Ante la globalización financiera, un Gobierno nacional en solitario poco puede hacer
El Estado-nación ha mostrado sus límites regulatorios y tributarios
DIEGO LÓPEZ GARRIDO / EL PAÍS
Hace tres años que saltó con virulencia la madre de todas las crisis. Aún no sabemos bien cómo explicarla, pero sí sufrimos sus efectos. Efectos económicos: recesión y desorden financiero, unido a grandes sacrificios por ajustes fiscales, tan inevitables como impopulares. Efectos sociales: paro galopante (especialmente juvenil) y pérdida de poder adquisitivo en las capas medias y bajas. Efectos políticos: la sensación profunda de que los mercados dirigen a la política y no al contrario.
Seguramente este es el dato más lacerante. El más insoportable. Es lo que creo que late en las movilizaciones que se han desarrollado en las capitales europeas y particularmente, con tanta fuerza, en Madrid y otras ciudades españolas. Y lo que ayuda a explicar la erosión de los Gobiernos en la Europa aturdida por la crisis.
La principal conquista del siglo XX posbélico fue el Estado de bienestar. El pacto socioeconómico -y el pacto político hegemonizado por la socialdemocracia-, que lo ha mantenido más de 50 años, tenía instrumentos de regulación nacionales. Los gastos públicos y los impuestos progresivos, principalmente.
La globalización financiera ha roto esos esquemas. A través de la anarquía de los flujos financieros sin fronteras. A través de los mercados inversores, que han permitido a los Estados y a los privados el endeudamiento sin límites. La ausencia de marco regulatorio supranacional ha conducido a una elefantiasis patológica -la famosa "burbuja"- en la que quien ha salido peor parado ha sido el poder político democrático. En Europa lo hemos vivido y lo seguimos viviendo con angustia. Una y otra vez (Grecia, Irlanda, Portugal) los mercados han golpeado y chantajeado sin piedad a economías y Gobiernos demasiado pequeños y demasiado endeudados para resistir. Sin los rescates europeos, sin el euro, esos países estarían en suspensión de pagos, con efectos contaminantes impredecibles.
La crisis de deuda soberana no es sino la expresión de la quiebra del binomio política-mercado; o sea, un fracaso de ambos. Lo que se transmite a la gente es que la política no hace honor a su nombre. Y la consecuencia es una pérdida dramática de legitimidad del poder. No es casualidad que sea la izquierda, es decir, la cultura de la intervención en la economía y la redistribución de la riqueza, la más dañada. Las elecciones del domingo pasado en España pueden servir de muestra.
Es que los instrumentos políticos que poseemos son, sobre todo, de naturaleza nacional. Pero, a la vez, los fenómenos que han rodeado a la crisis son nítidamente supranacionales. Y, así, los ciudadanos contemplan impotentes a unos poderes financieros globales incontrolados causantes de la crisis, que han quedado intactos, que parecen invulnerables ante la ley.
Ejemplo de ello es la remuneración desproporcionada de los dirigentes financieros y de los capitales de los fondos de inversión especulativos. Otro ejemplo: la ausencia de imposición directa o indirecta a las transacciones financieras; un privilegio producto de su enorme capacidad evasiva y de su movilidad y volatilidad en la sociedad de las tecnologías de la información.
El carácter sistémico de los servicios financieros ha obligado al Estado a intervenir para evitar su derrumbe. Pero la capacidad desestabilizadora y especulativa de tales actividades financieras no ha sido aún neutralizada del todo. Lo estamos viendo en estos mismos días en relación con Grecia y Portugal.
Urge recuperar la capacidad regulatoria de la política sobre el mercado. Pero esto podemos abordarlo solo con nuevos instrumentos políticos institucionales y nuevos mecanismos de intervención económica.
A mi juicio, entre las cosas que los europeos podemos hacer hay dos absolutamente necesarias y esenciales: fortalecer las instituciones económicas de la Unión y crear una nueva y sólida capacidad tributaria. Solamente esto puede restituir a la democracia lo que nunca debió perder, esto es el predominio de la política, el poder de las mayorías, expresadas en el voto libre, sobre el capitalismo desregulado.
No creo que, ante el desafío de la globalización financiera, un Gobierno nacional en solitario tenga mucho que hacer. Sin embargo, afortunadamente, tenemos en la Unión Europea el instrumento político al que dotar de capacidad de gobierno económico.
Es lo que llevamos haciendo en la Unión desde que estalló la crisis y, especialmente, desde que en 2010 entró en vigor el Tratado de Lisboa. Es un proceso que espero culmine en el Consejo Europeo de finales de junio con la creación de algo que necesita ser articulado: la Unión Económica, es decir, un gobierno económico y unas políticas económicas adoptadas en el seno de la Unión, que promuevan una "economía social de mercado" de dimensión europea.
Sin embargo, para ser sinceros, nada de lo anterior serviría si no hay poder tributario para sustituir el insostenible sobreendeudamiento por una nueva capacidad de gestionar impuestos. Si queremos mantener el Estado de bienestar, disminuir la deuda nacional e impulsar la recuperación económica, necesitamos nuevos y mayores ingresos tributarios justos, progresivos (algo a lo que me refería en este diario en el artículo El Estado de bienestar: vuelta a la fiscalidad el 4 de agosto de 2010) que hagan pagar más al que más tiene y evitar que el coste de la crisis lo paguen los más débiles.
Hace poco sonaba a utopía la llamada Tasa sobre las Transacciones Financieras. Ahora está básicamente apoyada por el Consejo Europeo (reunión de marzo pasado), el Parlamento Europeo y la Comisión Europea (que quizá la plantee en las próximas Perspectivas Financieras 2014-2020).
Me resulta difícil de entender las reticencias de algunos progresistas a esta tasa sencillamente imprescindible. Podremos discutir qué parte de ella deberá convertirse en "recurso propio" de la Unión, y qué parte debe ir a las arcas públicas de los Estados. Habrá que decidir también si esa tasa debe gravar a las transacciones mismas o a los beneficios de las actividades financieras. Pero el fondo de la idea es muy potente.
Y el fondo es, primero, que hoy la dialéctica entre política y mercado está rota a favor de este (sobre todo en su dimensión monetaria o financiera). Segundo, que el Estado-nación ha mostrado sus límites regulatorios y tributarios. Y tercero, que el sobreendeudamiento desmesurado -100% del PIB en los países europeos y en Estados Unidos, que han perdido margen de maniobra- tiene que dar paso a un equilibrio fiscal que utilice nuevos recursos tributarios que nazcan del ámbito financiero. Todo ello ha de ser dirigido políticamente desde instituciones supranacionales.
En Europa tenemos a la Unión, tan injustamente criticada como necesaria. Es la Unión, en un mundo multipolar, quien debe liderar este cambio en niveles superiores (G-20, Fondo Monetario Internacional). Y para hacerlo, los europeos debemos combatir miedos nacionalistas, separatistas y egoístas que crecen hoy entre nosotros, para tener de nuevo confianza en que el espíritu solidario del proyecto europeo, que se fundamente en un interés común por encima de todo, vuelva a predominar.
Lo anterior parece difícil pero la democracia se inventó para que los deseos de las mayorías y los derechos de las minorías se respeten. Nos toca ahora dar una dimensión más amplia y elevada, más legitimada, a nuestras democracias. Es lo que tantos hombres y mujeres están demandando en Europa y más allá de Europa.
El Estado-nación ha mostrado sus límites regulatorios y tributarios
DIEGO LÓPEZ GARRIDO / EL PAÍS
Hace tres años que saltó con virulencia la madre de todas las crisis. Aún no sabemos bien cómo explicarla, pero sí sufrimos sus efectos. Efectos económicos: recesión y desorden financiero, unido a grandes sacrificios por ajustes fiscales, tan inevitables como impopulares. Efectos sociales: paro galopante (especialmente juvenil) y pérdida de poder adquisitivo en las capas medias y bajas. Efectos políticos: la sensación profunda de que los mercados dirigen a la política y no al contrario.
Seguramente este es el dato más lacerante. El más insoportable. Es lo que creo que late en las movilizaciones que se han desarrollado en las capitales europeas y particularmente, con tanta fuerza, en Madrid y otras ciudades españolas. Y lo que ayuda a explicar la erosión de los Gobiernos en la Europa aturdida por la crisis.
La principal conquista del siglo XX posbélico fue el Estado de bienestar. El pacto socioeconómico -y el pacto político hegemonizado por la socialdemocracia-, que lo ha mantenido más de 50 años, tenía instrumentos de regulación nacionales. Los gastos públicos y los impuestos progresivos, principalmente.
La globalización financiera ha roto esos esquemas. A través de la anarquía de los flujos financieros sin fronteras. A través de los mercados inversores, que han permitido a los Estados y a los privados el endeudamiento sin límites. La ausencia de marco regulatorio supranacional ha conducido a una elefantiasis patológica -la famosa "burbuja"- en la que quien ha salido peor parado ha sido el poder político democrático. En Europa lo hemos vivido y lo seguimos viviendo con angustia. Una y otra vez (Grecia, Irlanda, Portugal) los mercados han golpeado y chantajeado sin piedad a economías y Gobiernos demasiado pequeños y demasiado endeudados para resistir. Sin los rescates europeos, sin el euro, esos países estarían en suspensión de pagos, con efectos contaminantes impredecibles.
La crisis de deuda soberana no es sino la expresión de la quiebra del binomio política-mercado; o sea, un fracaso de ambos. Lo que se transmite a la gente es que la política no hace honor a su nombre. Y la consecuencia es una pérdida dramática de legitimidad del poder. No es casualidad que sea la izquierda, es decir, la cultura de la intervención en la economía y la redistribución de la riqueza, la más dañada. Las elecciones del domingo pasado en España pueden servir de muestra.
Es que los instrumentos políticos que poseemos son, sobre todo, de naturaleza nacional. Pero, a la vez, los fenómenos que han rodeado a la crisis son nítidamente supranacionales. Y, así, los ciudadanos contemplan impotentes a unos poderes financieros globales incontrolados causantes de la crisis, que han quedado intactos, que parecen invulnerables ante la ley.
Ejemplo de ello es la remuneración desproporcionada de los dirigentes financieros y de los capitales de los fondos de inversión especulativos. Otro ejemplo: la ausencia de imposición directa o indirecta a las transacciones financieras; un privilegio producto de su enorme capacidad evasiva y de su movilidad y volatilidad en la sociedad de las tecnologías de la información.
El carácter sistémico de los servicios financieros ha obligado al Estado a intervenir para evitar su derrumbe. Pero la capacidad desestabilizadora y especulativa de tales actividades financieras no ha sido aún neutralizada del todo. Lo estamos viendo en estos mismos días en relación con Grecia y Portugal.
Urge recuperar la capacidad regulatoria de la política sobre el mercado. Pero esto podemos abordarlo solo con nuevos instrumentos políticos institucionales y nuevos mecanismos de intervención económica.
A mi juicio, entre las cosas que los europeos podemos hacer hay dos absolutamente necesarias y esenciales: fortalecer las instituciones económicas de la Unión y crear una nueva y sólida capacidad tributaria. Solamente esto puede restituir a la democracia lo que nunca debió perder, esto es el predominio de la política, el poder de las mayorías, expresadas en el voto libre, sobre el capitalismo desregulado.
No creo que, ante el desafío de la globalización financiera, un Gobierno nacional en solitario tenga mucho que hacer. Sin embargo, afortunadamente, tenemos en la Unión Europea el instrumento político al que dotar de capacidad de gobierno económico.
Es lo que llevamos haciendo en la Unión desde que estalló la crisis y, especialmente, desde que en 2010 entró en vigor el Tratado de Lisboa. Es un proceso que espero culmine en el Consejo Europeo de finales de junio con la creación de algo que necesita ser articulado: la Unión Económica, es decir, un gobierno económico y unas políticas económicas adoptadas en el seno de la Unión, que promuevan una "economía social de mercado" de dimensión europea.
Sin embargo, para ser sinceros, nada de lo anterior serviría si no hay poder tributario para sustituir el insostenible sobreendeudamiento por una nueva capacidad de gestionar impuestos. Si queremos mantener el Estado de bienestar, disminuir la deuda nacional e impulsar la recuperación económica, necesitamos nuevos y mayores ingresos tributarios justos, progresivos (algo a lo que me refería en este diario en el artículo El Estado de bienestar: vuelta a la fiscalidad el 4 de agosto de 2010) que hagan pagar más al que más tiene y evitar que el coste de la crisis lo paguen los más débiles.
Hace poco sonaba a utopía la llamada Tasa sobre las Transacciones Financieras. Ahora está básicamente apoyada por el Consejo Europeo (reunión de marzo pasado), el Parlamento Europeo y la Comisión Europea (que quizá la plantee en las próximas Perspectivas Financieras 2014-2020).
Me resulta difícil de entender las reticencias de algunos progresistas a esta tasa sencillamente imprescindible. Podremos discutir qué parte de ella deberá convertirse en "recurso propio" de la Unión, y qué parte debe ir a las arcas públicas de los Estados. Habrá que decidir también si esa tasa debe gravar a las transacciones mismas o a los beneficios de las actividades financieras. Pero el fondo de la idea es muy potente.
Y el fondo es, primero, que hoy la dialéctica entre política y mercado está rota a favor de este (sobre todo en su dimensión monetaria o financiera). Segundo, que el Estado-nación ha mostrado sus límites regulatorios y tributarios. Y tercero, que el sobreendeudamiento desmesurado -100% del PIB en los países europeos y en Estados Unidos, que han perdido margen de maniobra- tiene que dar paso a un equilibrio fiscal que utilice nuevos recursos tributarios que nazcan del ámbito financiero. Todo ello ha de ser dirigido políticamente desde instituciones supranacionales.
En Europa tenemos a la Unión, tan injustamente criticada como necesaria. Es la Unión, en un mundo multipolar, quien debe liderar este cambio en niveles superiores (G-20, Fondo Monetario Internacional). Y para hacerlo, los europeos debemos combatir miedos nacionalistas, separatistas y egoístas que crecen hoy entre nosotros, para tener de nuevo confianza en que el espíritu solidario del proyecto europeo, que se fundamente en un interés común por encima de todo, vuelva a predominar.
Lo anterior parece difícil pero la democracia se inventó para que los deseos de las mayorías y los derechos de las minorías se respeten. Nos toca ahora dar una dimensión más amplia y elevada, más legitimada, a nuestras democracias. Es lo que tantos hombres y mujeres están demandando en Europa y más allá de Europa.
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