Francisco Valdés Ugalde / El Universal
Acontecimientos y discusiones recientes e inacabados dan ocasión a preguntarse si el pluralismo puede tener cabida en la democracia mexicana. Hay dos opiniones opuestas, aunque en algunas versiones admiten puntos suspensivos.
Por una parte, se reconoce que el rumbo que ha seguido la democratización del país ha dado lugar a la formación de diferentes expresiones políticas. Tres son las más importantes y se agrupan en los partidos o coaliciones que arrancan sus campañas el día de hoy. Pero no son las únicas. Hay ocho partidos políticos en México, si bien solamente tres tienden a concentrar el mayor número de militantes y votantes. Y en el plano regional hay otras formaciones y movimientos que tienen expresiones políticas propias y no renuncian a su identidad.
Esta pluralidad con la que arrancó la transición de un sistema de partido hegemónico a una democracia pluralista ha dado lugar a una nueva distribución del poder e, inclusive, a su dispersión. Esta dispersión se ha entendido en sentido negativo, como ingobernabilidad, como incapacidad para poner en marcha un programa de gobierno que exprese el sentido de la mayoría.
Al toparse con este problema se han dado dos principales respuestas: la que propone la formación de coaliciones de gobierno y la que sugiere que se establezca una mecánica que proporcione al partido triunfador en las elecciones para presidente una cuota de representantes en la Cámara de Diputados que le dé fuerza para poner en marcha su programa.
La primera propuesta está en la procesadora del Congreso y, debido a discrepancias sobre ella en el partido que, según las encuestas, hoy tiene la mayor intención de voto, es poco probable que avance ahora para su aprobación, aunque sería lo más deseable. ¿Por qué? Porque aunque se institucionalice una forma de dar mayoría al ganador, ésta será siempre una manera de “completar” lo que no se consiguió en las urnas. Un presidente electo por menos de la mitad del electorado quedaría facultado para gobernar con una representación artificial de su partido o coalición en el Congreso. Se resolvería el problema de gobernabilidad así entendido, pero se crearía otro que consiste en que más de la mitad del electorado, dividido en otras opciones minoritarias quedara excluida de la representación de su voluntad en el Ejecutivo.
Cuando se mira el asunto como un problema operativo parece que la propuesta “mayoritarista” hace mucho sentido para destrabar los desacuerdos en materia de reformas y de políticas públicas en el país, pero si se le mira desde la óptica de la trayectoria democrática mexicana empiezan las dudas. ¿Es la pluralidad una marca de origen que más valdría no borrar? ¿Puede el país desprenderse de ella para adoptar una fisonomía “mayoritarista”? ¿No sería una vuelta atrás? ¿Qué pasará al unificar el poder dejando en el camino a tantos perdedores? ¿Por qué abandonar el rumbo marcado por los ciudadanos en las urnas en aras del fortalecimiento del presidencialismo?
Se ha dicho que la sociedad mexicana tiene un arraigado sentimiento en favor del presidencialismo, pero no se ha examinado con el necesario detenimiento esa afirmación. Si fuera tan cierta, cómo se explican los resultados electorales. Tan diversas preferencias expresadas en la pluralidad y la dispersión del poder pueden entenderse como el deseo de diferentes presidencialismos (uno priísta, otro panista y otro perredista, por decirlo rápidamente), o bien, como diferentes preferencias ideológicas, entre las cuales sobresale una inclinación democrática indudable, probablemente más deseada que el presidencialismo. Si estamos ante lo primero, entonces un solo presidencialismo no podría resolver a los otros dos, salvo en turnos sucesivos. Y si estamos frente a lo segundo, es inevitable plantear la necesidad de encontrar modalidades más consensuales de orientar el poder, la decisión y la política públicos.
Hoy por hoy, en esto hay y seguirá habiendo posturas encontradas. Y no se trata de posiciones respecto de un asunto menor, sino sobre el modo como se organiza el régimen de la república. Si la clase política dirige al país, ¿no debiera acercarse consistentemente a la voluntad de la soberanía para plasmarla en el sistema y el régimen político? La evidencia apunta en sentido contrario, que la clase política ha intentado, una y otra vez, adaptar el sistema y el régimen a sus preferencias, mismas que se han separado de las preferencias de la sociedad.
Es por lo menos irónico que el pluralismo, en vez de representar una oportunidad creativa para las fuerzas políticas, termine siendo mera masa de maniobra para jalonear, más que para gobernar a la sociedad. Es, además, un contrasentido creer que ante el pluralismo político no haya mejor alternativa que ningunearlo. Puede salirnos peor el remedio que la enfermedad.
Acontecimientos y discusiones recientes e inacabados dan ocasión a preguntarse si el pluralismo puede tener cabida en la democracia mexicana. Hay dos opiniones opuestas, aunque en algunas versiones admiten puntos suspensivos.
Por una parte, se reconoce que el rumbo que ha seguido la democratización del país ha dado lugar a la formación de diferentes expresiones políticas. Tres son las más importantes y se agrupan en los partidos o coaliciones que arrancan sus campañas el día de hoy. Pero no son las únicas. Hay ocho partidos políticos en México, si bien solamente tres tienden a concentrar el mayor número de militantes y votantes. Y en el plano regional hay otras formaciones y movimientos que tienen expresiones políticas propias y no renuncian a su identidad.
Esta pluralidad con la que arrancó la transición de un sistema de partido hegemónico a una democracia pluralista ha dado lugar a una nueva distribución del poder e, inclusive, a su dispersión. Esta dispersión se ha entendido en sentido negativo, como ingobernabilidad, como incapacidad para poner en marcha un programa de gobierno que exprese el sentido de la mayoría.
Al toparse con este problema se han dado dos principales respuestas: la que propone la formación de coaliciones de gobierno y la que sugiere que se establezca una mecánica que proporcione al partido triunfador en las elecciones para presidente una cuota de representantes en la Cámara de Diputados que le dé fuerza para poner en marcha su programa.
La primera propuesta está en la procesadora del Congreso y, debido a discrepancias sobre ella en el partido que, según las encuestas, hoy tiene la mayor intención de voto, es poco probable que avance ahora para su aprobación, aunque sería lo más deseable. ¿Por qué? Porque aunque se institucionalice una forma de dar mayoría al ganador, ésta será siempre una manera de “completar” lo que no se consiguió en las urnas. Un presidente electo por menos de la mitad del electorado quedaría facultado para gobernar con una representación artificial de su partido o coalición en el Congreso. Se resolvería el problema de gobernabilidad así entendido, pero se crearía otro que consiste en que más de la mitad del electorado, dividido en otras opciones minoritarias quedara excluida de la representación de su voluntad en el Ejecutivo.
Cuando se mira el asunto como un problema operativo parece que la propuesta “mayoritarista” hace mucho sentido para destrabar los desacuerdos en materia de reformas y de políticas públicas en el país, pero si se le mira desde la óptica de la trayectoria democrática mexicana empiezan las dudas. ¿Es la pluralidad una marca de origen que más valdría no borrar? ¿Puede el país desprenderse de ella para adoptar una fisonomía “mayoritarista”? ¿No sería una vuelta atrás? ¿Qué pasará al unificar el poder dejando en el camino a tantos perdedores? ¿Por qué abandonar el rumbo marcado por los ciudadanos en las urnas en aras del fortalecimiento del presidencialismo?
Se ha dicho que la sociedad mexicana tiene un arraigado sentimiento en favor del presidencialismo, pero no se ha examinado con el necesario detenimiento esa afirmación. Si fuera tan cierta, cómo se explican los resultados electorales. Tan diversas preferencias expresadas en la pluralidad y la dispersión del poder pueden entenderse como el deseo de diferentes presidencialismos (uno priísta, otro panista y otro perredista, por decirlo rápidamente), o bien, como diferentes preferencias ideológicas, entre las cuales sobresale una inclinación democrática indudable, probablemente más deseada que el presidencialismo. Si estamos ante lo primero, entonces un solo presidencialismo no podría resolver a los otros dos, salvo en turnos sucesivos. Y si estamos frente a lo segundo, es inevitable plantear la necesidad de encontrar modalidades más consensuales de orientar el poder, la decisión y la política públicos.
Hoy por hoy, en esto hay y seguirá habiendo posturas encontradas. Y no se trata de posiciones respecto de un asunto menor, sino sobre el modo como se organiza el régimen de la república. Si la clase política dirige al país, ¿no debiera acercarse consistentemente a la voluntad de la soberanía para plasmarla en el sistema y el régimen político? La evidencia apunta en sentido contrario, que la clase política ha intentado, una y otra vez, adaptar el sistema y el régimen a sus preferencias, mismas que se han separado de las preferencias de la sociedad.
Es por lo menos irónico que el pluralismo, en vez de representar una oportunidad creativa para las fuerzas políticas, termine siendo mera masa de maniobra para jalonear, más que para gobernar a la sociedad. Es, además, un contrasentido creer que ante el pluralismo político no haya mejor alternativa que ningunearlo. Puede salirnos peor el remedio que la enfermedad.
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