FRANCISCO VALDEZ UGALDE / EL UNIVERSAL
Hicieron falta 40 mil muertos para empezar a movernos. Ya se había dado un intento con la marcha de blanco, pero los manifestantes cayeron en la falta de organización y sus efectos se desvanecieron, salvo el recuerdo.
Con la marcha convocada por Javier Sicilia parece recuperarse el ánimo de construcción ciudadana, especialmente al registrarse un viraje en el discurso del rechazo a la estrategia gubernamental contra el crimen organizado a la propuesta de diálogo constructivo que incluye la búsqueda conjunta de acuerdos.
Al fijar la crítica en la “clase política” y no en un solo actor, y al reclamar un diálogo con los tres poderes de la Unión se avanza casi hasta reconocer que el problema de la violencia y la ausencia de Estado está en el sistema político y en la sociedad (aunque mencionarla sea redundante, pues siempre está contenida en aquél). Ahora hace falta ese reconocimiento.
La profundidad de las consecuencias del cambio democrático incluyen una reestructuración de la sociedad. Durante décadas se ha escuchado el grito desgarrador de la “destrucción del tejido social”. Se ha señalado al neoliberalismo como culpable principal. Sin descartar como causa la reestructuración económica que ha tenido lugar, no se puede obviar su origen en la política.
Pasamos de un sistema corporativo a una sociedad más horizontal, transitamos del control piramidal centralizado a sus multiplicaciones poliárquicas, cambiamos el control electoral del gobierno por el sufragio libre, alcanzamos la libertad de organización, manifestación y reunión y abandonamos la sujeción política como condición de acceso a los bienes públicos. Es decir, rompimos el tejido social que provenía de las ataduras políticas del sistema presidencialista de partido hegemónico.
Podemos revisar las últimas tres décadas en clave de transformaciones por la libertad y la democracia, pero esa lectura optimista lleva aparejada un conjunto de consecuencias que no han sido recogidas por nuestras acciones colectivas. Esas rupturas también profundizaron la vulnerabilidad de los más débiles, abrieron espacios a la corrupción y el oportunismo que bajo el viejo canon podían ser regulados y hasta controlados informalmente; con ellos se abrieron espacios para la criminalidad organizada y la colusión de autoridades de diverso tipo.
La fortificación del aparato policiaco y militar y su disposición contra el crimen organizado está desfondada, pues carece de cimientos en el Ministerio Público y en el Poder Judicial. Tiene fundamento la percepción social de que la detención de criminales es solamente la entrada a una puerta giratoria cuyas siguientes fases, la acusación y el juicio, carecen de sustento institucional, son instancias en cuya porosidad e inconsistencia la sociedad no tiene a sus defensores, sino un complemento a la acción de quienes la agreden.
El sistema político cambiado a medias, casi exclusivamente en su dimensión electoral pero no en la gubernativa provoca que fuerzas centrífugas se hayan desatado, produciendo una deserción sistemática de los actores políticos respecto del interés general de la sociedad y un alejamiento entre ésta y aquéllos.
Los seis puntos señalados por Javier Sicilia para iniciar un diálogo “fundacional de la República” son la conversión de la indignación en productividad política.
Jesús Reyes Heroles acuñó la sentencia de que “lo que resiste apoya”. Se refería en aquel entonces (1977) a que la entrada de la oposición de izquierda a la representación política apoyaba la producción de Estado.
Si algo hace falta, si algo está ausente, es el parámetro para transformar la democratización del sistema político en edificación de un Estado moderno, cuyo eje es la relación democrática entre el poder político y la sociedad.
Las marchas del domingo pasado en México y las manifestaciones de apoyo en varias partes del mundo, a pesar de su exigüidad, son una llamada de atención, y sus contingentes pueden ser un faro que ayude a guiarnos en la senda perdida de la reforma del Estado.
¿No es esa la sociedad que logra sobreponerse al miedo mientras la mayoría se esconde en el terror? ¿No es esa la sociedad que ha conseguido librarse del corporativismo, el clientelismo y el maiceo; la que reclama y aprecia vivir en libertad? ¿No es acaso esa la sociedad a la que se ha llamado desde el poder político para construir un México democrático?
Pues ahí está, y se mueve. Su crecimiento y fortalecimiento, cualquiera sea la forma que adopte, es el núcleo futuro de toda política democrática. Esa movilización, su crecimiento y su capacidad de articulación pueden ser la clave para evitar la regresión autoritaria que toca a la puerta y que se anuncia desde todos los puntos cardinales de la política.
La ventana de oportunidad que ofrece para consolidar la democracia no permanecerá abierta mucho tiempo. Hay que hacer transitable el diálogo con ella. Hay que pasar de la “mística del voto” a la producción de estatalidad democrática.
Hicieron falta 40 mil muertos para empezar a movernos. Ya se había dado un intento con la marcha de blanco, pero los manifestantes cayeron en la falta de organización y sus efectos se desvanecieron, salvo el recuerdo.
Con la marcha convocada por Javier Sicilia parece recuperarse el ánimo de construcción ciudadana, especialmente al registrarse un viraje en el discurso del rechazo a la estrategia gubernamental contra el crimen organizado a la propuesta de diálogo constructivo que incluye la búsqueda conjunta de acuerdos.
Al fijar la crítica en la “clase política” y no en un solo actor, y al reclamar un diálogo con los tres poderes de la Unión se avanza casi hasta reconocer que el problema de la violencia y la ausencia de Estado está en el sistema político y en la sociedad (aunque mencionarla sea redundante, pues siempre está contenida en aquél). Ahora hace falta ese reconocimiento.
La profundidad de las consecuencias del cambio democrático incluyen una reestructuración de la sociedad. Durante décadas se ha escuchado el grito desgarrador de la “destrucción del tejido social”. Se ha señalado al neoliberalismo como culpable principal. Sin descartar como causa la reestructuración económica que ha tenido lugar, no se puede obviar su origen en la política.
Pasamos de un sistema corporativo a una sociedad más horizontal, transitamos del control piramidal centralizado a sus multiplicaciones poliárquicas, cambiamos el control electoral del gobierno por el sufragio libre, alcanzamos la libertad de organización, manifestación y reunión y abandonamos la sujeción política como condición de acceso a los bienes públicos. Es decir, rompimos el tejido social que provenía de las ataduras políticas del sistema presidencialista de partido hegemónico.
Podemos revisar las últimas tres décadas en clave de transformaciones por la libertad y la democracia, pero esa lectura optimista lleva aparejada un conjunto de consecuencias que no han sido recogidas por nuestras acciones colectivas. Esas rupturas también profundizaron la vulnerabilidad de los más débiles, abrieron espacios a la corrupción y el oportunismo que bajo el viejo canon podían ser regulados y hasta controlados informalmente; con ellos se abrieron espacios para la criminalidad organizada y la colusión de autoridades de diverso tipo.
La fortificación del aparato policiaco y militar y su disposición contra el crimen organizado está desfondada, pues carece de cimientos en el Ministerio Público y en el Poder Judicial. Tiene fundamento la percepción social de que la detención de criminales es solamente la entrada a una puerta giratoria cuyas siguientes fases, la acusación y el juicio, carecen de sustento institucional, son instancias en cuya porosidad e inconsistencia la sociedad no tiene a sus defensores, sino un complemento a la acción de quienes la agreden.
El sistema político cambiado a medias, casi exclusivamente en su dimensión electoral pero no en la gubernativa provoca que fuerzas centrífugas se hayan desatado, produciendo una deserción sistemática de los actores políticos respecto del interés general de la sociedad y un alejamiento entre ésta y aquéllos.
Los seis puntos señalados por Javier Sicilia para iniciar un diálogo “fundacional de la República” son la conversión de la indignación en productividad política.
Jesús Reyes Heroles acuñó la sentencia de que “lo que resiste apoya”. Se refería en aquel entonces (1977) a que la entrada de la oposición de izquierda a la representación política apoyaba la producción de Estado.
Si algo hace falta, si algo está ausente, es el parámetro para transformar la democratización del sistema político en edificación de un Estado moderno, cuyo eje es la relación democrática entre el poder político y la sociedad.
Las marchas del domingo pasado en México y las manifestaciones de apoyo en varias partes del mundo, a pesar de su exigüidad, son una llamada de atención, y sus contingentes pueden ser un faro que ayude a guiarnos en la senda perdida de la reforma del Estado.
¿No es esa la sociedad que logra sobreponerse al miedo mientras la mayoría se esconde en el terror? ¿No es esa la sociedad que ha conseguido librarse del corporativismo, el clientelismo y el maiceo; la que reclama y aprecia vivir en libertad? ¿No es acaso esa la sociedad a la que se ha llamado desde el poder político para construir un México democrático?
Pues ahí está, y se mueve. Su crecimiento y fortalecimiento, cualquiera sea la forma que adopte, es el núcleo futuro de toda política democrática. Esa movilización, su crecimiento y su capacidad de articulación pueden ser la clave para evitar la regresión autoritaria que toca a la puerta y que se anuncia desde todos los puntos cardinales de la política.
La ventana de oportunidad que ofrece para consolidar la democracia no permanecerá abierta mucho tiempo. Hay que hacer transitable el diálogo con ella. Hay que pasar de la “mística del voto” a la producción de estatalidad democrática.
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