José Fernández Santillán / El Universal
Pese a las carencias que aún tiene nuestra democracia, ella se ha ido asentando en México como una práctica cotidiana.
Haciendo un recuento de las luchas y demandas que enarbolamos en décadas pasadas para que se pudiesen abrir los canales democráticos, recuerdo vivamente: la exigencia del respeto a las libertades públicas (1968); la ampliación del marco jurídico que permitiera el reconocimiento de nuevos partidos (1977); la celebración de comicios libres y competidos (1988); la formación de instituciones electorales autónomas (1991). Este esfuerzo democratizador hizo posible, por ejemplo, que Ernesto Ruffo Appel fuese el primer gobernador no priísta (1989); la formación de un Congreso plural sin predominio de algún partido (1997), y, desde luego, la alternancia en el poder (2000). Comparando nuestra situación con la época diazordacista, de verdad hemos avanzado mucho.
Después de aquellos aciagos días en que el poder aplastó violentamente las expresiones de inconformidad, nuestro país se encaminó no hacia la dictadura, sino a la democracia. Aquí no debemos regatear reconocimientos: el PAN fue un partido que brindó una contribución notable al insistir machaconamente en que se debía respetar la voluntad ciudadana; distintas facciones de la izquierda salieron de la clandestinidad para actuar a plena luz del día. Asimismo, el PRI abandonó el empeño de seguir siendo un partido hegemónico para dar paso a la contienda libre por el voto libre.
Así doblegamos, pacíficamente, al autoritarismo. Sin embargo, un nuevo desafío apareció en escena: la violencia desatada por el crimen organizado. Esta hidra de mil cabezas ha puesto en jaque la convivencia civilizada.
Es verdad que, dada la magnitud del fenómeno delincuencial, se debe echar mano de la fuerza del Estado para enfrentarlo. No obstante, debemos señalar enfáticamente que la seguridad debe ser el cinturón de protección de la democracia, no su sustituta. Y esto lo digo porque hay indicadores preocupantes en clave autoritaria: la creación del mando único, la posible aprobación de la ley de seguridad nacional y, sobre todo, la pretensión de que en Michoacán no haya elecciones el próximo 13 de noviembre con el garlito del clima de inseguridad que priva en la entidad. Incluso, Felipe Calderón ha estado sondeando esa posible anulación entre los dirigentes partidistas (Antonio Navalón, Michoacán: golpe familiar, EL UNIVERSAL, 17/V/2011).
La insidia es grave. No sólo está en juego el proceso electoral en Michoacán. También estarían en riesgo, si prospera esa pretensión, las elecciones federales del año próximo. Eso representaría la abrupta cancelación de nuestra democracia y la consecuente instalación de un Estado policiaco.
La evocación que recientemente hizo Calderón de sir Winston Churchill tiene jiribilla. Durante la Segunda Guerra Mundial se tuvo que declarar el estado de emergencia (incluida la suspensión de elecciones) para hacer frente al embate de las huestes hitlerianas. Cuando finalizó el conflicto, venturosamente, se restauró la democracia; es decir, se dio paso a la celebración de comicios que, por cierto, Winston Churchill perdió.
En contraste, un aplazamiento electoral en México tendría graves consecuencias para nuestra República, se sacrificaría aquello por lo que luchamos y que costó tanta sangre, sudor y lágrimas.
Pretextar la presencia del narcotráfico es una coartada que debemos poner en evidencia.
Pese a las carencias que aún tiene nuestra democracia, ella se ha ido asentando en México como una práctica cotidiana.
Haciendo un recuento de las luchas y demandas que enarbolamos en décadas pasadas para que se pudiesen abrir los canales democráticos, recuerdo vivamente: la exigencia del respeto a las libertades públicas (1968); la ampliación del marco jurídico que permitiera el reconocimiento de nuevos partidos (1977); la celebración de comicios libres y competidos (1988); la formación de instituciones electorales autónomas (1991). Este esfuerzo democratizador hizo posible, por ejemplo, que Ernesto Ruffo Appel fuese el primer gobernador no priísta (1989); la formación de un Congreso plural sin predominio de algún partido (1997), y, desde luego, la alternancia en el poder (2000). Comparando nuestra situación con la época diazordacista, de verdad hemos avanzado mucho.
Después de aquellos aciagos días en que el poder aplastó violentamente las expresiones de inconformidad, nuestro país se encaminó no hacia la dictadura, sino a la democracia. Aquí no debemos regatear reconocimientos: el PAN fue un partido que brindó una contribución notable al insistir machaconamente en que se debía respetar la voluntad ciudadana; distintas facciones de la izquierda salieron de la clandestinidad para actuar a plena luz del día. Asimismo, el PRI abandonó el empeño de seguir siendo un partido hegemónico para dar paso a la contienda libre por el voto libre.
Así doblegamos, pacíficamente, al autoritarismo. Sin embargo, un nuevo desafío apareció en escena: la violencia desatada por el crimen organizado. Esta hidra de mil cabezas ha puesto en jaque la convivencia civilizada.
Es verdad que, dada la magnitud del fenómeno delincuencial, se debe echar mano de la fuerza del Estado para enfrentarlo. No obstante, debemos señalar enfáticamente que la seguridad debe ser el cinturón de protección de la democracia, no su sustituta. Y esto lo digo porque hay indicadores preocupantes en clave autoritaria: la creación del mando único, la posible aprobación de la ley de seguridad nacional y, sobre todo, la pretensión de que en Michoacán no haya elecciones el próximo 13 de noviembre con el garlito del clima de inseguridad que priva en la entidad. Incluso, Felipe Calderón ha estado sondeando esa posible anulación entre los dirigentes partidistas (Antonio Navalón, Michoacán: golpe familiar, EL UNIVERSAL, 17/V/2011).
La insidia es grave. No sólo está en juego el proceso electoral en Michoacán. También estarían en riesgo, si prospera esa pretensión, las elecciones federales del año próximo. Eso representaría la abrupta cancelación de nuestra democracia y la consecuente instalación de un Estado policiaco.
La evocación que recientemente hizo Calderón de sir Winston Churchill tiene jiribilla. Durante la Segunda Guerra Mundial se tuvo que declarar el estado de emergencia (incluida la suspensión de elecciones) para hacer frente al embate de las huestes hitlerianas. Cuando finalizó el conflicto, venturosamente, se restauró la democracia; es decir, se dio paso a la celebración de comicios que, por cierto, Winston Churchill perdió.
En contraste, un aplazamiento electoral en México tendría graves consecuencias para nuestra República, se sacrificaría aquello por lo que luchamos y que costó tanta sangre, sudor y lágrimas.
Pretextar la presencia del narcotráfico es una coartada que debemos poner en evidencia.
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