miércoles, 28 de julio de 2010

LA HERENCIA DE LA POBREZA

Mauricio Merino / El Universal
No habría mejor acuerdo político que el destinado a reducir la desigualdad social que nos ata mediante una sóla política pública articulada y coherente. No hace mucho que el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, publicó un documento destinado a subrayar la importancia de esa idea, con el título Equidad Social y Parlamentarismo, que merecería mayor atención por el solo hecho de poner las cosas en su lugar: la política al servicio de la equidad entre las personas, y no al revés.
En la misma línea, el pasado 23 de julio, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó el Informe Regional sobre Desarrollo Humano en América Latina y el Caribe, en el que ordena y revisa la información que se ha venido produciendo desde hace 20 años, para concluir que la desigualdad agobiante de la zona —con mucho, la más alta del mundo— es el resultado de la falta de políticas deliberadas para contrarrestarla. Una forma elegante de decir que, en realidad, ha sido la mala política la que ha generado esa brecha enorme entre quienes no tienen nada y quienes nadan en la abundancia.
El informe se publicó casi al mismo tiempo en que el gobierno mexicano reconoció que durante el sexenio de Felipe Calderón se han acumulado cinco millones más de personas en situación de pobreza alimentaria, para sumar casi 20 millones en todo el país. Por si hiciera falta recordarlo, la pobreza alimentaria significa que esas personas no tienen recursos suficientes ni siquiera para comprar el pan suyo de cada día. Son pobres absolutos y, según los datos que publica el PNUD, lo más probable es que sus hijos y sus nietos lo sean, pues la marginación y la pobreza también se heredan.
La desigualdad, por otra parte, es una traba para producir mayor crecimiento. Comprendo que toco la clave de un debate sin fin, pues hay quienes insisten en que la única forma de combatir las diferencias entre los más ricos y los más pobres está en el crecimiento económico. Y en buena medida tienen razón: sin crecimiento y sin ingresos adicionales sería imposible imaginar una mayor justicia social. Se trata de una obviedad: para ser menos pobres, tenemos que ser un poco más ricos. Pero tras esa afirmación evidente, ha de seguir la que se refiere a la distribución del ingreso y de los bienes que se producen gracias al crecimiento, pues la riqueza tiende a concentrarse en unos cuantos, mientras que la pobreza tiende a expandirse entre muchos (y como ya queda dicho: a heredarse entre generaciones).
La pobreza impide que haya mejores condiciones de salud y de educación para quienes la sufren, lo que no sólo significa que sus capacidades para incorporarse a una mejor calidad de vida serán siempre mucho menores que las de quienes gozaron de recursos suficientes desde la infancia para educarse, alimentarse y relacionarse mejor, sino que en conjunto representan también menores oportunidades de generar riqueza para todo el país. Aunque parezca otra obviedad, los países más ricos y más igualitarios generan mayores oportunidades para seguir produciendo más y mejor riqueza. De modo que, así como la pobreza tiende a heredarse entre familias, también tiende a incrementarse entre generaciones dentro de los países pobres.
Pero no es un fatalismo —algo que habrá de suceder, pase lo que pase—, sino la agregación sistemática de decisiones equivocadas y de falta de liderazgo para romperlas. El informe del PNUD nos hace notar que es la falta de calidad en las políticas públicas destinadas a combatir la desigualdad lo que ha impedido quebrar su herencia entre generaciones, pero también subraya la triple ausencia de una representación política válida y suficiente en las instituciones políticas de un sistema de rendición de cuentas para comprometer el uso de los recursos públicos en propósitos realmente comunes, y la captura del Estado —así lo llama el PNUD— por parte de intereses muy minoritarios que transfieren recursos multimillonarios hacia unas cuantas personas.
De modo que no todo consiste en crear las condiciones más favorables para crecer, sino en producir los arreglos políticos para que ese crecimiento se traduzca en la reducción de la pobreza y de la desigualdad. Que las élites políticas se den cuenta, lo asuman como su principal compromiso generacional y en lugar de medrar con ellas se propongan destinar el dinero público a los más pobres, a los desiguales y a quienes de otro modo no podrían heredar nada más que sus carencias de casi todo. De no hacerlo así, no sólo seguiremos siendo campeones de la desigualdad, sino que lo seremos de la pobreza ya irreparable, que está a la vuelta de un par de generaciones.
Profesor investigador del CIDE

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