Porfirio Muñoz Ledo / El Universal
Preparaba un texto sobre el revés futbolero cuando estallaron evidencias irrefutables de la derrota política nacional. Todo el empeño publicitario por exaltar eventuales hazañas deportivas sucumbió en unos días ante la realidad de los goles y —cancelada la esperanza— resurgió el testimonio de la violencia asesina sin atenuantes.
Los mexicanos solemos festejar las derrotas como vertiente de nuestra familiaridad con la muerte. Ganamos algunas batallas pero perdemos casi todas las guerras. Transitamos del “México, ya se pudo” al “México, ya valimos”. Después, el conformismo de nuestro melodrama histórico: somos pobres pero honrados y caímos con la cara al sol. En este caso: disciplinados y entusiastas, pero fatalmente ineficaces.
La economía latinoamericana ha tenido uno de los mejores desempeños frente a la crisis, con excepción de México. Los cuatro países del Mercosur están en cuartos de finales mientras los nuestros ya regresaron a casa. En la impotencia, el futbol parecía convertirse en el placebo que resolviera los problemas del Estado, un éxito virtual que disfrazara la decadencia ostentosa. Fue no obstante el espejo de nuestras derrotas esenciales. Cuántas veces hemos merecido la democracia o la justicia, pero siempre nos quedamos en la raya. En nuestras maneras de perder nadie nos gana.
El retroceso democrático parece imparable. El único avance de los últimos años: elecciones confiables que condujeran a la pluralidad, se ha tornado en pesadilla. A semejanza de la implosión soviética, la liberalización política y económica generó la disolución de las estructuras del Estado. Los aprendices de brujo trocaron la fortaleza de los poderes públicos en vértigo de impotencia colectiva.
En Europa se preguntan si el crimen organizado ha decidido asestar jaque-mate a la política o si se propone la toma formal del poder. Hablar de narcoelecciones parece una simplificación. La señal es más compleja: entre los poderes fácticos hay uno que rebasa a los demás, porque concentra el mayor volumen de recursos financieros y comienza a ejercer el monopolio de la fuerza.
El secretario de Gobernación todavía cree que “los votos son más poderosos que las balas”, ignora que el secuestro de la autoridad nulifica el sufragio. Voces piden la renuncia de Calderón, que hace poco hubiese permitido la formación de un gobierno constitucional de mayoría. Los excesos de la clase política, así como su recurrencia a los arreglos clandestinos, pervierten hoy la hipótesis de un genuino acuerdo político.
El Ejecutivo lanza un llamado al diálogo como quien arroja una botella al mar en el naufragio. La presidenta del PRI descubre que Calderón ha “envilecido la política” y descalifica el diálogo con “liderazgos ilegítimos”. Extiende así un certificado póstumo al fraude electoral que consintió y se erige en cómplice confeso de un gobierno espurio al que durante años protegió para luego despojarlo.
La situación es grave y merece otro nivel de reflexión. El país exige un nuevo consenso nacional, tanto más difícil cuanto mayor sea el encono al término de las elecciones. Pero, como diría el refranero, las cosas se han puesto tan mal que ya sólo pueden ponerse mejor. De la catarsis habría que extraer una salida viable de la ratonera.
La agenda debe ser clara y las decisiones contundentes. Con o sin dimisión presidencial es indispensable la formación de un nuevo gobierno, como ocurre en todo los regímenes democráticos. La cuestión es cómo llegar al 2012. La respuesta mínima es una nueva estrategia de seguridad con respeto a los derechos humanos.
Se impone también un sistema renovado de seguridad electoral y la democratización sustantiva de la radio y la televisión, una reforma mínima del Estado y el inicio de un proceso constituyente, el cese de la persecución sindical, un ámbito de distensión social y un programa económico de emergencia. El otro camino es aceptar el hundimiento irremisible del Estado-nación
Preparaba un texto sobre el revés futbolero cuando estallaron evidencias irrefutables de la derrota política nacional. Todo el empeño publicitario por exaltar eventuales hazañas deportivas sucumbió en unos días ante la realidad de los goles y —cancelada la esperanza— resurgió el testimonio de la violencia asesina sin atenuantes.
Los mexicanos solemos festejar las derrotas como vertiente de nuestra familiaridad con la muerte. Ganamos algunas batallas pero perdemos casi todas las guerras. Transitamos del “México, ya se pudo” al “México, ya valimos”. Después, el conformismo de nuestro melodrama histórico: somos pobres pero honrados y caímos con la cara al sol. En este caso: disciplinados y entusiastas, pero fatalmente ineficaces.
La economía latinoamericana ha tenido uno de los mejores desempeños frente a la crisis, con excepción de México. Los cuatro países del Mercosur están en cuartos de finales mientras los nuestros ya regresaron a casa. En la impotencia, el futbol parecía convertirse en el placebo que resolviera los problemas del Estado, un éxito virtual que disfrazara la decadencia ostentosa. Fue no obstante el espejo de nuestras derrotas esenciales. Cuántas veces hemos merecido la democracia o la justicia, pero siempre nos quedamos en la raya. En nuestras maneras de perder nadie nos gana.
El retroceso democrático parece imparable. El único avance de los últimos años: elecciones confiables que condujeran a la pluralidad, se ha tornado en pesadilla. A semejanza de la implosión soviética, la liberalización política y económica generó la disolución de las estructuras del Estado. Los aprendices de brujo trocaron la fortaleza de los poderes públicos en vértigo de impotencia colectiva.
En Europa se preguntan si el crimen organizado ha decidido asestar jaque-mate a la política o si se propone la toma formal del poder. Hablar de narcoelecciones parece una simplificación. La señal es más compleja: entre los poderes fácticos hay uno que rebasa a los demás, porque concentra el mayor volumen de recursos financieros y comienza a ejercer el monopolio de la fuerza.
El secretario de Gobernación todavía cree que “los votos son más poderosos que las balas”, ignora que el secuestro de la autoridad nulifica el sufragio. Voces piden la renuncia de Calderón, que hace poco hubiese permitido la formación de un gobierno constitucional de mayoría. Los excesos de la clase política, así como su recurrencia a los arreglos clandestinos, pervierten hoy la hipótesis de un genuino acuerdo político.
El Ejecutivo lanza un llamado al diálogo como quien arroja una botella al mar en el naufragio. La presidenta del PRI descubre que Calderón ha “envilecido la política” y descalifica el diálogo con “liderazgos ilegítimos”. Extiende así un certificado póstumo al fraude electoral que consintió y se erige en cómplice confeso de un gobierno espurio al que durante años protegió para luego despojarlo.
La situación es grave y merece otro nivel de reflexión. El país exige un nuevo consenso nacional, tanto más difícil cuanto mayor sea el encono al término de las elecciones. Pero, como diría el refranero, las cosas se han puesto tan mal que ya sólo pueden ponerse mejor. De la catarsis habría que extraer una salida viable de la ratonera.
La agenda debe ser clara y las decisiones contundentes. Con o sin dimisión presidencial es indispensable la formación de un nuevo gobierno, como ocurre en todo los regímenes democráticos. La cuestión es cómo llegar al 2012. La respuesta mínima es una nueva estrategia de seguridad con respeto a los derechos humanos.
Se impone también un sistema renovado de seguridad electoral y la democratización sustantiva de la radio y la televisión, una reforma mínima del Estado y el inicio de un proceso constituyente, el cese de la persecución sindical, un ámbito de distensión social y un programa económico de emergencia. El otro camino es aceptar el hundimiento irremisible del Estado-nación
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