David Ibarra / El Universal
Ya
es un lugar común afirmar que el mundo ha cambiado medularmente, pero
no siempre se precisa la naturaleza de las mudanzas y de sus
implicaciones en los desajustes sociales críticos.
Con la globalización económica y el surgimiento de las finanzas como núcleo central en la evolución económica del primer mundo se han trastocado de raíz los arreglos políticos internacionales y muchos de los nacionales.
La apertura de fronteras terminó con el orden internacional de Bretton Woods que conciliaba el ascenso del intercambio entre países con poderes nacionales responsabilizados del crecimiento y el empleo propios. Estos últimos objetivos quedan suspendidos cada vez que lo exigen la protección o la eliminación de trabas a las finanzas, el intercambio o las inversiones transnacionales. A la vez, el caso exitoso de China y de otros países de Asia sudoriental valida el resurgimiento de la economía mixta con claro intervencionismo estatal que violenta los paradigmas de la economía de mercado y de sus libertades irrestrictas.
Por igual, se incumple la promesa del ascenso progresivo de las clases medias, en tanto garantía de igualdad social, de estabilidad política y asentamiento de valores adversos a los radicalismos ideológicos. El estancamiento o retroceso de las clases medias, en buena parte del mundo, está ligado a numerosos fenómenos que se asocian íntimamente a la concentración de los ingresos, al desempleo, cuando no a la ampliación de la pobreza. Buena parte de los movimientos de protesta que se multiplican en numerosas latitudes nacen de los temores a la proletarización de los estratos medios, del ensanchamiento desmesurado de la brecha de ingresos entre los pobres y los muy ricos, del enorme desempleo de jóvenes. Renace de modo distinto la lucha de clases, antes atemperada por la acción de las políticas sociales de los Estados benefactores.
Al efecto, quedan rescindidos los pactos nacionales entre empresarios, trabajadores y gobiernos que abrían las puertas de seguridad social y a la política de pleno empleo a cambio de la aceptación de la disciplina de empresas y mercados. El outsourcing, el offshoring, la desgravación de los impuestos directos y el ascenso de los gravámenes al trabajo y la misma crisis económica hacen crónica, alta, la desocupación en los países industrializados y enorme el tamaño del trabajo subterráneo en las naciones en desarrollo.
Por lo demás, los centros fabriles pierden importancia como núcleos principales de convivencia en la producción. De un lado, como se dijo, cobran carta de naturalización el desempleo y la informalidad. De otro lado, no sólo los nuevos sectores dinámicos generan menos empleos —industrias digitales versus industria automotriz, por ejemplo—, también la producción se desarraiga geográficamente desplazando mano de obra de sus antiguos asentamientos, al tiempo que la terciarización de las economías con sus bajas remuneraciones se convierte en el único refugio de los trabajadores cesados de las fábricas. Por igual se observa multiplicación de ocupaciones fuera de las regulaciones de los mercados formales de trabajo: asesores, profesionistas, artistas, deportistas, funcionarios públicos o empleados por cuenta propia.
La economía occidental ya globalizada descansa más que nunca en el acrecentamiento incesante de la productividad, la tecnología y la innovación. En principio ello permitiría no sólo mejorar los niveles mundiales de vida, sino acrecentar la igualdad, humanizar el trabajo y el descanso de los trabajadores. En cambio, lo que se observa es desempleo, marginación, como manifestaciones de que el sistema económico hace superfluos a muchos hombres y privatiza la propiedad intelectual, el talento y el conocimiento.
Sin duda, prevalece el dominio de grandes empresas que forman cadenas enormes de finanzas, de producción y de comercio. La oligopolización avanza sin tropiezos, alimentada por los intensos procesos transnacionales de privatización, fusión y adquisición de empresas, características de la alta movilidad del capital, así como por la liquidez internacional derivada del financiamiento de los déficit comerciales de Estados Unidos y por otros fenómenos importantes. El pequeño empresario clásico —que invertía, organizaba la producción y se apropiaba de las utilidades— es una especie en extinción. En más de un sentido, los capitalistas han sido sustituidos por administradores espléndidamente remunerados; la propiedad de las empresas, o al menos su control, pasa a manos de bancos u otras instituciones de intermediación financiera. En cierto sentido se avanza a una especie de capitalismo sin clase media, sin burguesía, sustituida esta última por mandos financieros privados en unas latitudes y, en otras (China), por gobiernos altamente intervencionistas y por los manejadores de los fondos soberanos o de las reservas de divisas internacionales en rápido ascenso en muchos países.
A la vanguardia de la fusión de los mercados occidentales, se ubica el poder financiero con jerarquía de mando en el grueso de las empresas del primer mundo. Los grandes inversionistas institucionales —fondos de inversión, compañías de seguros, fondos de pensión, etcétera— tienen el poder de manejar el grueso de los ahorros universales acumulados y de subordinar a la tecnoburocracia de las empresas no financieras. En 17 países de la OCDE, según el FMI, los activos manejados por los inversionistas institucionales (2009), sumaron 60.3 millones de millones de dólares o 174% de su producto conjunto.
Se trata de organismos despreocupados por apuntalar las estrategias de las empresas y aun de los países, preocupados, en cambio, por optimizar los rendimientos de corto plazo —el shareholder value— de las acciones o fondos que administran. En efecto, los inversionistas institucionales tienen interés en impulsar el alza de las cotizaciones bursátiles, el reparto de dividendos y las ganancias de capital. Todo ello lo han logrado por diferentes caminos: otorgar o retirar recursos a determinados títulos registrados en bolsa, facilitar compras hostiles de empresas o de manipular generosas compensaciones a los administradores de los negocios controlados, conforman el nuevo estilo de gobernanza corporativa. En todo caso, la preocupación anterior de alcanzar el máximo crecimiento de las empresas y de sujetar el reparto de dividendos a las necesidades de capitalización de las mismas ha sido sustituida por la maximización inmediata de beneficios a fondos y accionistas. De ahí que se refuercen tendencias riesgosas manifiestas claramente en la subinversión corporativa, en el financiamiento de las repetidas burbujas especulativas y en la gestación de la misma gran recesión de 2008.
Lo señalado hasta aquí recoge apenas algunos de los embrollos del nuevo capitalismo. Mucho habrá que reconstruir para conciliar economía y finanzas con los valores de la igualdad y fortalecer la legitimidad popular de los gobiernos. Hasta ahora, el meollo de los esfuerzos del primer mundo para curar la crisis se enfoca a restablecer el poder financiero privado, si necesario, a costa del retroceso económico, de la inestabilidad social o política. Aun si se lograse, la historia no termina ahí. Tarde o temprano habrán de escucharse las demandas de los marginados, de los excluidos del trabajo, de los subrepresentados sin voz política que ya constituyen las mayorías de más y más países. La poderosa pero socialmente inestable alianza entre las élites financieras y los gobiernos occidentales, no sin trastornos, pudiera potencialmente ser desplazada por la de gobiernos coaligados con los administradores de empresas no financieras, con los trabajadores y con la masa de ciudadanos insatisfechos de clase media.
Con la globalización económica y el surgimiento de las finanzas como núcleo central en la evolución económica del primer mundo se han trastocado de raíz los arreglos políticos internacionales y muchos de los nacionales.
La apertura de fronteras terminó con el orden internacional de Bretton Woods que conciliaba el ascenso del intercambio entre países con poderes nacionales responsabilizados del crecimiento y el empleo propios. Estos últimos objetivos quedan suspendidos cada vez que lo exigen la protección o la eliminación de trabas a las finanzas, el intercambio o las inversiones transnacionales. A la vez, el caso exitoso de China y de otros países de Asia sudoriental valida el resurgimiento de la economía mixta con claro intervencionismo estatal que violenta los paradigmas de la economía de mercado y de sus libertades irrestrictas.
Por igual, se incumple la promesa del ascenso progresivo de las clases medias, en tanto garantía de igualdad social, de estabilidad política y asentamiento de valores adversos a los radicalismos ideológicos. El estancamiento o retroceso de las clases medias, en buena parte del mundo, está ligado a numerosos fenómenos que se asocian íntimamente a la concentración de los ingresos, al desempleo, cuando no a la ampliación de la pobreza. Buena parte de los movimientos de protesta que se multiplican en numerosas latitudes nacen de los temores a la proletarización de los estratos medios, del ensanchamiento desmesurado de la brecha de ingresos entre los pobres y los muy ricos, del enorme desempleo de jóvenes. Renace de modo distinto la lucha de clases, antes atemperada por la acción de las políticas sociales de los Estados benefactores.
Al efecto, quedan rescindidos los pactos nacionales entre empresarios, trabajadores y gobiernos que abrían las puertas de seguridad social y a la política de pleno empleo a cambio de la aceptación de la disciplina de empresas y mercados. El outsourcing, el offshoring, la desgravación de los impuestos directos y el ascenso de los gravámenes al trabajo y la misma crisis económica hacen crónica, alta, la desocupación en los países industrializados y enorme el tamaño del trabajo subterráneo en las naciones en desarrollo.
Por lo demás, los centros fabriles pierden importancia como núcleos principales de convivencia en la producción. De un lado, como se dijo, cobran carta de naturalización el desempleo y la informalidad. De otro lado, no sólo los nuevos sectores dinámicos generan menos empleos —industrias digitales versus industria automotriz, por ejemplo—, también la producción se desarraiga geográficamente desplazando mano de obra de sus antiguos asentamientos, al tiempo que la terciarización de las economías con sus bajas remuneraciones se convierte en el único refugio de los trabajadores cesados de las fábricas. Por igual se observa multiplicación de ocupaciones fuera de las regulaciones de los mercados formales de trabajo: asesores, profesionistas, artistas, deportistas, funcionarios públicos o empleados por cuenta propia.
La economía occidental ya globalizada descansa más que nunca en el acrecentamiento incesante de la productividad, la tecnología y la innovación. En principio ello permitiría no sólo mejorar los niveles mundiales de vida, sino acrecentar la igualdad, humanizar el trabajo y el descanso de los trabajadores. En cambio, lo que se observa es desempleo, marginación, como manifestaciones de que el sistema económico hace superfluos a muchos hombres y privatiza la propiedad intelectual, el talento y el conocimiento.
Sin duda, prevalece el dominio de grandes empresas que forman cadenas enormes de finanzas, de producción y de comercio. La oligopolización avanza sin tropiezos, alimentada por los intensos procesos transnacionales de privatización, fusión y adquisición de empresas, características de la alta movilidad del capital, así como por la liquidez internacional derivada del financiamiento de los déficit comerciales de Estados Unidos y por otros fenómenos importantes. El pequeño empresario clásico —que invertía, organizaba la producción y se apropiaba de las utilidades— es una especie en extinción. En más de un sentido, los capitalistas han sido sustituidos por administradores espléndidamente remunerados; la propiedad de las empresas, o al menos su control, pasa a manos de bancos u otras instituciones de intermediación financiera. En cierto sentido se avanza a una especie de capitalismo sin clase media, sin burguesía, sustituida esta última por mandos financieros privados en unas latitudes y, en otras (China), por gobiernos altamente intervencionistas y por los manejadores de los fondos soberanos o de las reservas de divisas internacionales en rápido ascenso en muchos países.
A la vanguardia de la fusión de los mercados occidentales, se ubica el poder financiero con jerarquía de mando en el grueso de las empresas del primer mundo. Los grandes inversionistas institucionales —fondos de inversión, compañías de seguros, fondos de pensión, etcétera— tienen el poder de manejar el grueso de los ahorros universales acumulados y de subordinar a la tecnoburocracia de las empresas no financieras. En 17 países de la OCDE, según el FMI, los activos manejados por los inversionistas institucionales (2009), sumaron 60.3 millones de millones de dólares o 174% de su producto conjunto.
Se trata de organismos despreocupados por apuntalar las estrategias de las empresas y aun de los países, preocupados, en cambio, por optimizar los rendimientos de corto plazo —el shareholder value— de las acciones o fondos que administran. En efecto, los inversionistas institucionales tienen interés en impulsar el alza de las cotizaciones bursátiles, el reparto de dividendos y las ganancias de capital. Todo ello lo han logrado por diferentes caminos: otorgar o retirar recursos a determinados títulos registrados en bolsa, facilitar compras hostiles de empresas o de manipular generosas compensaciones a los administradores de los negocios controlados, conforman el nuevo estilo de gobernanza corporativa. En todo caso, la preocupación anterior de alcanzar el máximo crecimiento de las empresas y de sujetar el reparto de dividendos a las necesidades de capitalización de las mismas ha sido sustituida por la maximización inmediata de beneficios a fondos y accionistas. De ahí que se refuercen tendencias riesgosas manifiestas claramente en la subinversión corporativa, en el financiamiento de las repetidas burbujas especulativas y en la gestación de la misma gran recesión de 2008.
Lo señalado hasta aquí recoge apenas algunos de los embrollos del nuevo capitalismo. Mucho habrá que reconstruir para conciliar economía y finanzas con los valores de la igualdad y fortalecer la legitimidad popular de los gobiernos. Hasta ahora, el meollo de los esfuerzos del primer mundo para curar la crisis se enfoca a restablecer el poder financiero privado, si necesario, a costa del retroceso económico, de la inestabilidad social o política. Aun si se lograse, la historia no termina ahí. Tarde o temprano habrán de escucharse las demandas de los marginados, de los excluidos del trabajo, de los subrepresentados sin voz política que ya constituyen las mayorías de más y más países. La poderosa pero socialmente inestable alianza entre las élites financieras y los gobiernos occidentales, no sin trastornos, pudiera potencialmente ser desplazada por la de gobiernos coaligados con los administradores de empresas no financieras, con los trabajadores y con la masa de ciudadanos insatisfechos de clase media.
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