lunes, 23 de mayo de 2011

DEMOCRACIAS FRÁGILES

Gabriel Guerra Castellanos / El Universal
Mientras que en México debatimos y nos debatimos en torno a si votar o no votar y por quién hacerlo, otros países se dan cuenta de lo fugaz que puede ser la democracia, ese sistema que sigue siendo hoy el peor del mundo, como dijo algún día Winston Churchill, con la excepción de todos los demás.
Ya tocamos aquí el caso de Irán, donde el populista presidente Ahmadineyad parece haber consumado una manipulación electoral que le asegura la permanencia en el poder a pesar de las persistentes protestas que van siendo poco a poco acalladas por la represión del aparato estatal y de los líderes religiosos. No son menores ni la paradoja ni el paralelismo con otros políticos que se dicen del pueblo y para el pueblo y que a la menor oportunidad buscan perpetuarse en el poder aprovechándose de los instrumentos que les brinda el mismo sistema político que en el fondo tanto desprecian.
Estamos ahora, frente a un caso que podría ser similar en Honduras, y digo podría porque nadie acaba de entender lo que está pasando en ese país que apenas despertó de la pesadilla de los golpes y gobiernos militares en 1982 y que hoy enfrenta nuevamente al fantasma del autoritarismo, del golpismo y de los liderazgos iluminados. Si bien me resisto a creer que un presidente democráticamente electo deba ser removido de su cargo por la fuerza, hay indicios de que el hasta hace poco presidente Manuel Zelaya se había tornado en una amenaza similar para la democracia y la vida institucional de su país que los propios golpistas que lo han derrocado.
Ni la cronología de los hechos alcanzan para comprender lo que sucede en Honduras, ni lo que no ha concluido en Irán, ni los acontecimientos recientes en Guatemala o en Bolivia, porque van más allá de los motivos coyunturales que desataron revueltas y manifestaciones. Si bien en el caso hondureño hay una lucha política entre el presidente democráticamente electo y los demás poderes, en la que uno buscó violentar las reglas del juego para prolongarse en la Presidencia y los otros recurrieron a cualquier recurso a la mano para impedírselo, todo lo demás se inscribe en un problema estructural al que no son ajenos muchos otros países: el de la fragilidad de las instituciones y de la democracia misma.
No es novedad que las movilizaciones populares pretendan suplantar a los procesos electorales en muchas partes del mundo. Argentina lo vivió hace algún tiempo y mostró los riesgos de sucumbir ante las presiones de las turbas o de las movilizaciones organizadas. Comenzando a finales de diciembre de 2001, el país sureño sumó cinco presidentes en menos de dos semanas como resultado de una serie de disturbios que dejaron al descubierto la debilidad institucional, misma que nunca se resolvió plenamente, como lo demuestra el hecho de que se pudiera dar una suerte de reelección simulada, o de sucesión conyugal, al relevo de esposos que se dio entre Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
En Guatemala fue el asesinato de un prominente abogado, que tuvo la previsión o la premonición de culpar en un video al presidente de la República. En Irán vemos todavía cómo los enfrentamientos en las calles no cesan y los liderazgos políticos y religiosos se tensan. Un paseo por el mapamundi nos mostraría focos rojos por doquier, pero especialmente en naciones que se encuentran en los albores de la democracia o que no han logrado construir sistemas que reflejen la disparidad y las brechas entre distintos sectores de la sociedad. Lo mismo si las divisiones son de acceso a la tecnología y de visión del mundo, como es el caso iraní; o sin son étnicas o raciales o meramente económicas, como en el caso de Bolivia, Guatemala y ahora Honduras; es evidente que la democracia formal tiene pies de barro cuando no existe una base de legitimidad de las instituciones o cuando la población es susceptible al canto de las sirenas de los demagogos.
No resulta fácil juzgar desde lejos lo que está sucediendo en Honduras, porque tristemente en América Latina es iluso pretender que la legalidad y la justicia van de la mano, o que los formalismos democráticos son conducentes al fortalecimiento de las libertades y del imperio del voto libre. Son ya legión los mandatarios latinoamericanos que han manipulado a sus democracias para reelegirse, para reformar leyes o instituciones de tal manera que son individuos los que se fortalecen mientras que las democracias se ven diluidas hasta correr el riesgo de desaparecer.
No es aceptable un golpe de Estado para deponer a un presidente democráticamente electo, pero tampoco lo es que un presidente vaya en contra de la Constitución, del Congreso y de la Corte Suprema para buscar vericuetos que le permitan la reelección. En Venezuela, un golpista frustrado se aprovechó de las libertades democráticas para hacerse del poder a perpetuidad, sin que en el trayecto haya violado abiertamente la letra de las leyes. Así que la formalidad deja mucho que desear en países que no tienen aun la solidez institucional para resistir a los tiranos o a los golpistas, sean éstos de uniforme o de traje y corbata.
Lo que hoy sucede en Honduras es una tragedia para la región, pues nos recuerda lo endebles que son, lo imperfectas que son, nuestras democracias.

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