Ciro Murayama /El Universal
La Unión Europea (UE), el mayor proyecto de integración en el ámbito internacional, se edificó sobre claros objetivos políticos a través de instrumentos de corte económico. El primer paso fue crear la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), en 1952, para regular y salvaguardar el acceso conjunto a esas materias primas, indispensables para el desarrollo industrial, pero también clave con fines bélicos, cuando aún humeaban los restos de la Segunda Guerra Mundial, lo que significó una medida económica para favorecer las condiciones hacia una paz duradera en el Viejo Continente. En esa misma línea hay que inscribir el EURATOM, que en 1957 estableció reglas supranacionales para el manejo de la energía atómica. El bienestar de la población y, en particular, el asegurar la suficiencia alimentaria —sin pan no hay paz— dio pasó también al surgimiento de la Política Agraria Común (PAC). De esta forma, el fundador Tratado de Roma, con el que nace la Comunidad Económica Europea (CEE) el 1 de enero de 1958, involucró a Alemania, Francia, Italia y al Benelux —Bélgica, Holanda y Luxemburgo— en un proceso de integración económica que buscaba alejar conflictos militares como los protagonizados sólo unas décadas antes.
Más adelante, la agenda de lo que hoy es la Unión Europea consistió en la ampliación para asegurar una fuerza y una dimensión genuinamente europeas.
La crisis económica de los años setenta significó un serio reto al proceso de integración europea. Para hacer frente a la erosión del poder adquisitivo y a la escasa creación de empleo, provocados por la inflación y el freno al crecimiento, se ensayaron medidas conjuntas para inducir la estabilidad monetaria, de donde surgió el Sistema Monetario Europeo. Más adelante, fue preciso proponerse una asignación más eficiente de los recursos al interior de los países miembros de la CEE para no propiciar desigualdades e inequidades que hicieran contrasentido a la propia integración, y surgió el Mercado Común con la libre circulación de personas y trabajadores. Además, al hacerse explícito el objetivo de la cohesión social en el proceso de integración, se crearon los fondos estructurales y de desarrollo regional para propiciar la convergencia económica y, con ello, la equidad, un fin político por excelencia.
En ese marco, el siguiente paso hacia la creación de lo que Víctor Hugo llamó los “Estados Unidos de Europa” fue la moneda única. El siglo XXI veía luz en Europa con una nueva divisa, el euro, como señal de identidad común de doce países. No obstante, la ortodoxia económica desplegada desde los años ochenta y acentuada en la década siguiente marcó el diseño de la política monetaria común. El Banco Central Europeo recibió el mandato único de velar por la estabilidad de precios —no por el crecimiento y el empleo—, y se instituyó un Pacto de Estabilidad para penalizar al país que incurriera en déficit público superior al 3%.
La historia se había invertido: metas económicas —el equilibrio fiscal— supeditaron los objetivos políticos y sociales de bienestar.
El guión de lo que vino después es conocido: Alemania —impulsor de la ortodoxia— y Francia hicieron del Pacto papel mojado por razones de pragmatismo de corto plazo —necesitaban crecer y necesitaban entonces ampliar el gasto público, presionaron para una política monetaria expansiva de bajos tipos de interés que terminó por traducirse en altos niveles de endeudamiento privado en países como Grecia, España y Portugal —aunque no sólo ellos. Con la irrupción de la crisis de 2008, los desequilibrios de estos países fueron evidentes y las calificadoras internacionales —las mismas que fueron corresponsables del estallido de la crisis— penalizaron las deudas nacionales y dificultaron el acceso a los préstamos.
Las instituciones de la Unión Europea fueron incapaces de reaccionar, en parte porque no estaban diseñadas para el rescate de naciones en riesgo, y en parte porque la agenda doméstica de los países más fuertes, en especial de Alemania, llevó a un plano secundario los objetivos y preocupaciones comunes.
La Unión Europea vive horas difíciles. El alto desempleo puede quedarse por un largo periodo y está a la vista un desmantelamiento o reducción de piezas sensibles del Estado de bienestar. Pero si Europa es fiel a su historia, la economía deberá supeditarse a la política, y habrá que pensar en una política fiscal común, con recursos colectivos fortalecidos, para hacer frente a los desafíos que nacional y regionalmente plantea un mercado desbocado. Sólo más integración puede ser la respuesta a la crisis actual de la UE.
Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM
La Unión Europea (UE), el mayor proyecto de integración en el ámbito internacional, se edificó sobre claros objetivos políticos a través de instrumentos de corte económico. El primer paso fue crear la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), en 1952, para regular y salvaguardar el acceso conjunto a esas materias primas, indispensables para el desarrollo industrial, pero también clave con fines bélicos, cuando aún humeaban los restos de la Segunda Guerra Mundial, lo que significó una medida económica para favorecer las condiciones hacia una paz duradera en el Viejo Continente. En esa misma línea hay que inscribir el EURATOM, que en 1957 estableció reglas supranacionales para el manejo de la energía atómica. El bienestar de la población y, en particular, el asegurar la suficiencia alimentaria —sin pan no hay paz— dio pasó también al surgimiento de la Política Agraria Común (PAC). De esta forma, el fundador Tratado de Roma, con el que nace la Comunidad Económica Europea (CEE) el 1 de enero de 1958, involucró a Alemania, Francia, Italia y al Benelux —Bélgica, Holanda y Luxemburgo— en un proceso de integración económica que buscaba alejar conflictos militares como los protagonizados sólo unas décadas antes.
Más adelante, la agenda de lo que hoy es la Unión Europea consistió en la ampliación para asegurar una fuerza y una dimensión genuinamente europeas.
La crisis económica de los años setenta significó un serio reto al proceso de integración europea. Para hacer frente a la erosión del poder adquisitivo y a la escasa creación de empleo, provocados por la inflación y el freno al crecimiento, se ensayaron medidas conjuntas para inducir la estabilidad monetaria, de donde surgió el Sistema Monetario Europeo. Más adelante, fue preciso proponerse una asignación más eficiente de los recursos al interior de los países miembros de la CEE para no propiciar desigualdades e inequidades que hicieran contrasentido a la propia integración, y surgió el Mercado Común con la libre circulación de personas y trabajadores. Además, al hacerse explícito el objetivo de la cohesión social en el proceso de integración, se crearon los fondos estructurales y de desarrollo regional para propiciar la convergencia económica y, con ello, la equidad, un fin político por excelencia.
En ese marco, el siguiente paso hacia la creación de lo que Víctor Hugo llamó los “Estados Unidos de Europa” fue la moneda única. El siglo XXI veía luz en Europa con una nueva divisa, el euro, como señal de identidad común de doce países. No obstante, la ortodoxia económica desplegada desde los años ochenta y acentuada en la década siguiente marcó el diseño de la política monetaria común. El Banco Central Europeo recibió el mandato único de velar por la estabilidad de precios —no por el crecimiento y el empleo—, y se instituyó un Pacto de Estabilidad para penalizar al país que incurriera en déficit público superior al 3%.
La historia se había invertido: metas económicas —el equilibrio fiscal— supeditaron los objetivos políticos y sociales de bienestar.
El guión de lo que vino después es conocido: Alemania —impulsor de la ortodoxia— y Francia hicieron del Pacto papel mojado por razones de pragmatismo de corto plazo —necesitaban crecer y necesitaban entonces ampliar el gasto público, presionaron para una política monetaria expansiva de bajos tipos de interés que terminó por traducirse en altos niveles de endeudamiento privado en países como Grecia, España y Portugal —aunque no sólo ellos. Con la irrupción de la crisis de 2008, los desequilibrios de estos países fueron evidentes y las calificadoras internacionales —las mismas que fueron corresponsables del estallido de la crisis— penalizaron las deudas nacionales y dificultaron el acceso a los préstamos.
Las instituciones de la Unión Europea fueron incapaces de reaccionar, en parte porque no estaban diseñadas para el rescate de naciones en riesgo, y en parte porque la agenda doméstica de los países más fuertes, en especial de Alemania, llevó a un plano secundario los objetivos y preocupaciones comunes.
La Unión Europea vive horas difíciles. El alto desempleo puede quedarse por un largo periodo y está a la vista un desmantelamiento o reducción de piezas sensibles del Estado de bienestar. Pero si Europa es fiel a su historia, la economía deberá supeditarse a la política, y habrá que pensar en una política fiscal común, con recursos colectivos fortalecidos, para hacer frente a los desafíos que nacional y regionalmente plantea un mercado desbocado. Sólo más integración puede ser la respuesta a la crisis actual de la UE.
Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM
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