sábado, 21 de mayo de 2011

EL ATASCADERO TRIBUTARIO

David Ibarra / El Universal
La economía mexicana se encuentra en estado lamentable, el crecimiento se ha aletargado, hasta colocarnos en el vagón de cola, uno de los más rezagados del mundo y especialmente de América Latina.
El ritmo de crecimiento cayó del 6% anual en el periodo 1940-1980 cuando más, a una media de 2% y 3% en las siguientes tres décadas. La recuperación económica reciente no cubre por entero la caída récord producto del año anterior. Por lo demás, las proyecciones del Fondo Monetario Internacional, sistemáticamente y hasta 2016, estiman al crecimiento de México por debajo del promedio latinoamericano.
Otros mercados y componentes de la actividad económica nacional muestran por igual desequilibrios significativos. El comercio exterior en vez de acentuar nuestra liberación acrecienta nuestra dependencia pasiva frente a lo que ocurra en la economía norteamericana. La inversión, de alcanzar 28% del producto (1980), se ha derrumbado a cifras que oscilan alrededor de 20% anual y la contracción de la pública es todavía mayor. El mercado formal de trabajo ha cesado de transferir la mano de obra hacia actividades modernas, por el contrario, arroja a la informalidad a más de 30%-40% de la fuerza de trabajo o auspicia el éxodo de connacionales al exterior. Pobreza, exclusión y concentración distributiva se han instalado como enfermedades crónicas del país.
En parte, la situación descrita es atribuible al costo de acomodos del país al orden internacional de la globalidad, con la consiguiente pérdida de autonomía del Estado. Pero, a diferencia de otros países, también obedece a prácticas y concepciones fallidas de las políticas públicas destinadas a conciliar las demandas democráticas internas con las exigencias de paradigmas foráneos.
En particular, se observan deficiencias en la integralidad de las políticas macroeconómicas, bien pergeñadas para abatir las presiones inflacionarias internas, pero alejadas de preocupaciones sobre los temas esenciales del desarrollo, la producción y la protección social. La confusión sobre la congruencia y el orden de prelación de los grandes objetivos nacionales sigue dominando el discurso gubernamental e incluso, el de muchos partidos políticos.
La política fiscal de ser el instrumento fundamental de la acción pública ha quedado subordinada a una política monetaria desprendida casi por entero de los mecanismos de aliento a la inversión y al crecimiento. Por su parte, la Ley de Responsabilidad Hacendaria prácticamente compromete al equilibrio presupuestal de las finanzas públicas en cualquier circunstancia.
El círculo de la inacción fiscal se cierra al observar que, por ausencia de reformas, los ingresos tributarios del gobierno federal oscilan apenas alrededor del 10% del producto desde hace medio siglo. La carga tributaria de México —impuestos y contribuciones a la seguridad social, sin rentas petroleras, es la más reducida entre los miembros de la OCDE; en América Latina compite por su bajura con la de Haití, es más de tres veces inferior a la de Brasil y menos de la mitad del promedio regional.
Es natural que los ciudadanos demanden mayor gasto gubernamental en el abasto de bienes y servicios públicos o en obras de su interés. Por igual son de esperar resistencias a cubrir nuevos impuestos, elevar los viejos tributos y recibir, en cambio, con beneplácito cualquier desgravación.
En México, se encontró solución a ese dilema que aqueja a partidos políticos y gobiernos de todas las latitudes. Durante décadas, las abundantes rentas petroleras permitieron alimentar las percepciones del fisco y mantener imposición reducida sin ocasionar con demasiada frecuencia desequilibrios fiscales graves. El uso de esos recursos validó partes sustantivas de la reforma neoliberal al hacer posible desgravar los impuestos a la renta y al comercio exterior y mal compensarlos con el IVA y otros tributos indirectos.
Con el transcurso del tiempo, los costos de la obsoleta estrategia impositiva crecieron, se hicieron evidentes. Las cuantiosas rentas petroleras se dilapidaron, no aceleraron el ritmo de desarrollo ni la formación interna de capital o el empleo. En contraste, se propició el desmantelamiento progresivo de Pemex, de su capacidad de generar reservas y divisas, de prolongar las líneas de producción de refinados o de petroquímicos.
Al mismo tiempo, bonanzas y caídas de los precios petroleros acentuaron el carácter procíclico de los presupuestos y debilitaron los controles al gasto corriente de la federación, los estados y los municipios. Quiérase o no, el país ha quedado aferrado a políticas tributarias y fiscales con más deficiencias de largo plazo que ventajas políticas de corto término.
Hoy es evidente que el sistema impositivo mexicano ha envejecido, se acentúan su disfuncionalidad, sus rasgos regresivos y su insuficiencia recaudatoria en términos de respaldar el desarrollo sostenido, la instrumentación de políticas contracíclicas o la debida atención a las necesidades productivas del país. Las trabas de los intereses creados a la reforma son enormes, con todo, no se enfrenta a una tarea imposible como parece demostrar el hecho de que muchos países emergentes —América Latina en su mayoría, dentro de la misma globalidad, hubiesen logrado alcanzar una tributación aceptable, inserta en una política macroeconómica puesta al servicio del ensanchamiento progresivo de la producción y de los derechos sociales.
En suma, la reforma tributaria es pieza imprescindible en la reorientación de las políticas públicas, en la solución del estancamiento crónico de la economía y del empleo. Sin embargo, la definición de etapas y de contenidos deben ser en extremo cuidadosos, lo mismo en materia económica que de asimilación política. En principio no parece aconsejable recargar los sacrificios sobre la mano de obra, ni acrecentar la imposición en los consumidores de ingresos bajos. Tampoco cabe esperar que la simple ampliación de las bases tributarias en esos segmentos de contribuyentes o en las clases media, milagrosamente resuelva los problemas recaudatorios y haga posible, incluso, la reducción de tarifas.
Las fallas estructurales acumuladas, una altísima concentración del ingreso y un mercado laboral resquebrajado, hacen inviable esa solución por más que ofrezca atractivos políticos. No hay atajos, habrá que enfrentar seriamente los problemas con menos misceláneas anuales y menos reformitas engañosas.

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