La parálisis surge si la competencia nacional declina y la europea no acaba de aflorar
XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
La parsimonia, zigzagueos y retrocesos con que la UE afronta la crisis de la deuda soberana produce desde hace casi dos años daños frontales, el agravamiento, aumento del coste y contagio de la propia crisis. Y daños colaterales que los retroalimentan: la proliferación de relatos no ya críticos, sino catastrofistas, a medias euroescépticos, a medias eurodepresivos, sobre la viabilidad de Europa. El euro desaparece. La Unión Europea se derrumba. El directorio impone su dictadura. Los mercados derrotan a la política. Vuelve la tecnocracia antidemocrática. Bordeamos el populismo autoritario... En varias de estas expresiones anida algún elemento de verdad. Pero ninguna da cuenta de los dos procesos fundamentales en que está inmersa la UE.
El primero es que la actual crisis, un rebote insidioso y letal de la que estalló en septiembre de 2008 desde el epicentro de Wall Street, es la que está derrotando a la política. Desde mayo de 2010 ha provocado la caída en las urnas de seis Gobiernos de la Unión (Reino Unido, Holanda, Irlanda, Portugal, Dinamarca y España) y ha reemplazado a otros dos (Italia y Grecia) por Ejecutivos técnicos.
No es imprescindible acudir a claves fantásticas sobre una presunta conjura de los mercados (aunque estos, obviamente, no estén ayudando, muchas veces espoleados por núcleos especuladores), para explicarse la razón de esta secuencia de reveses gubernamentales. Es la crisis, y, sobre todo, la deficiente gestión de la crisis lo que desarbola, uno tras otro, a los Gobiernos en ejercicio.
En la mayoría de los casos se trata de relevos, aunque tensos, ordenados y convencionales: las élites del poder, pese a incurrir en errores, han logrado reencauzarlos por la vía electoral, varias veces sin necesidad de forzar calendarios. En dos países no ha sucedido así, Italia y Grecia. Ahí, la deficiente calidad de la política ha mellado a la clase política. En ambos casos -pese a la abismal diferencia entre un pillo / Berlusconi y un Papandreu / Job-, los gobernantes se han deteriorado a sí mismos, al incumplir sus compromisos con los acreedores y con los socios europeos.
Esos avatares configuran el otro gran proceso que atenaza a Europa, una crisis de sus cimientos, en la que lo viejo (las precarias soberanías económicas nacionales) no acierta a morir y lo nuevo (la unión económica europea que complete a la monetaria) forcejea aún por nacer. Ambas soberanías, las declinantes y la emergente, disputan encarnizadamente entre sí, como en una pintura negra de Goya. Proliferan las quejas por haber sustituido al mafioso Caimán italiano por el profesor Monti, pulcro y sensato, pero asesor de Goldman Sachs: sin mediar voto popular más que en segundo grado, el de los parlamentarios. La popularidad de esa crítica contrasta con la ausencia de memoriales de agravios, por ejemplo españoles, contra su predecesor Berlusconi, quien desencadenó en agosto la fase más aguda de la explosión del coste de la deuda, perjudicando directamente a los bolsillos de los contribuyentes ibéricos.
De modo que las soberanías nacionales no solo se exhiben como vulneradas, sino que constituyen un Jano bifronte y en ocasiones doblemente perverso: ineficientes en el ámbito interno de cada Estado, nocivas para sus vecinos, por cuanto estos deben asumir las consecuencias de incumplimientos, dejaciones o deslealtades perpetrados por Gobiernos a los que tampoco pueden ni votar ni descabalgar. ¿Serviría para contrarrestarlo el retorno a un soberanismo imposible, desguazado ya por la globalización?
Como alega sabiamente Jürgen Habermas, "la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasan las fronteras nacionales".
Para salir de esta crisis se necesitan instrumentos risueñamente solidarios como la capacidad de intervención, rápida, masiva e ilimitada del BCE y unos auténticos eurobonos gestionados por un Tesoro único. Pero también las mortificantes herramientas que garanticen a los prestadores de última instancia que los deudores serán rigurosos, asumiendo compromisos de austeridad sensatos, controles de troikas e interferencias de supervisión comunitaria en los presupuestos nacionales... Todo ello configura la urdimbre de la próxima cumbre europea. Si la democracia nacional zozobra, y es lo único que puede ya hacer en este continente, "debemos recuperar latitudes de acción a nivel supranacional", sentencia Habermas.
XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
La parsimonia, zigzagueos y retrocesos con que la UE afronta la crisis de la deuda soberana produce desde hace casi dos años daños frontales, el agravamiento, aumento del coste y contagio de la propia crisis. Y daños colaterales que los retroalimentan: la proliferación de relatos no ya críticos, sino catastrofistas, a medias euroescépticos, a medias eurodepresivos, sobre la viabilidad de Europa. El euro desaparece. La Unión Europea se derrumba. El directorio impone su dictadura. Los mercados derrotan a la política. Vuelve la tecnocracia antidemocrática. Bordeamos el populismo autoritario... En varias de estas expresiones anida algún elemento de verdad. Pero ninguna da cuenta de los dos procesos fundamentales en que está inmersa la UE.
El primero es que la actual crisis, un rebote insidioso y letal de la que estalló en septiembre de 2008 desde el epicentro de Wall Street, es la que está derrotando a la política. Desde mayo de 2010 ha provocado la caída en las urnas de seis Gobiernos de la Unión (Reino Unido, Holanda, Irlanda, Portugal, Dinamarca y España) y ha reemplazado a otros dos (Italia y Grecia) por Ejecutivos técnicos.
No es imprescindible acudir a claves fantásticas sobre una presunta conjura de los mercados (aunque estos, obviamente, no estén ayudando, muchas veces espoleados por núcleos especuladores), para explicarse la razón de esta secuencia de reveses gubernamentales. Es la crisis, y, sobre todo, la deficiente gestión de la crisis lo que desarbola, uno tras otro, a los Gobiernos en ejercicio.
En la mayoría de los casos se trata de relevos, aunque tensos, ordenados y convencionales: las élites del poder, pese a incurrir en errores, han logrado reencauzarlos por la vía electoral, varias veces sin necesidad de forzar calendarios. En dos países no ha sucedido así, Italia y Grecia. Ahí, la deficiente calidad de la política ha mellado a la clase política. En ambos casos -pese a la abismal diferencia entre un pillo / Berlusconi y un Papandreu / Job-, los gobernantes se han deteriorado a sí mismos, al incumplir sus compromisos con los acreedores y con los socios europeos.
Esos avatares configuran el otro gran proceso que atenaza a Europa, una crisis de sus cimientos, en la que lo viejo (las precarias soberanías económicas nacionales) no acierta a morir y lo nuevo (la unión económica europea que complete a la monetaria) forcejea aún por nacer. Ambas soberanías, las declinantes y la emergente, disputan encarnizadamente entre sí, como en una pintura negra de Goya. Proliferan las quejas por haber sustituido al mafioso Caimán italiano por el profesor Monti, pulcro y sensato, pero asesor de Goldman Sachs: sin mediar voto popular más que en segundo grado, el de los parlamentarios. La popularidad de esa crítica contrasta con la ausencia de memoriales de agravios, por ejemplo españoles, contra su predecesor Berlusconi, quien desencadenó en agosto la fase más aguda de la explosión del coste de la deuda, perjudicando directamente a los bolsillos de los contribuyentes ibéricos.
De modo que las soberanías nacionales no solo se exhiben como vulneradas, sino que constituyen un Jano bifronte y en ocasiones doblemente perverso: ineficientes en el ámbito interno de cada Estado, nocivas para sus vecinos, por cuanto estos deben asumir las consecuencias de incumplimientos, dejaciones o deslealtades perpetrados por Gobiernos a los que tampoco pueden ni votar ni descabalgar. ¿Serviría para contrarrestarlo el retorno a un soberanismo imposible, desguazado ya por la globalización?
Como alega sabiamente Jürgen Habermas, "la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasan las fronteras nacionales".
Para salir de esta crisis se necesitan instrumentos risueñamente solidarios como la capacidad de intervención, rápida, masiva e ilimitada del BCE y unos auténticos eurobonos gestionados por un Tesoro único. Pero también las mortificantes herramientas que garanticen a los prestadores de última instancia que los deudores serán rigurosos, asumiendo compromisos de austeridad sensatos, controles de troikas e interferencias de supervisión comunitaria en los presupuestos nacionales... Todo ello configura la urdimbre de la próxima cumbre europea. Si la democracia nacional zozobra, y es lo único que puede ya hacer en este continente, "debemos recuperar latitudes de acción a nivel supranacional", sentencia Habermas.
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