viernes, 4 de mayo de 2012

HOLLANDE Y MERKEL PDRÍAN SOLUCIONARLO


Bill Emmott / elEconomista.es
Dos ideas están acaparando los pensamientos en toda Europa. Una es que las elecciones del domingo que viene en Francia y Grecia (aderezadas con los comicios locales en Italia el mismo día, la campaña del referendo del 31 de mayo sobre el tratado fiscal europeo en Irlanda y la caída la semana pasada del Gobierno holandés) podrían estar a punto de encaminar a los países de la Eurozona en una dirección turbulenta anti-sistema. La otra, fomentada por una figura del propio sistema, el presidente del BCE, es que la austeridad fiscal (el plan de la pereza) necesita acompañarse de forma inmediata por un plan de crecimiento.
La cuestión es si ambas ideas son compatibles. Y si los arrebatos de democracia provocarán una nueva etapa de pánico en los mercados financieros, capaz de devolver al euro al borde del precipicio, como advierte David Cameron. En principio, lo son. Y su compatibilidad probablemente pase por el propio François Hollande, el hombre que ha querido transformar su imagen de imitador de empleado de banca a candidato demagógico primero y después a lo que, según las encuestas, será el primer presidente francés socialista desde François Mitterrand en 1981. Los medios para la reconciliación deberán venir rápido, quizá en sus primeras llamadas y reuniones con Angela Merkel, la canciller alemana de línea dura pero muy pro-euro.
Los franceses más adinerados se tomarán muy en serio el plan de Hollande de un impuesto sobre la renta de hasta el 75%, con castigos draconianos a los banqueros, como si quisiera echar la carne al fuego para sus defensores más de izquierdas, sobre todo pensando en las elecciones al Parlamento en junio. Pero la idea de Hollande como un destructor del euro o proteccionista en ciernes con planes de socavar la Unión Europea es disparatada. Lo que probablemente quiera es un pacto que a Alemania le resultará difícil aceptar, aunque no imposible. Las grandes figuras de Alemania, incluidos los políticos y funcionarios del entorno de Merkel, saben que el curso actual de la Eurozona es insostenible. La austeridad fiscal es inevitable por las dudas de los inversores ante la solvencia de Grecia, España, Italia, Portugal, Irlanda e incluso Francia, quizá, pero trae consigo una recesión profunda que también apunta a que una austeridad contenida es insostenible. Algo tiene que cambiar.
Ninguna economía occidental está a salvo del peligro, pero los 17 miembros de la Eurozona se encuentran en una situación especialmente complicada. Los recortes del gasto público y subidas de impuestos están encogiendo la demanda. Y los grandes poseedores de deuda soberana del euro (los bancos europeos) también se ven obligados a empeorar todavía más las cosas, recortando los préstamos para ganar solidez por si se tuercen las cosas, y la crisis resultante de los créditos lo hace más probable.
Es complicado salir del círculo. Si se dejan las cosas como están, el desenlace más probable es que, pese a los duros recortes, varios países europeos incumplirán los objetivos de déficit presupuestario que acordaron en el tratado fiscal de diciembre debido al empeoramiento de la recesión. Grecia, cuya deuda pública es la más obviamente insostenible, se someterá a su cuarto año sucesivo de duras contracciones económicas y a un nuevo parlamento después del 6 de mayo que, aun con los pronósticos más optimistas, traerá un gobierno de coalición endeble, enfrentado a un grupo cada vez más extremista en la oposición.
En términos ideales, el plan francoalemán para sacarnos de este atolladero se compondría de tres elementos principales. El primero sería el impago de Grecia y su salida del euro, con un paquete acompañante de apoyo financiero de la Unión Europea y el FMI. El segundo sería un plan de toda la Eurozona de inversión de capital financiado públicamente. El tercero seguiría la propuesta sugerida en febrero por Cameron, Mario Monti y nueve líderes europeos más de lanzar un impulso de liberalización para ampliar el mercado único continental y estimular la inversión privada. La salida de Grecia es la opción menos probable, al menos a corto plazo, porque el nuevo Gobierno griego no va a estar de acuerdo. Es deseable desde el punto de vista de los 16 miembros restantes de la moneda única porque les libera de su miembro más gangrenoso, aunque también tiene sus riesgos. Lo más probable es alguna especie de nuevo plan definitivo de rescate para Grecia.
Los otros dos elementos, sin embargo, podrían producirse... y con bastante rapidez. El plan de inversión de capital se enfrentaría a la objeción de Alemania y el de liberalización a la de Francia, que es precisamente lo que hace posible el acuerdo, sobre todo si cuenta con el apoyo de europeos tan impecables como Monti. Un plan de inversión de capital podría parecer una propuesta extraña cuando por todos lados se recortan los presupuestos, pero la verdadera rareza es que para los acreedores más solventes, encabezados por Alemania (y por cierto Gran Bretaña), el coste de los préstamos públicos se encuentra en sus mínimos históricos, por lo que parece ser el momento idóneo para pedir prestados miles de millones y construir redes de banda ancha súper rápidas (que faciliten el crecimiento de una gran variedad de empresas), vías férreas, carreteras y demás infraestructuras, creando directamente puestos de trabajo. Lo que tendrían que aceptar los alemanes es que ese gasto de capital se financie colectivamente y no a nivel nacional, para aprovechar el bajo coste de los préstamos, quizá mediante una gran expansión del Banco Europeo de Inversión. Sólo digerirían algo así si consiguen convencerse de que el dinero se mantendrá lejos de las garras de las mafias del sur de Europa mediante unos controles férreos a escala europea. A los estómagos franceses, y al de Hollande en especial, les molestaría más la idea de la liberalización porque su lema de campaña es que las políticas a lo Reagan o Thatcher son precisamente las que nos han metido en este lío. Por eso haría falta un reetiquetado creativo dentro de la fantástica tradición post-electoral de tirar a la basura las promesas de la campaña. ¿Llegará a ocurrir? Por ahora, cada vez que el euro ha llegado a una encrucijada en el camino, sus líderes han seguido hacia delante. Sin embargo, las elecciones francesas, junto al espectro de problemas de la derecha en las elecciones holandesas, ahora programadas para septiembre, podría ser el momento propicio para el cambio. Nadie, y muchos menos los euroescépticos conservadores británicos, debe subestimar el deseo de las élites dirigentes europeas de mantener vivo el euro. Al final, tal vez les lleve a hacer lo correcto.
Bill Emmott, exdirector de The Economist.

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