Francisco Valdés Ugalde / EL UNIVERSAL
La clave para entender el proceso de democratización de México no es el gradualismo, sino los cambios de paradigma político. Las diferencias entre las reformas de 1977, 1996 y 2011 (si ésta se concreta) son tan profundas, que verlas a través de un horizonte de continuidad y gradualismo es hacerles, y hacernos, un flaco favor; una concesión conservadora.
La reforma de 1977 abrió la representación a la izquierda excluida, la de 1996 cambió las reglas de acceso al poder y la de 2011 pretende hacer cambios en la manera de ejercerlo. El tema es tan serio que no haré espacio a su descripción. El lector interesado puede encontrar una guía en www.franciscovaldesugalde.com.
La reelección legislativa permitiría abrir el camino a un equilibrio de poderes que no se ha podido conseguir por el subdesarrollo de las legislaturas frente a la robustez de los ejecutivos. A última hora se agregó la reelección de alcaldes a criterio de las legislaturas de los estados. Asunto verdaderamente seminal, pues si el edificio institucional se tambalea es por su debilidad en la base y su hipertrofia en la cúspide.
Las candidaturas independientes abren el camino a nuevas opciones que se han resistido, o no han conseguido expresarse como partidos políticos pero que no por ello tienen menos importancia. Ahora el sistema las reconocería.
Aunados a la consulta popular y a la iniciativa ciudadana de ley, todos constituyen derechos de los ciudadanos, ya no “prerrogativas”. Este es uno de los avances más importantes de la reforma iniciada en el senado: se terminaría con el anacronismo de considerar “prerrogativas” (privilegio que se concede), lo que deben ser derechos.
A diferencia de aquellas, estos son inherentes a la condición de ciudadanos, no concesiones graciosas de quienes detentan el poder.
Estos derechos se complementarían en la iniciativa con 3 medidas que mejorarían equilibrios entre Ejecutivo y Legislativo y harían más eficiente el proceso de gobierno: iniciativa preferente, reconducción presupuestal y ratificación parcial del gabinete. Además se ajustaría el mecanismo de sustitución del presidente en caso de falta absoluta y se reduciría la cláusula de gobernabilidad en el Distrito Federal.
La propuesta no incluye la segunda vuelta en la elección presidencial y limita los plazos de la reelección, pero es un esfuerzo serio por sacar del marasmo al sistema político en consonancia con los principios democráticos. Si fuese aprobada, esta reforma es el camino para dejar de dar vueltas en torno a las reglas electorales y reformar las del ejercicio del poder. Sería el comienzo de la edificación de un Estado democrático, incluyente, participativo y más representativo; el Estado que México requiere.
Pero hay quien se opone. No bien llegó a la Cámara de Diputados, la reforma ha sido congelada. El consenso de los tres partidos principales en el Senado no tiene eco en la Cámara Baja. La razón la sintetizó muy claramente un diputado del Estado de México: “vamos a dar la pelea en la cláusula de gobernabilidad para que se evite esta romería y permitan con el voto de la gente, no con una representación ficticia, dar gobernabilidad al país” (Reforma, 29-04-11, p. 6).
Es una manera tosca de poner las cosas al revés. Cuando se busca más y mejor representación, menos perdedores y más deliberación no falta quien salga con que es a la inversa: que una cláusula que permita al que obtenga el 30% quedarse con la mayoría de la Cámara ¡es más democrática!
Por ahora la reforma ha sido enviada a las calendas griegas. Queda en la incertidumbre si los diputados irán a un periodo extraordinario para desahogarla o no. Lo cierto es que aunque se abriera paso a la reforma no habría condiciones temporales para poner en marcha algunas de sus medidas en el 2012, como las candidaturas independientes.
Pero el asunto es mayor: no hay consenso sobre la necesidad y la posibilidad de un cambio de paradigma que nos lleve de una democracia incompleta con enclaves autoritarios a otra completa en que construir un Estado democrático moderno (no sólo un sistema político), sea la tarea acordada.
En el fondo la pugna es transpartidaria y se expresa entre los que quieren un cambio cualitativo hacia una democracia con ciudadanos fuertes y los que pretender detener ese proceso restaurando formas de dirigismo y control hegemónico elitistas y oligárquicos. De ahí el asedio a la reforma.
La confrontación está expresada. La fuerza de la misma ha llegado al Congreso y divide a las dos cámaras. Tiene como epicentro la diferencia de criterio en las respectivas bancadas del PRI y en la nostalgia nacionalista revolucionaria.
La incertidumbre sobre los consensos fundamentales crecerá y, de no aprobarse la reforma, las elecciones de 2012 serán ocasión para la exacerbación de las diferencias oportunistas: el camino de la (mini) restauración autoritaria, del equilibrio catastrófico.
La clave para entender el proceso de democratización de México no es el gradualismo, sino los cambios de paradigma político. Las diferencias entre las reformas de 1977, 1996 y 2011 (si ésta se concreta) son tan profundas, que verlas a través de un horizonte de continuidad y gradualismo es hacerles, y hacernos, un flaco favor; una concesión conservadora.
La reforma de 1977 abrió la representación a la izquierda excluida, la de 1996 cambió las reglas de acceso al poder y la de 2011 pretende hacer cambios en la manera de ejercerlo. El tema es tan serio que no haré espacio a su descripción. El lector interesado puede encontrar una guía en www.franciscovaldesugalde.com.
La reelección legislativa permitiría abrir el camino a un equilibrio de poderes que no se ha podido conseguir por el subdesarrollo de las legislaturas frente a la robustez de los ejecutivos. A última hora se agregó la reelección de alcaldes a criterio de las legislaturas de los estados. Asunto verdaderamente seminal, pues si el edificio institucional se tambalea es por su debilidad en la base y su hipertrofia en la cúspide.
Las candidaturas independientes abren el camino a nuevas opciones que se han resistido, o no han conseguido expresarse como partidos políticos pero que no por ello tienen menos importancia. Ahora el sistema las reconocería.
Aunados a la consulta popular y a la iniciativa ciudadana de ley, todos constituyen derechos de los ciudadanos, ya no “prerrogativas”. Este es uno de los avances más importantes de la reforma iniciada en el senado: se terminaría con el anacronismo de considerar “prerrogativas” (privilegio que se concede), lo que deben ser derechos.
A diferencia de aquellas, estos son inherentes a la condición de ciudadanos, no concesiones graciosas de quienes detentan el poder.
Estos derechos se complementarían en la iniciativa con 3 medidas que mejorarían equilibrios entre Ejecutivo y Legislativo y harían más eficiente el proceso de gobierno: iniciativa preferente, reconducción presupuestal y ratificación parcial del gabinete. Además se ajustaría el mecanismo de sustitución del presidente en caso de falta absoluta y se reduciría la cláusula de gobernabilidad en el Distrito Federal.
La propuesta no incluye la segunda vuelta en la elección presidencial y limita los plazos de la reelección, pero es un esfuerzo serio por sacar del marasmo al sistema político en consonancia con los principios democráticos. Si fuese aprobada, esta reforma es el camino para dejar de dar vueltas en torno a las reglas electorales y reformar las del ejercicio del poder. Sería el comienzo de la edificación de un Estado democrático, incluyente, participativo y más representativo; el Estado que México requiere.
Pero hay quien se opone. No bien llegó a la Cámara de Diputados, la reforma ha sido congelada. El consenso de los tres partidos principales en el Senado no tiene eco en la Cámara Baja. La razón la sintetizó muy claramente un diputado del Estado de México: “vamos a dar la pelea en la cláusula de gobernabilidad para que se evite esta romería y permitan con el voto de la gente, no con una representación ficticia, dar gobernabilidad al país” (Reforma, 29-04-11, p. 6).
Es una manera tosca de poner las cosas al revés. Cuando se busca más y mejor representación, menos perdedores y más deliberación no falta quien salga con que es a la inversa: que una cláusula que permita al que obtenga el 30% quedarse con la mayoría de la Cámara ¡es más democrática!
Por ahora la reforma ha sido enviada a las calendas griegas. Queda en la incertidumbre si los diputados irán a un periodo extraordinario para desahogarla o no. Lo cierto es que aunque se abriera paso a la reforma no habría condiciones temporales para poner en marcha algunas de sus medidas en el 2012, como las candidaturas independientes.
Pero el asunto es mayor: no hay consenso sobre la necesidad y la posibilidad de un cambio de paradigma que nos lleve de una democracia incompleta con enclaves autoritarios a otra completa en que construir un Estado democrático moderno (no sólo un sistema político), sea la tarea acordada.
En el fondo la pugna es transpartidaria y se expresa entre los que quieren un cambio cualitativo hacia una democracia con ciudadanos fuertes y los que pretender detener ese proceso restaurando formas de dirigismo y control hegemónico elitistas y oligárquicos. De ahí el asedio a la reforma.
La confrontación está expresada. La fuerza de la misma ha llegado al Congreso y divide a las dos cámaras. Tiene como epicentro la diferencia de criterio en las respectivas bancadas del PRI y en la nostalgia nacionalista revolucionaria.
La incertidumbre sobre los consensos fundamentales crecerá y, de no aprobarse la reforma, las elecciones de 2012 serán ocasión para la exacerbación de las diferencias oportunistas: el camino de la (mini) restauración autoritaria, del equilibrio catastrófico.
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