Si el PSOE no actualiza la socialdemocracia, la derecha volverá a ganar en las urnas y las calles a hervir
IRENE LOZANO / EL PAÍS
Hay gente que se ha indignado con los indignados. Juzgan la protesta contraproducente porque el PP ha barrido en las elecciones, al tiempo que consideran desquiciado un país en el que la izquierda toma las calles, mientras la derecha llena las urnas. No han entendido nada. La protesta de los indignados no es la causa del batacazo del PSOE, sino la consecuencia. Situados ante la disyuntiva de ratificar las políticas antisociales del PSOE o las que hará el PP, los ciudadanos han contestado que un recorte es un recorte es un recorte...
La reclamación de una regeneración democrática no es despreciable, desde luego. Pero seamos sinceros: cuánto mejor soportábamos la corrupción y la falta de democracia interna en los partidos cuando teníamos trabajo y un estatus razonable. Si los ciudadanos han clamado contra el bipartidismo es porque no ofrece alternativas reales en política económica. Y el PSOE no solo ha fracasado en ojear su presunto pedigrí socialdemócrata, sino que ha impulsado las reformas de signo neoliberal: atémonos los machos porque esto reduce su margen de crítica desde la oposición. Algunos potenciales votantes socialistas se han quedado en casa o se han decantado por otro partido (de ahí la subida de IU y UPyD) mientras los más animosos marchaban a la Puerta del Sol. El peor resultado de la historia del PSOE no se debe a un voto masivo al PP -que ha cosechado solo un tercio del millón y medio de sufragios perdido por el PSOE-, sino a que el amplio sector ciudadano con preocupaciones sociales ha visto cómo Zapatero desertaba de la inspiración socialdemócrata para encarrilarse por las vías del economicismo estrecho, el mercado sin ataduras y la irresponsabilidad de los poderes económicos y financieros.
El Movimiento 15-M, por el contrario, nos obliga a pensar políticamente, como quería Tony Judt. Algunos han tratado de encontrar en los miles de carteles de Sol un programa, cuando lo que sale de allí es un aullido. Es el grito de quienes ven encanijarse su condición de ciudadanos en una democracia autosatisfecha. Se trata de una realidad que discurría de forma subterránea y ha sacado a la luz el 15-M, pero que no se agota con estas elecciones ni lo hará con las del año que viene. Intuyo que estamos viviendo el inicio de una serie de revueltas que sacudirán toda Europa durante años.
Los gritos de los indignados se han etiquetado rápidamente con la épica revolucionaria, pero reclamaban eso tan reformista que la izquierda oficial ha soltado como si fuera un pesado lastre: el ideario socialdemócrata, según el cual el problema no es individual, sino colectivo; la política debe definir el marco jurídico, social y económico en que se desenvuelve la actividad del mercado y no a la inversa; y la función del Estado no es proporcionar a los banqueros los medios para hacerse más ricos, parafraseando a Keynes, sino impartir algo de justicia en las relaciones económicas. Mientras los partidos de izquierda se muestren temerosos de defender ese discurso, lo hará la calle.
Y lo hará con todo sentido. Porque afirmar que la derrota del PSOE se debe a la crisis encierra una de las contradicciones políticas más gloriosas de las últimas décadas. Una crisis provocada por la codicia financiera y la burbuja inmobiliaria -sendos fracasos del mercado- debería haber desembocado en una deslegiti-mación de los postulados neoliberales, un discurso que explicara las causas de la crisis y señalara a los responsables, además de no avergonzarse de pedir nuevas regulaciones para evitar futuras crisis. Sin embargo, ha ocurrido lo contrario: los mercados han renovado sus ímpetus al asumir los gobernantes con toda naturalidad sus exigencias. Con asombro, hemos visto al ministro José Blanco de gira para vender el stock inmobiliario español, en lugar de trabajar por el derecho de los españoles a una vivienda consagrado en la Constitución. Por no hablar de ese atribulado Papandreu al que solo le falta poner en venta a Zeus y todos los dioses del Olimpo.
Mientras toda la ambición política de la izquierda oficial consista en hacer méritos con el déficit para parecerse a la derecha, sus votantes contestarán como lo han hecho en estas elecciones: no con mi voto. A menos que recupere y actualice -es decir, globalice- el discurso socialdemócrata, la derecha seguirá ganando en las urnas y las calles hervirán. Se cuestionará la propia democracia, como hemos visto, porque si no hay alternativas económicas, la elección que se ofrece a los ciudadanos es, en efecto, ficticia: una triquiñuela semejante a la que se le hace a un hijo adolescente cuando se le pregunta si quiere comer con los abuelos el sábado o el domingo, para que crea estar eligiendo algo, cuando en realidad le estamos imponiendo una pesada reunión familiar. Si los mercados no están controlados por el poder democrático se hurta a los ciudadanos el autogobierno en asuntos económicos, los fundamentales. Por eso han estallado: no quieren compartir mesa con esos voraces abuelos de los mercados y encima pagarles el festín, pero no encuentran a nadie que administre su indignación.
IRENE LOZANO / EL PAÍS
Hay gente que se ha indignado con los indignados. Juzgan la protesta contraproducente porque el PP ha barrido en las elecciones, al tiempo que consideran desquiciado un país en el que la izquierda toma las calles, mientras la derecha llena las urnas. No han entendido nada. La protesta de los indignados no es la causa del batacazo del PSOE, sino la consecuencia. Situados ante la disyuntiva de ratificar las políticas antisociales del PSOE o las que hará el PP, los ciudadanos han contestado que un recorte es un recorte es un recorte...
La reclamación de una regeneración democrática no es despreciable, desde luego. Pero seamos sinceros: cuánto mejor soportábamos la corrupción y la falta de democracia interna en los partidos cuando teníamos trabajo y un estatus razonable. Si los ciudadanos han clamado contra el bipartidismo es porque no ofrece alternativas reales en política económica. Y el PSOE no solo ha fracasado en ojear su presunto pedigrí socialdemócrata, sino que ha impulsado las reformas de signo neoliberal: atémonos los machos porque esto reduce su margen de crítica desde la oposición. Algunos potenciales votantes socialistas se han quedado en casa o se han decantado por otro partido (de ahí la subida de IU y UPyD) mientras los más animosos marchaban a la Puerta del Sol. El peor resultado de la historia del PSOE no se debe a un voto masivo al PP -que ha cosechado solo un tercio del millón y medio de sufragios perdido por el PSOE-, sino a que el amplio sector ciudadano con preocupaciones sociales ha visto cómo Zapatero desertaba de la inspiración socialdemócrata para encarrilarse por las vías del economicismo estrecho, el mercado sin ataduras y la irresponsabilidad de los poderes económicos y financieros.
El Movimiento 15-M, por el contrario, nos obliga a pensar políticamente, como quería Tony Judt. Algunos han tratado de encontrar en los miles de carteles de Sol un programa, cuando lo que sale de allí es un aullido. Es el grito de quienes ven encanijarse su condición de ciudadanos en una democracia autosatisfecha. Se trata de una realidad que discurría de forma subterránea y ha sacado a la luz el 15-M, pero que no se agota con estas elecciones ni lo hará con las del año que viene. Intuyo que estamos viviendo el inicio de una serie de revueltas que sacudirán toda Europa durante años.
Los gritos de los indignados se han etiquetado rápidamente con la épica revolucionaria, pero reclamaban eso tan reformista que la izquierda oficial ha soltado como si fuera un pesado lastre: el ideario socialdemócrata, según el cual el problema no es individual, sino colectivo; la política debe definir el marco jurídico, social y económico en que se desenvuelve la actividad del mercado y no a la inversa; y la función del Estado no es proporcionar a los banqueros los medios para hacerse más ricos, parafraseando a Keynes, sino impartir algo de justicia en las relaciones económicas. Mientras los partidos de izquierda se muestren temerosos de defender ese discurso, lo hará la calle.
Y lo hará con todo sentido. Porque afirmar que la derrota del PSOE se debe a la crisis encierra una de las contradicciones políticas más gloriosas de las últimas décadas. Una crisis provocada por la codicia financiera y la burbuja inmobiliaria -sendos fracasos del mercado- debería haber desembocado en una deslegiti-mación de los postulados neoliberales, un discurso que explicara las causas de la crisis y señalara a los responsables, además de no avergonzarse de pedir nuevas regulaciones para evitar futuras crisis. Sin embargo, ha ocurrido lo contrario: los mercados han renovado sus ímpetus al asumir los gobernantes con toda naturalidad sus exigencias. Con asombro, hemos visto al ministro José Blanco de gira para vender el stock inmobiliario español, en lugar de trabajar por el derecho de los españoles a una vivienda consagrado en la Constitución. Por no hablar de ese atribulado Papandreu al que solo le falta poner en venta a Zeus y todos los dioses del Olimpo.
Mientras toda la ambición política de la izquierda oficial consista en hacer méritos con el déficit para parecerse a la derecha, sus votantes contestarán como lo han hecho en estas elecciones: no con mi voto. A menos que recupere y actualice -es decir, globalice- el discurso socialdemócrata, la derecha seguirá ganando en las urnas y las calles hervirán. Se cuestionará la propia democracia, como hemos visto, porque si no hay alternativas económicas, la elección que se ofrece a los ciudadanos es, en efecto, ficticia: una triquiñuela semejante a la que se le hace a un hijo adolescente cuando se le pregunta si quiere comer con los abuelos el sábado o el domingo, para que crea estar eligiendo algo, cuando en realidad le estamos imponiendo una pesada reunión familiar. Si los mercados no están controlados por el poder democrático se hurta a los ciudadanos el autogobierno en asuntos económicos, los fundamentales. Por eso han estallado: no quieren compartir mesa con esos voraces abuelos de los mercados y encima pagarles el festín, pero no encuentran a nadie que administre su indignación.
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