jueves, 12 de noviembre de 2009

REPENSAR MÉXICO

*Alfonzo Zarate
No estamos condenados al subdesarrollo. El fracaso de los proyectos más ambiciosos en el siglo XX mexicano —el portento infraestructural que imaginó Plutarco Elías Calles como “obra cumbre de la Revolución”; el boom petrolero que borraría toda huella de pobreza ancestral, según la fantasía criolla de José López Portillo; el ingreso instantáneo al “primer mundo” que prometió el gran Salinas— tuvo que ver con factores de muy diversa índole: primero, la disparatada sobredimensión de una variable (los altos precios de nuestros principales productos de exportación: plata, petróleo o la omnipotencia presidencial); segundo, la corrupción e ineptitud y, finalmente, la exclusión de actores fundamentales de la sociedad y la economía.
Caudillos, políticos y tecnócratas parecieron creer que su agudeza, su poder sin contrapesos y el despliegue de su voluntad eran suficientes para instaurar un cambio de proporciones mayores. Los “otros” (empresarios, trabajadores, organizaciones sociales, sectores académicos e intelectuales, iglesias) serían compañeros de viaje o, si acaso, aliados subordinados. El Estado fuerte, encarnado en la figura incontrastable del Señor Presidente (así, con mayúsculas), bastaba para decidir rumbo y camino porque, como sabemos, los autócratas no aceptan consejos ni saben de razones. Así nos fue.
En el prolongado ciclo del régimen posrevolucionario, del crecimiento sostenido y la estabilidad al agotamiento del “milagro” y la simulación “modernizadora” de los neoliberales, el país fue testigo impotente (e indolente) de la arbitrariedad y el despilfarro, la discrecionalidad y el manejo sin escrúpulos de una clase gobernante que renovaba sexenalmente sus complicidades. Causa y efecto, el entramado institucional de la antidemocracia no podía sino producir figuras iluminadas o de soberbia mediocridad, delirantes o contenidas, pero siempre despóticas y, a final de cuentas, con los pies de barro.
El tránsito hacia una vida democrática y la paulatina consolidación de nuevas reglas de acceso al poder modificaron las coordenadas de la política, la convivencia social y la actividad productiva. La pluralidad y el equilibrio de poderes, la multiplicación de actores y la emergencia de instituciones autónomas como fuente de legitimidad y garantía de legalidad desmontaron el andamiaje del “país de un solo hombre” e instalaron el escenario de la complejidad republicana. Así enfrentamos, hoy, los dilemas de un régimen en construcción y las contrahechuras de un estado de derecho que no termina de cuajar; la resistencia de poderes fácticos que se niegan a someter sus intereses y privilegios a la ley y asumir las consecuencias de una sociedad abierta a la competencia; el atraso y la responsabilidad de una clase política incapaz de flexibilizar dogmas y atemperar sus respectivas intransigencias para encarar los desafíos actuales del nuevo desorden internacional tras la debacle del paradigma dominante en la economía global.
A pesar de ello, ante las evidentes distorsiones sociales, económicas y políticas del modelo que perfiló el Consenso de Washington —y que nuestra clase gobernante adoptó con gran ingenuidad y espíritu colonizado—, en los últimos años diversos actores han repetido el llamado a construir los consensos básicos sobre el país que queremos ser y podemos construir en el próximo medio siglo.
El hecho de haber llegado a condiciones límite en distintas áreas reclama la adopción urgente de medidas de gran calado, no meros paliativos ni salidas coyunturales.
Para delinear un proyecto de país es imperativo convocar a una reflexión efectivamente nacional y garantizar la participación de las principales instituciones generadoras de cultura y conocimiento para identificar las fortalezas reales o potenciales de México en un escenario de economías globales. Esta es una condición ineludible para delinear la ruta que nos permita avanzar, en el menor tiempo posible, hacia metas definidas con claridad y realismo.
Los ejemplos de naciones como Corea, Irlanda, India o China, que en dos décadas dieron un salto que les permitió la reconversión de sus economías y los convirtió en sólidos exportadores, confirman que es posible impulsar cambios profundos, incluso culturales, en breves lapsos.
En distintos momentos de nuestra historia, una élite ilustrada, lúcida, planteó proyectos “nacionales”. Juárez y su generación avanzaron, a pesar de tropiezos y equivocaciones, en la modernización del país. El constituyente de 1917 se propuso superar problemas estructurales: pobreza, concentración del ingreso, injusticia. Los primeros gobiernos de la posrevolución sentaron las bases institucionales y jurídicas para el despegue y el ejercicio pleno de la soberanía… Pero hoy, este país de enormes recursos y ubicación privilegiada se encuentra sumido en un bache. Han sido muchos años, desde el final del “desarrollo estabilizador”, en que venimos dando tumbos. No podemos seguir así. Las duras condiciones de hoy hacen imperativo romper las inercias y hacerlo pronto, con sentido de urgencia. Pero construir este arreglo social exige que dejemos la minoría de edad y asumamos nuestras responsabilidades.
Tenemos que construir respuestas sistémicas a los desafíos de la globalidad: alinear las políticas públicas (fiscal, industrial, laboral, educativa, social) para fortalecer la competitividad de México y sumar en esa estrategia a los factores de la producción; revisar la orientación del gasto público, invertir en vez de gastar y darle a la educación pública —de calidad y pertinencia—, en todos los niveles, la importancia que le corresponde. Pero la construcción de un acuerdo nacional reclama dotar de contenidos al discurso: definir sus grandes objetivos, convocar a los participantes, establecer tiempos y método y hacerlo ya.
*Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
Fuente: El Universal

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