domingo, 29 de mayo de 2011

NO HAY DOS DEMOCRACIAS

Francisco Valdez Ugalde / El Universal
“¿Por qué no te callas?” Le dijo Juan Carlos de Borbón a Hugo Chávez en la Cumbre de Santiago. Ante el interminable discurso del presidente de Venezuela, provocador del mínimo protocolo, el rey de España abandonó el salón. La frase recorrió el mundo provocando toda clase de bromas. No estaba en disputa sólo el desagrado de un rey o la impropiedad de un presidente sino dos estilos y, en el fondo, dos modelos de política. En Iberoamérica se ha introducido una diferenciación que conviene discutir: hay dos democracias, una más liberal, republicana y conservadora, otra popular (“populista”), carismática y transformadora. La primera estaría conformada por las instituciones tradicionales de la división de poderes, la democracia representativa y electoral. La segunda se valdría de la relación “directa” del líder con las masas sobrepasando y, de ser necesario, suprimiendo las instituciones de la primera. La justificación de aquélla ha sido controlar al poder; sus críticos le oponen que en ese control al poder se enquistan fuerzas que se apropian de la renta mediante privilegios especiales y terminan por hacer de las instituciones representativas, instituciones discriminatorias. El populismo reclama ser la fórmula para que el sufragio se transforme en participación y apropiación del poder por parte del pueblo, excluido largamente del poder político. Habría, así, dos democracias. Lo cierto es que las críticas a ambos modelos tienen buena dosis de razón, lo que no quiere decir que nos saquen del atolladero. La democracia representativa tradicional ha evolucionado bien al extenderse como modelo preferido por la mayoría de la gente en los países que por lo menos eligen periódicamente a sus gobiernos. Pero no ha conseguido hacer “toda la tarea” de las asignaturas pendientes en los países atrasados. Esta afirmación es cierta y falsa, dependiendo por dónde se la mire. Es cierta porque quedan muchas asignaturas pendientes; es falsa porque la democracia simplemente no puede hacer “toda la tarea”. La democracia ayuda a disminuir el desempleo, a distribuir la renta, incentiva la deliberación colectiva, entre otras cosas. Pero no resuelve todos y cada uno de los problemas de acción colectiva, como los fiscales o la pobreza. Para esto hacen falta medidas económicas, sociales y culturales inteligentes. La democracia no las ofrece por sí sola, pero las prohija mejor. Un ingrediente indispensable para el buen funcionamiento de la democracia es la responsabilidad de los ciudadanos. Para bien o para mal, la democracia siempre ha supuesto un actor central ilustrado (el ciudadano). Aunque no es el único factor, la ilustración de los ciudadanos es fundamental: debe saber leer, escribir, conocer del mundo, discutir, participar. Si aprecia la libertad requiere de responsabilidad y educarse es parte de ella. Las tradiciones paternalistas, que reciben tanto apego desde nuestras latitudes son veneno puro para la responsabilidad. Y si no hay que hacerse cargo de la propia vida, para qué preocuparse de lo que ocurra en la polis. Para la crítica “populista” esta es una idea aristocrática, pero olvida algo esencial: aunque así fuera, un populismo de buena fe no puede negarse a la elevación educativa del “pueblo”. El problema es que en situaciones populistas tal elevación no llega lejos. Se puede romper estructuras que propician la desigualdad, se puede incrementar la mejoría educativa de la sociedad en general, pero llegado el momento de la toma del poder, el “pueblo” se queda abajo; sigue siendo el pueblo peyorativo. Y ello en virtud de que para entonces las instituciones republicanas y representativas se han deteriorado y la cultura política alentada desde el poder no consigue superar el modelo “pastoral”. Lo que ha distinguido al caso español frente a la mayor parte de los latinoamericanos (con excepción quizás de Brasil y Chile), es que la izquierda participó en la refundación de la democracia representativa; la colocó en el centro de sus prioridades, renunció al prejuicio de verla como mero instrumento y la incluyó entre los bienes fundamentales, entre los mismísimos derechos de los ciudadanos. Es paradójico que la mayor parte de la izquierda latinoamericana siga viendo las instituciones democráticas con recelo leninista y que el centro y la derecha moderada las proclamen como un bien indispensable. Los límites de los populismos se alcanzan cuando no puede reinstalar en la representación política los intereses del pueblo, porque se deshizo de la representación y el control del poder. Ningún pueblo es por populista sino solamente bajo la tutela del carisma pastoril. Las fronteras de la visión conservadora de la democracia se aparecen en la inconsecuencia con el principio liberal que impone, a final de cuentas, que la democracia es el “gobierno por discusión” (Mill). Es falso que haya dos democracias, lo que hay son democracias precarias con lastimosos atrasos de las culturas cívicas. De ahí el “diálogo” entre sordos.

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