Orlando Delgado Selley / La Jornada
Cuando estalló la crisis a mediados de 2007 el predominio de una visión económica que reivindicaba la capacidad de autoregulación de los mercados era prácticamente absoluto. Esta visión no era privativa de los economistas, también la compartían los políticos. Fueron éstos quienes eliminaron las instituciones financieras que se habían creado desde los tiempos de Roosevelt para impedir que una depresión como la de 1929 pudiera repetirse. En tiempos de Clinton se abolió la Glass Steagall Act y se permitió que las compañías tenedoras del capital accionario de los bancos tuvieran filiales con actividades financieras integrales.
Los bancos en el nuevo siglo cambiaron drásticamente su manera de funcionar. La función crediticia se alteró convirtiéndose en un medio para generar comisiones por la contratación y honorarios por la venta de ese crédito a entidades filiales. Con esta nueva forma de funcionar se generaron utilidades exorbitantes. La banca intermediaria entre la inversión y el ahorro se convirtió en originadora y distribuidora de créditos, los que se empaquetaron, vendiéndose obligaciones para financiar su compra. El resultado fue una colosal expansión del crédito y una atomización de los riesgos entre muchos inversionistas, que decidían sus operaciones a partir de la calificación otorgada por empresas especializadas.
Este nuevo modelo bancario es el que explica la crisis. Evitar que ocurra de nuevo implica cambiar el funcionamiento bancario. La reforma al sistema financiero que acaba de aprobarse en Estados Unidos, luego de meses de forcejeo entre las bancadas demócratas y republicanas cabildeadas por entidades financieras que buscaban evitar que las cosas cambiaran, tiene que valorarse en dos ámbitos distintos: el convencimiento de su necesidad y si lograra evitar que las crisis se conviertan en depresiones. Lo primero se ha conseguido, pese al poder de los intereses en juego. Lo segundo esta por verse.
La Dodd-Frank Wall Street Reform and Consumer Protection Act tiene avances indudables y también faltantes relevantes. Un conocido analista estadunidense ha señalado que aunque contiene dos terceras partes de lo que debiera, es una mejora fundamental (D. Elliot, www.brookings.edu/opinions/2010/07/06_financial_reform_elliot.aspx?p=1). Para los promotores de la reforma el propósito esencial era reducir el riesgo sistémico, para los conservadores esto no debía reducir la eficiencia bancaria para generar crédito y, con ello, crecimiento económico. La solución no parece haber dejado satisfechos a nadie, aunque tiene una connotación que Krugman describió con una frase lapidaria: en Wall Street no hubo llantos.
Cuando estalló la crisis a mediados de 2007 el predominio de una visión económica que reivindicaba la capacidad de autoregulación de los mercados era prácticamente absoluto. Esta visión no era privativa de los economistas, también la compartían los políticos. Fueron éstos quienes eliminaron las instituciones financieras que se habían creado desde los tiempos de Roosevelt para impedir que una depresión como la de 1929 pudiera repetirse. En tiempos de Clinton se abolió la Glass Steagall Act y se permitió que las compañías tenedoras del capital accionario de los bancos tuvieran filiales con actividades financieras integrales.
Los bancos en el nuevo siglo cambiaron drásticamente su manera de funcionar. La función crediticia se alteró convirtiéndose en un medio para generar comisiones por la contratación y honorarios por la venta de ese crédito a entidades filiales. Con esta nueva forma de funcionar se generaron utilidades exorbitantes. La banca intermediaria entre la inversión y el ahorro se convirtió en originadora y distribuidora de créditos, los que se empaquetaron, vendiéndose obligaciones para financiar su compra. El resultado fue una colosal expansión del crédito y una atomización de los riesgos entre muchos inversionistas, que decidían sus operaciones a partir de la calificación otorgada por empresas especializadas.
Este nuevo modelo bancario es el que explica la crisis. Evitar que ocurra de nuevo implica cambiar el funcionamiento bancario. La reforma al sistema financiero que acaba de aprobarse en Estados Unidos, luego de meses de forcejeo entre las bancadas demócratas y republicanas cabildeadas por entidades financieras que buscaban evitar que las cosas cambiaran, tiene que valorarse en dos ámbitos distintos: el convencimiento de su necesidad y si lograra evitar que las crisis se conviertan en depresiones. Lo primero se ha conseguido, pese al poder de los intereses en juego. Lo segundo esta por verse.
La Dodd-Frank Wall Street Reform and Consumer Protection Act tiene avances indudables y también faltantes relevantes. Un conocido analista estadunidense ha señalado que aunque contiene dos terceras partes de lo que debiera, es una mejora fundamental (D. Elliot, www.brookings.edu/opinions/2010/07/06_financial_reform_elliot.aspx?p=1). Para los promotores de la reforma el propósito esencial era reducir el riesgo sistémico, para los conservadores esto no debía reducir la eficiencia bancaria para generar crédito y, con ello, crecimiento económico. La solución no parece haber dejado satisfechos a nadie, aunque tiene una connotación que Krugman describió con una frase lapidaria: en Wall Street no hubo llantos.
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