Jorge Javier Romero / El Rotativo de Querétaro
El Estado mexicano está en crisis. La seguridad es el tópico de hoy, el lugar común reiterado que ha sacudido la conciencia de lo destartalada que se encuentra la organización estatal de la sociedad mexicana. Porque el Estado es eso: una organización social; su historia arranca de la existencia de bandidos errantes depredadores de las primeras comunidades agrícolas.
Cuando uno de esos bandidos en lugar de arrasar con todo, decide establecer a su banda en una comunidad conquistada y ofrece sus servicios de protección contra las bandas enemigas a cambio de una parte de lo producido. El Estado es, en sus orígenes, un bandido que se estaciona y comienza a brindar servicios; y el primero, que justifica su existencia, es que brinda la seguridad de que ningún otro bandido va a atacar a la población.
De ahí que la seguridad sea la medida más evidente de la eficiencia del Estado; por eso hoy se hace evidente su incapacidad para controlar el territorio y garantizar su monopolio de la violencia. Pero los Estados contemporáneos son más que simples monopolios de la violencia. Son las organizaciones encargadas de garantizar la certidumbre en las relaciones sociales, las que obligan al cumplimiento de reglas que se suponen aceptadas por la sociedad. El funcionamiento de la economía requiere de la certeza de que los contratos serán respetados y los litigios se resolverán en los tribunales. La circulación del tráfico requiere de los servicios del Estado, lo mismo que el transporte público, la infraestructura urbana, la educación, la salud o las pensiones, ya sea como gestor directo o como regulador de su funcionamiento. El aprovechamiento adecuado del medio ambiente, la recolección de basura, la conservación, la provisión de bienes públicos, sería imposible sin Estado.
Y en efecto, el Estado mexicano hace todas esas funciones. Pero todas las hace de manera mediocre, cuando no francamente mala. Podemos tomar uno a uno los ámbitos de acción estatal a los que de manera desordenada me refiero antes y en cada uno de ellos hay algo en común que funciona mal: las reglas. El mal mayor del Estado mexicano es que se constituyó como una agencia vendedora de privilegios y de negociación de la desobediencia de sus propias reglas. De ahí que por todos lados el control estatal de la violencia y la depredación se base en acuerdos informales y tolerancia disimulada de la violación de las reglas formales. En México las leyes han ido por un lado y la realidad por otro.
Por eso lo que está en crisis en México es el arreglo institucional mismo, los supuestos en los que se basa la legitimidad del control estatal. El principal servicio que debe dar un Estado, que se deriva directamente de su ventaja en la violencia, es el de poner las reglas del juego de los grupos sociales, eso que llamamos instituciones. Las reglas del juego son las que generan los incentivos que determinan la manera en la que los humanos nos relacionamos y distribuimos el bienestar. El Estado es el regulador principal de la convivencia y el intercambio y en México siempre ha sido débil en esa función, pues el cumplimiento de la ley siempre está en negociación y su aplicación depende de capacidad y los recursos de cada individuo o grupo.
La crisis de México es de reglas. Hoy el Estado no puede garantizar la seguridad de las personas, pero tampoco la educación de calidad o las certidumbres suficientes para un desempeño económico eficaz con distribución de los beneficios pues la debilidad histórica del Estado mexicano ha sido su pertinaz incapacidad de cobrar impuestos. El bandido estacionario mexicano se reprodujo como un arreglo mafioso o, si se prefiere, patrimonial, donde el control territorial iba acompañado de poco sueldo pero mucha capacidad de interpretación particular de las reglas que se debían ejecutar y con enorme tolerancia para el cobro privado de los servicios de interpretación ofrecidos; lo que se dice corrupción.
Los narcotraficantes eran unos más entre la multitud de actores sociales que cotidianamente en México negocian la tolerancia de su incumplimiento de la ley; sólo pagaban mejor y se cobraban más caro las faltas a los acuerdos. Pero Calderón decidió hacerles la guerra en nombre de la ley y el orden y los convirtió en competidores. El objetivo pudo ser loable, pero erró la estrategia.
Si se iba a empezar por ahí a aplicar la ley, se debió comenzar por la depuración y reforma de todo el sistema judicial y, sobre todo, del ministerio público. Se debió comenzar por rediseñar los mecanismos del Estado para hacer cumplir la ley y hacer las cosas conforme a derecho, incluso con sus reformas ad hoc a las garantías constitucionales. Comenzó por sacar los soldados a la calle y descarnó su pretensión de monopolio, pero resultó que los malos decidieron retarlo a campo abierto. En el camino, parece que está arrollando, como daño colateral, a la posibilidad de construcción de un nuevo marco institucional más equitativo y con mayor consenso a través de la democracia.
El Presidente ha llamado al diálogo. Sería bueno que, ahora sí, se dieran todos cuenta de que es lo que se debe discutir, más allá de la salida acordada a la crisis inmediata. Ahora sí se hace necesaria la reforma del Estado, porque sin Estado nadie puede gobernar, y para ello es indispensable comenzar a discutir una nueva constitución, consensual y democrática, que dote de nueva legitimidad al poder del Estado, porque si no, van a ganar los malos.
El Estado mexicano está en crisis. La seguridad es el tópico de hoy, el lugar común reiterado que ha sacudido la conciencia de lo destartalada que se encuentra la organización estatal de la sociedad mexicana. Porque el Estado es eso: una organización social; su historia arranca de la existencia de bandidos errantes depredadores de las primeras comunidades agrícolas.
Cuando uno de esos bandidos en lugar de arrasar con todo, decide establecer a su banda en una comunidad conquistada y ofrece sus servicios de protección contra las bandas enemigas a cambio de una parte de lo producido. El Estado es, en sus orígenes, un bandido que se estaciona y comienza a brindar servicios; y el primero, que justifica su existencia, es que brinda la seguridad de que ningún otro bandido va a atacar a la población.
De ahí que la seguridad sea la medida más evidente de la eficiencia del Estado; por eso hoy se hace evidente su incapacidad para controlar el territorio y garantizar su monopolio de la violencia. Pero los Estados contemporáneos son más que simples monopolios de la violencia. Son las organizaciones encargadas de garantizar la certidumbre en las relaciones sociales, las que obligan al cumplimiento de reglas que se suponen aceptadas por la sociedad. El funcionamiento de la economía requiere de la certeza de que los contratos serán respetados y los litigios se resolverán en los tribunales. La circulación del tráfico requiere de los servicios del Estado, lo mismo que el transporte público, la infraestructura urbana, la educación, la salud o las pensiones, ya sea como gestor directo o como regulador de su funcionamiento. El aprovechamiento adecuado del medio ambiente, la recolección de basura, la conservación, la provisión de bienes públicos, sería imposible sin Estado.
Y en efecto, el Estado mexicano hace todas esas funciones. Pero todas las hace de manera mediocre, cuando no francamente mala. Podemos tomar uno a uno los ámbitos de acción estatal a los que de manera desordenada me refiero antes y en cada uno de ellos hay algo en común que funciona mal: las reglas. El mal mayor del Estado mexicano es que se constituyó como una agencia vendedora de privilegios y de negociación de la desobediencia de sus propias reglas. De ahí que por todos lados el control estatal de la violencia y la depredación se base en acuerdos informales y tolerancia disimulada de la violación de las reglas formales. En México las leyes han ido por un lado y la realidad por otro.
Por eso lo que está en crisis en México es el arreglo institucional mismo, los supuestos en los que se basa la legitimidad del control estatal. El principal servicio que debe dar un Estado, que se deriva directamente de su ventaja en la violencia, es el de poner las reglas del juego de los grupos sociales, eso que llamamos instituciones. Las reglas del juego son las que generan los incentivos que determinan la manera en la que los humanos nos relacionamos y distribuimos el bienestar. El Estado es el regulador principal de la convivencia y el intercambio y en México siempre ha sido débil en esa función, pues el cumplimiento de la ley siempre está en negociación y su aplicación depende de capacidad y los recursos de cada individuo o grupo.
La crisis de México es de reglas. Hoy el Estado no puede garantizar la seguridad de las personas, pero tampoco la educación de calidad o las certidumbres suficientes para un desempeño económico eficaz con distribución de los beneficios pues la debilidad histórica del Estado mexicano ha sido su pertinaz incapacidad de cobrar impuestos. El bandido estacionario mexicano se reprodujo como un arreglo mafioso o, si se prefiere, patrimonial, donde el control territorial iba acompañado de poco sueldo pero mucha capacidad de interpretación particular de las reglas que se debían ejecutar y con enorme tolerancia para el cobro privado de los servicios de interpretación ofrecidos; lo que se dice corrupción.
Los narcotraficantes eran unos más entre la multitud de actores sociales que cotidianamente en México negocian la tolerancia de su incumplimiento de la ley; sólo pagaban mejor y se cobraban más caro las faltas a los acuerdos. Pero Calderón decidió hacerles la guerra en nombre de la ley y el orden y los convirtió en competidores. El objetivo pudo ser loable, pero erró la estrategia.
Si se iba a empezar por ahí a aplicar la ley, se debió comenzar por la depuración y reforma de todo el sistema judicial y, sobre todo, del ministerio público. Se debió comenzar por rediseñar los mecanismos del Estado para hacer cumplir la ley y hacer las cosas conforme a derecho, incluso con sus reformas ad hoc a las garantías constitucionales. Comenzó por sacar los soldados a la calle y descarnó su pretensión de monopolio, pero resultó que los malos decidieron retarlo a campo abierto. En el camino, parece que está arrollando, como daño colateral, a la posibilidad de construcción de un nuevo marco institucional más equitativo y con mayor consenso a través de la democracia.
El Presidente ha llamado al diálogo. Sería bueno que, ahora sí, se dieran todos cuenta de que es lo que se debe discutir, más allá de la salida acordada a la crisis inmediata. Ahora sí se hace necesaria la reforma del Estado, porque sin Estado nadie puede gobernar, y para ello es indispensable comenzar a discutir una nueva constitución, consensual y democrática, que dote de nueva legitimidad al poder del Estado, porque si no, van a ganar los malos.
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