.
Pienso en una izquierda heterogénea pero, al mismo tiempo, unida en lo esencial, ajena al maximalismo, sensata y constructiva, capaz de dialogar con todas las fuerzas políticas y de encontrar acuerdos, sí, pero decidida a defender y a difundir unos principios básicos cuyas notas vertebradoras se diferencien —en sus fondos y en sus formas, en sus esencias y en sus contornos— de todos aquellos intereses representados por la derecha política o económica, mediática o financiera.
El país demanda una izquierda alérgica a los gesticuladores mesiánicos y a los perdonavidas de barriada. Una izquierda decidida a autocriticarse sin piedad y a prescindir de sus no pocos personajes indeseables.
Si quiere sobrevivir y tener salud orgánica y genuina influencia en la vida del país, debe autosometerse a la amputación de sus muy hondos tejidos descompuestos y no renunciar a la utopía, elemento dignificador de su presencia nacional.
Aludo a una izquierda unitaria y democrática, flexible, sí, pero moralmente incapaz de avalar oprobiosos cambalaches, oportunismos sin decoro, claudicaciones ideológicas o componendas rastacueras embozadas bajo el disfraz de acuerdos políticos. Como se advierte, la genuina izquierda, caracterizada por sus dignas raíces y su honrado porvenir, no se identifica, ni de lejos, con el ramplón perredismo chuchista. ¿O sí?
Descuartizado por obra y gracia de su contubernio con el panismo —yunquista, corrupto, clerical, privatizador de Pemex—, ese PRD claudicante alardea de triunfos electorales ajenos, aunque tan aparentes victorias tampoco puedan adjudicarse a la derecha, de la cual esa izquierda de cartón es mera comparsa aplaudidora, según la inescrupulosa receta urdida por el nunca digerido resentimiento de arregladores oportunistas.
¿Se atreverá la izquierda —ésta, la de hoy, amnésica de su honorable pasado, defraudadora de sus principios originales— a llevar al cabo el urgente proceso reconstructor de su unidad en lo esencial?
¿Podrá reconciliarse con los amplios sectores sociales que le han retirado su apoyo? ¿Prescindirá de sus anacrónicas prácticas autoritarias? ¿Se deshará de las trepadoras y de los trepadores que, ocultos bajo la máscara de un falso progresismo, la han hecho perder entidad e identidad y la han empujado hasta los hediondos albañales de la peor política?
¿Y ésta es la izquierda que México necesita?
La izquierda constituye un insoslayable referente moral en la historia de nuestras luchas políticas y sociales. A la cabeza o al lado de las mejores causas; en la formulación teórica de gran aliento o en la práctica de luchas específicas; en la estrategia de larga mirada o en la táctica del aquí y del ahora, la izquierda ha representado, en México, no sólo los intereses mayoritarios de los depauperados sino, también, las reivindicaciones democráticas de las minorías excluidas.
Una perspectiva de izquierda entraña, en todo y por encima de todo, la explicación de sus propósitos reivindicatorios caracterizada por razonamientos lúcidos y definiciones críticas acerca de los problemas inherentes a la implacable realidad y a la realidad de la propia izquierda.
El país necesita a unas izquierdas unidas en derredor de programas constructores de ciudadanía e impulsores de la igualdad social, dotados de una estructura sencilla y atractiva. El país exige un verdadero proyecto de izquierda democrática y hoy no lo tiene.
Una izquierda caracterizada por su esencia ética y por la creación de una pedagogía política —dentro y fuera de los órganos legislativos, en las ciudades, en el campo, en las instituciones de enseñanza superior— es imprescindible en la tarea colectiva destinada a consolidar al proceso democrático mexicano.
Pienso en una izquierda heterogénea pero, al mismo tiempo, unida en lo esencial, ajena al maximalismo, sensata y constructiva, capaz de dialogar con todas las fuerzas políticas y de encontrar acuerdos, sí, pero decidida a defender y a difundir unos principios básicos cuyas notas vertebradoras se diferencien —en sus fondos y en sus formas, en sus esencias y en sus contornos— de todos aquellos intereses representados por la derecha política o económica, mediática o financiera.
El país demanda una izquierda alérgica a los gesticuladores mesiánicos y a los perdonavidas de barriada. Una izquierda decidida a autocriticarse sin piedad y a prescindir de sus no pocos personajes indeseables.
Si quiere sobrevivir y tener salud orgánica y genuina influencia en la vida del país, debe autosometerse a la amputación de sus muy hondos tejidos descompuestos y no renunciar a la utopía, elemento dignificador de su presencia nacional.
Aludo a una izquierda unitaria y democrática, flexible, sí, pero moralmente incapaz de avalar oprobiosos cambalaches, oportunismos sin decoro, claudicaciones ideológicas o componendas rastacueras embozadas bajo el disfraz de acuerdos políticos. Como se advierte, la genuina izquierda, caracterizada por sus dignas raíces y su honrado porvenir, no se identifica, ni de lejos, con el ramplón perredismo chuchista. ¿O sí?
Descuartizado por obra y gracia de su contubernio con el panismo —yunquista, corrupto, clerical, privatizador de Pemex—, ese PRD claudicante alardea de triunfos electorales ajenos, aunque tan aparentes victorias tampoco puedan adjudicarse a la derecha, de la cual esa izquierda de cartón es mera comparsa aplaudidora, según la inescrupulosa receta urdida por el nunca digerido resentimiento de arregladores oportunistas.
¿Se atreverá la izquierda —ésta, la de hoy, amnésica de su honorable pasado, defraudadora de sus principios originales— a llevar al cabo el urgente proceso reconstructor de su unidad en lo esencial?
¿Podrá reconciliarse con los amplios sectores sociales que le han retirado su apoyo? ¿Prescindirá de sus anacrónicas prácticas autoritarias? ¿Se deshará de las trepadoras y de los trepadores que, ocultos bajo la máscara de un falso progresismo, la han hecho perder entidad e identidad y la han empujado hasta los hediondos albañales de la peor política?
¿Y ésta es la izquierda que México necesita?
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