Esteban David Rodríguez / El Universal
Las instituciones mexicanas y sus administradores han sido incapaces de desarrollar estrategias que inhiban la penetración del crimen organizado en entidades del estado, lo mismo en cuerpos de seguridad o en el Ejército, que en los partidos políticos y en los órganos de representación pública.
En 2009, el CISEN difundió informes que presumían nexos criminales de distintos candidatos a diputados federales. Las autoridades encargadas de perseguir el delito no pudieron o quisieron dar información al respecto, a pesar que fue un órgano del mismo Gobierno el que ventiló evidencias y sospechas. El blindaje anunciado por IFE contra dinero del narcotráfico en campañas, también falló. El árbitro electoral terminó por declarar su impotencia. Ahora mismo hay candidatos a gobernadores bajo señalamientos de sospecha. Pero fuera de los anecdóticos casos Greg y Godoy, ni la PGR ni algún otro organismo autorizado se ocupa de esclarecer oficialmente si tales suspicacias tienen o no sustentabilidad.
Una inercia oficial que ha prevalecido cuando otros candidatos, legisladores, o sus empleados, jefes o familiares, han sido vinculados con redes criminales en investigaciones oficiales nacionales o del extranjero. Inercia que se alimenta con la abulia legislativa ante los vacíos legales que impiden combatir cabalmente el lavado dinero, sellan a piedra y lodo el secreto bancario, preservan la persecución del delito sólo a partir de peticiones del ministerio público. Inercia que ha multiplicado las evidencias de que en México, desde hace tiempo, las organizaciones criminales disputan —y eventualmente ganan— el poder público a través de las diversas siglas partidistas: regidurías, sindicaturas, alcaldías, diputaciones locales o federales y gubernaturas.
Evidencias que exhiben la vulnerabilidad de las instituciones ante los apetitos de infiltración del crimen y muestran la permeabilidad e indolencia, ante esa penetración, de partidos políticos asentados en redes clientelares que con frecuencia son simultáneamente ramificaciones delictivas, partidos que antes que ocuparse de crear filtros que eviten la postulación de personajes sospechosos, los defienden incluso cuando tienen ya un pie prisión.
Cuando hay hechos, evidencias o pruebas, uno de estos factores o su combinación, la prensa está obligada, por su naturaleza, a difundirlo, y a rechazar así la indiferencia moral que caracteriza a la clase política y a la clase gobernante, indiferencia embozada en retórica anticrimen que no ofrece más resultados que el incremento de muertes día tras día.
Si un representante popular fue testigo de descargo de un indiciado, otro concesionó negocios oficiales a una conocida red criminal, este protegió con cargos de gobierno a un traficante consignado en Estados Unidos, aquel fue señalado por un testigo protegido, alguno tiene familiares en la política activa buscados por la DEA o el FBI, o varios departen con criminales y han sido acusados en tribuna por sus pares, son evidencias que inexcusablemente deberían ser objeto de investigaciones proactivas de las autoridades.
Más cuando la prensa lo difunde, los custodios de la patria reaccionan airados, cual doncellas violadas, piden retractaciones, restitución del honor, y el consenso que no han encontrado en años para resolver el desastre institucional que les debe México, ahora surge sin esfuerzos para condenar en santa unión el agravio originado en su propia conducta u omisión.
Son los mismos que dilapidan en campañas el dinero que podría llevar pan a mexicanos hambrientos; nos endilgan, a todos, impuestos negociados en oscuros pactos antialiancistas, invierten en jacuzzis oficiales; los que atrincherados en un fuero adulterado hacen del conflicto de interés un fin de la actividad legislativa, encumbran intocables patriarcas del tráfico de influencias, aspiran a una reelección perpetua, y aseguran que la prensa arriesga sus preciosas vidas, cuando han sido cientos de periodistas los que han muerto en medio de una guerra ciega, retórica e ineficaz.
Periodista. Autor de “Los dueños del Congreso”, entre otros títulos.
Las instituciones mexicanas y sus administradores han sido incapaces de desarrollar estrategias que inhiban la penetración del crimen organizado en entidades del estado, lo mismo en cuerpos de seguridad o en el Ejército, que en los partidos políticos y en los órganos de representación pública.
En 2009, el CISEN difundió informes que presumían nexos criminales de distintos candidatos a diputados federales. Las autoridades encargadas de perseguir el delito no pudieron o quisieron dar información al respecto, a pesar que fue un órgano del mismo Gobierno el que ventiló evidencias y sospechas. El blindaje anunciado por IFE contra dinero del narcotráfico en campañas, también falló. El árbitro electoral terminó por declarar su impotencia. Ahora mismo hay candidatos a gobernadores bajo señalamientos de sospecha. Pero fuera de los anecdóticos casos Greg y Godoy, ni la PGR ni algún otro organismo autorizado se ocupa de esclarecer oficialmente si tales suspicacias tienen o no sustentabilidad.
Una inercia oficial que ha prevalecido cuando otros candidatos, legisladores, o sus empleados, jefes o familiares, han sido vinculados con redes criminales en investigaciones oficiales nacionales o del extranjero. Inercia que se alimenta con la abulia legislativa ante los vacíos legales que impiden combatir cabalmente el lavado dinero, sellan a piedra y lodo el secreto bancario, preservan la persecución del delito sólo a partir de peticiones del ministerio público. Inercia que ha multiplicado las evidencias de que en México, desde hace tiempo, las organizaciones criminales disputan —y eventualmente ganan— el poder público a través de las diversas siglas partidistas: regidurías, sindicaturas, alcaldías, diputaciones locales o federales y gubernaturas.
Evidencias que exhiben la vulnerabilidad de las instituciones ante los apetitos de infiltración del crimen y muestran la permeabilidad e indolencia, ante esa penetración, de partidos políticos asentados en redes clientelares que con frecuencia son simultáneamente ramificaciones delictivas, partidos que antes que ocuparse de crear filtros que eviten la postulación de personajes sospechosos, los defienden incluso cuando tienen ya un pie prisión.
Cuando hay hechos, evidencias o pruebas, uno de estos factores o su combinación, la prensa está obligada, por su naturaleza, a difundirlo, y a rechazar así la indiferencia moral que caracteriza a la clase política y a la clase gobernante, indiferencia embozada en retórica anticrimen que no ofrece más resultados que el incremento de muertes día tras día.
Si un representante popular fue testigo de descargo de un indiciado, otro concesionó negocios oficiales a una conocida red criminal, este protegió con cargos de gobierno a un traficante consignado en Estados Unidos, aquel fue señalado por un testigo protegido, alguno tiene familiares en la política activa buscados por la DEA o el FBI, o varios departen con criminales y han sido acusados en tribuna por sus pares, son evidencias que inexcusablemente deberían ser objeto de investigaciones proactivas de las autoridades.
Más cuando la prensa lo difunde, los custodios de la patria reaccionan airados, cual doncellas violadas, piden retractaciones, restitución del honor, y el consenso que no han encontrado en años para resolver el desastre institucional que les debe México, ahora surge sin esfuerzos para condenar en santa unión el agravio originado en su propia conducta u omisión.
Son los mismos que dilapidan en campañas el dinero que podría llevar pan a mexicanos hambrientos; nos endilgan, a todos, impuestos negociados en oscuros pactos antialiancistas, invierten en jacuzzis oficiales; los que atrincherados en un fuero adulterado hacen del conflicto de interés un fin de la actividad legislativa, encumbran intocables patriarcas del tráfico de influencias, aspiran a una reelección perpetua, y aseguran que la prensa arriesga sus preciosas vidas, cuando han sido cientos de periodistas los que han muerto en medio de una guerra ciega, retórica e ineficaz.
Periodista. Autor de “Los dueños del Congreso”, entre otros títulos.
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