MÉXICO, D.F.
(Proceso).- El pasado lunes 23, en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos
en Washington, el presidente de México reveló al mundo que la Providencia lo
había puesto en su cargo para combatir al crimen organizado.
Un
historiador de finales de este siglo tendrá que tomar en cuenta a esa agencia
de Dios, la Providencia, para recontar la guerra que hoy seguimos viviendo y
sus hechos de espanto. Las cabezas rodantes, los cadáveres encajuelados, la
caravana de viudas, huérfanos y padres de hijos muertos recorriendo de luto las
carreteras, los narcos tumbados en tapetes de lujo embadurnados de sangre y
billetes de 500 pesos, los más de 150 mil ciudadanos desplazados de pueblos
convertidos en pueblos fantasmas, donde sólo el viento recorre las casas
desiertas.
La Divina
Providencia: la agencia por la cual el Dios que está en las alturas metafísicas
ejerce en la Tierra la lucha del Bien contra el Mal. La definición es de un
santo, Tomás de Aquino.
Sin el
concepto de la Providencia, nuestro supuesto historiador finisecular
sencillamente no haría sentido de los números crudos de esta guerra y sobre
todo de las decisiones que los han causado. Para empezar la decisión de su
lanzamiento.
Discutida en
el interregno de la anterior presidencia y la actual, mientras la capital del
país se encontraba paralizada por las huestes del candidato perdedor de la
contienda electoral, los colaboradores más íntimos de Calderón carecían de
información suficiente para llegar a una decisión sensata, simplemente porque
entonces la información nunca había sido recabada. No sabían cuántos eran ni en
dónde estaban los enemigos, desconocían el tamaño de sus arsenales y sus
fortunas, sólo intuían que las policías se hallaban infiltradas y que el
Ejército tendría que librar la guerra. Las afirmaciones me las hizo un testigo
presencial de aquellas reuniones, el entonces ya designado secretario de
Gobernación, Francisco Ramírez Acuña.
Así que lo
que el Cisen no aportó al núcleo íntimo del presidente para la toma de la
decisión, lo aportó la Providencia: la certeza de que era una guerra donde el
Bien triunfaría sobre el Mal.
Al cabo del
año 3 de la guerra, 125 líderes del crimen y más de 6 mil sicarios se habían
sustraído de su actividad, y sin embargo el número anual de los muertos no
disminuía y la violencia se había recrudecido y esparcido por ciudades antes
relativamente pacíficas. La ecuación supuesta por el presidente era la
inversamente contraria: a menos capos, más paz. ¿Qué demonios podía estar
ocurriendo?
La pregunta
no se la hizo el presidente, pero sí un investigador, Eduardo Hidalgo, quien
armó con su propio dinero un observatorio de las cifras de la guerra y su
localización geográfica, y un año más tarde ofreció una hipótesis en la revista
Nexos. Con cada capo abatido, se desestructuraba un cártel: fragmentado en
pandillas, las pandillas se enfrentaban rompiendo todos los códigos previos,
para lograr con una crueldad ciega la hegemonía territorial. Los hechos
confirmaron lo publicado por Eduardo Hidalgo. Muerto Arturo Beltrán Leyva,
mandamás del narco en Morelos, en el estado la violencia se disparó como nunca
antes. Capturado el capo mayor de Acapulco, La Barbie, el puerto se convirtió
en un campo de batalla de adolescentes asesinos.
También en
su año 3, algunos hechos vinieron a perturbar la fe, ya no la eficacia de la
guerra, sino la misma creencia de que esta era una guerra del Bien contra el
Mal. Para empezar, los muertos inocentes cobraron identidad. Los ciudadanos de
bien abatidos en fuegos cruzados, ultimados por soldados intoxicados o
prepotentes en estado natural, o asesinados por criminales, empezaron a
nombrarse a sí mismos como víctimas de la guerra.
El
presidente los desconoció en un primer momento. Famosamente los llamó daños
colaterales y después empleó una metáfora desafortunada en donde parecía
aludirlos. “Cuando se limpia la casa, el polvo sale por las ventanas”.
Otro
trastorno semántico ahondó la discordia entre el presidente y la población
civil. En una de las primeras reuniones de víctimas con el presidente, en
Tijuana, las mujeres asistentes empezaron a llamar, así como si nada, a la
guerra “su guerra, presidente”, dando a entender que no era la de los civiles.
¿Qué nos aquejaba a nosotros los civiles?: nos lo empezamos a preguntar un par
de columnistas. El homicidio, el robo, la extorsión, los secuestros, cometidos,
sí, por bandas criminales, pero no el tráfico de droga ejecutado por la élite
de los cárteles y rigurosamente controlado con tecnología de punta por los
capos. La distinción, más la creciente evidencia de que la captura y asesinato
de capos esparcía la violencia, llamaba claramente a un cambio de objetivo en
la guerra.
De nuevo,
sólo la Divina Providencia pudo eclipsar en el presidente Calderón una
conclusión en la que buena parte de la opinión pública coincidió.
Para el año
4, el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, reveló un dato.
Según declaró, nadie había ofrecido al gobierno alternativas a una guerra
frontal contra el narco. Ese nadie era para entonces bastante extenso, ruidoso
y transnacional: Congresistas, gobernadores, investigadores, expresidentes del
continente, columnistas mexicanos y estadunidenses, activistas sociales,
víctimas de la guerra, habían propuesto una lucha contra el crimen con una
estrategia menos bélica y más compleja.
Legalizar la
mariguana para colapsar los recursos económicos de los cárteles; un tratado con
Estados Unidos para impedir la compra de armas en sus armerías de la frontera;
medidas severas contra el lavado del dinero; enjuiciamiento de los funcionarios
coaligados con el crimen: para empezar a nombrar las numerosas propuestas que circulaban.
Así como tres propuestas de mayor calibre que articuladas cambiarían la guerra
contra el narco por una guerra por la paz: implantar el respeto a la ley, dar
autonomía real al sistema judicial y crear una nueva policía honesta.
Lo revelador
del dicho del entonces secretario de Gobernación es que en los salones de
juntas de la Presidencia de la República todas esas voces sumaban nada, cero,
nadie. Es comprensible: era pura palabrería humana incomparable con la voz
divinamente autorizada de la Providencia.
Hay quien
duda de la sinceridad de las palabras del presidente Calderón. No es mi caso.
Creo que en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos el presidente Calderón
afirmó su convicción. La Providencia lo colocó en el lugar preciso para librar una
guerra contra el mal del narcotráfico. Es por ello que igual creo que debe
impedirse que las clases de religión se impartan en las aulas mexicanas.
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