miércoles, 25 de mayo de 2011

EL MOVIMIENTO DEL DESENCANTO

Mauricio Merino/ El Universal

Apenas el lunes discutía con un amigo sobre la fascinación que nos están produciendo las movilizaciones sociales. Y más cuando siguen eslabonándose en una larga cadena trasnacional que anuncia el amanecer del siglo XXI, una década después de su inicio formal en los calendarios. Las que comenzaron en el norte de África y se extendieron como agua por el Magreb, ahora se trasladan a Europa con signos equivalentes: como un reclamo de individuos aislados que de repente hacen suyo el espacio público y reivindican la democracia para sí mismos, en contraposición a los aparatos políticos y económicos que los ahogan. Fascinación cautelosa, cuyo destino ignoramos. Esos movimientos se avienen mal a las clasificaciones tradicionales de la ciencia política, porque no surgen de los mismos orígenes que aprendimos a reconocer en los dos siglos pasados, ni corresponden con los liderazgos ni las formas con las que estábamos habituados a interpretar los viejos movimientos sociales. No son partidos políticos ni tienen una estructura orgánica, pues al parecer ni siquiera están buscando el poder —o no, al menos, en el sentido tradicional de representación política e institucional que solemos darle a esa expresión—. Tampoco surgieron de un programa político articulado, ni de alguna declaración de principios leída en la plaza pública por algún líder indiscutible. No son el producto de un trabajo de base forjado con mucho tiempo invertido, ni de células, ni de comunidades identificadas por sus reclamos particulares. Surgieron de las redes sociales del internet y de los mensajes de texto, sin saber bien a bien quiénes eran sus partidarios ni hasta dónde podrían llegar. Se parecen a las rebeliones que había en el pasado, pero no nacieron como revoluciones armadas —aunque en lugares como Libia, al final, se hayan convertido en una revuelta y después en una guerra civil—. Su origen fue más bien pacífico y pacifista, inorgánico y revoltoso, caótico incluso, pero animado por el hartazgo de vivir bajo regímenes incapaces de resolver los problemas más apremiantes de la vida en común, capaces en cambio de frustrar casi todas las aspiraciones individuales. No son extensiones de la vida privada ni de organizaciones civiles con fines particulares, sino verdaderos terremotos sociales que expresan, a un tiempo, indignación, frustración y coraje con el mundo que nos rodea. Todo a la vez. Si algunos pensaban —con un toque colonialista— que esos movimientos sólo podían suceder en los países con dictaduras, el que está creciendo en España desde el 15 de mayo los ha desmentido. También se están gestando en Europa y, a estas alturas, tampoco debería sorprendernos que comiencen a eslabonarse en otros lugares del primer mundo, porque el reclamo es el mismo: la democracia de los aparatos políticos y las grandes corporaciones empresariales —suma de oligarquías con oligopolios— no alcanza para todos los ciudadanos. Y en todos los casos, la conciencia común parece dictarles que ya sean dictadores o líderes partidarios, el problema de fondo es la impotencia de la gran mayoría para vivir su vida con libertad, en un espacio público compartido y abierto. Nadie sabe exactamente hacia dónde llevarán estos movimientos. Pero sí sabemos —hasta donde nos alcanza la historia— que las movilizaciones masivas no siempre premian la valentía de los movilizados ni desembocan siempre en mejores horizontes para la sociedad. El hartazgo no siempre (perdón por el abuso del adverbio de tiempo) produce los mejores destinos. En España, por ejemplo, el beneficiario principal inmediato ha sido, paradójica y contradictoriamente, el Partido Popular —la derecha española— que ha vuelto con las mejores credenciales políticas que no había tenido desde la construcción de la democracia. Y en todos los demás casos, el resultado todavía es de pronóstico reservado. Lo que sí sabemos, aun rodeados de necedades, titubeos y libros de texto obsoletos, es que la democracia ya no podrá seguir disfrazándose simplemente de candidatos iluminados y procesos electorales, ni mucho menos de decisiones tomadas para el bien de los ciudadanos, pero sin ellos. Eso que algunos identifican con una ética posmoderna —individualista, tecnificada, efímera y más bien solitaria— se ha vuelto también voz de alarma para recuperar los espacios públicos que los poderosos le fueron arrebatando a la gente, confinándola a una vida privada sin solución de continuidad. No es una llamada para volver a lanzar El Verdadero Programa Político (así, con mayúsculas), ni El Proyecto de Todos, sino para liberar a la gente de las ataduras de toda índole —todas las formas de la violencia, burocráticas, legales y criminales— que la obligan a medio vivir encerrada, desencantada y al día.

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