La ayuda a Lisboa ya mejora a la de Atenas. Grecia puede salvarse si se flexibiliza su paquete XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
Hace un año la UE y el FMI rescataron a Grecia con 110.000 millones de euros. En otoño hicieron lo propio con Irlanda, 85.000 millones. Y ahora, aportan 78.000 millones de euros para Portugal.
Lo mejor de esta secuencia precipitada en solo 12 meses es que se ha producido: y que no debiera seguir, pues España ha logrado desacoplarse de la movida.
La zona euro ha sido solidaria. Ha desafiado la lectura más rácana del Tratado, contraria a los rescates de los socios en apuros. Ha desbordado los malos augurios según los cuales algún Estado miembro quebraría y la moneda única desaparecería cualquier fin de semana. Y ha creado sendos mecanismos, uno temporal y otro permanente (desde 2.013) para estas operaciones de salvamento.
¡No todo el mundo apostaba por ello hace 365 días! La enhorabuena. Ahora bien, a los europeos les ocurre como al atormentado Sísifo: levantan la piedra hasta la cumbre, y justo coronada la cima, vuelve a rodar hacia abajo.
La prueba está en que los tipos de interés de los bonos griegos se han disparado a más del 25% a dos años; del 15% a 10 años, y del 9% a 30 años. Pagar la carga de la deuda se come más de la mitad del déficit presupuestario (del 10,5% en 2010) y el país sigue en recesión, con una caída del PIB del 4,5%. Los europeos, con dinero, y los griegos, con austeridad, han pagado el rescate, pero la economía griega no ha sido rescatada. Parece que todos han aprendido la lección y que en el caso portugués se hace mejor, imponiendo condiciones menos draconianas.
Falla el rescate porque el crecimiento, minorado por la brutal austeridad, ni reduce lo bastante el déficit ni basta hoy para sostener la carga de la deuda.
¿Se puede mejorar y evitar la suspensión de pagos? Ojalá. Partidarios de esta última como Darvas, Pisany y Sapir (A comprehensive approach to the euro area debt crisis, Bruegel, febrero 2011) proponen reducir el tipo de los préstamos al 3,5%; ampliar sus plazos a 30 años y sustituir al BCE por el fondo de rescate en la compra de bonos griegos. Pero auguran que sería "aún insuficiente".
Más radical, Alessandro Leipold (Thinking the unthinkable, The Lisbon Council, mayo 2.011) postula lo que el comisario Olli Rehn considera "devastador", una suspensión de pagos con amplio cierre de los bancos afectados "no viables".
Y luego están los sensatos consejos europeístas de Paul de Grauwe (The governance of a fragile eurozone, 15 de marzo) el más añejo crítico de las limitaciones de los acuerdos de la UE: ampliar el plazo de ajuste del déficit; bajar los tipos de los préstamos; suavizar las otras condiciones impuestas; relanzar la idea de emitir eurobonos que sustituyan a los nacionales, pero con mecanismos para evitar que los países avalistas más solventes queden perjudicados; y ampliar los poderes del BCE, como responsable "no solo de la estabilidad de precios sino también de la estabilidad financiera". Hay trecho.
Hace un año la UE y el FMI rescataron a Grecia con 110.000 millones de euros. En otoño hicieron lo propio con Irlanda, 85.000 millones. Y ahora, aportan 78.000 millones de euros para Portugal.
Lo mejor de esta secuencia precipitada en solo 12 meses es que se ha producido: y que no debiera seguir, pues España ha logrado desacoplarse de la movida.
La zona euro ha sido solidaria. Ha desafiado la lectura más rácana del Tratado, contraria a los rescates de los socios en apuros. Ha desbordado los malos augurios según los cuales algún Estado miembro quebraría y la moneda única desaparecería cualquier fin de semana. Y ha creado sendos mecanismos, uno temporal y otro permanente (desde 2.013) para estas operaciones de salvamento.
¡No todo el mundo apostaba por ello hace 365 días! La enhorabuena. Ahora bien, a los europeos les ocurre como al atormentado Sísifo: levantan la piedra hasta la cumbre, y justo coronada la cima, vuelve a rodar hacia abajo.
La prueba está en que los tipos de interés de los bonos griegos se han disparado a más del 25% a dos años; del 15% a 10 años, y del 9% a 30 años. Pagar la carga de la deuda se come más de la mitad del déficit presupuestario (del 10,5% en 2010) y el país sigue en recesión, con una caída del PIB del 4,5%. Los europeos, con dinero, y los griegos, con austeridad, han pagado el rescate, pero la economía griega no ha sido rescatada. Parece que todos han aprendido la lección y que en el caso portugués se hace mejor, imponiendo condiciones menos draconianas.
Falla el rescate porque el crecimiento, minorado por la brutal austeridad, ni reduce lo bastante el déficit ni basta hoy para sostener la carga de la deuda.
¿Se puede mejorar y evitar la suspensión de pagos? Ojalá. Partidarios de esta última como Darvas, Pisany y Sapir (A comprehensive approach to the euro area debt crisis, Bruegel, febrero 2011) proponen reducir el tipo de los préstamos al 3,5%; ampliar sus plazos a 30 años y sustituir al BCE por el fondo de rescate en la compra de bonos griegos. Pero auguran que sería "aún insuficiente".
Más radical, Alessandro Leipold (Thinking the unthinkable, The Lisbon Council, mayo 2.011) postula lo que el comisario Olli Rehn considera "devastador", una suspensión de pagos con amplio cierre de los bancos afectados "no viables".
Y luego están los sensatos consejos europeístas de Paul de Grauwe (The governance of a fragile eurozone, 15 de marzo) el más añejo crítico de las limitaciones de los acuerdos de la UE: ampliar el plazo de ajuste del déficit; bajar los tipos de los préstamos; suavizar las otras condiciones impuestas; relanzar la idea de emitir eurobonos que sustituyan a los nacionales, pero con mecanismos para evitar que los países avalistas más solventes queden perjudicados; y ampliar los poderes del BCE, como responsable "no solo de la estabilidad de precios sino también de la estabilidad financiera". Hay trecho.
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